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Dublin Contemporary: un tigre busca su rugir

Magazine

09 enero 2012

Dublin Contemporary: un tigre busca su rugir

«Dublin Contemporary» nace como proyecto en un contexto de crisis económica y en un país en recesión. Presentado por los políticos como un evento que ayudaría a convertir Irlanda en un destino turístico cultural, la propuesta ofrecía propuestas de unos 150 participantes en siete localizaciones de la ciudad de Dublin.


Toda crónica de una bienal de arte se mueve por un canon de contenidos ya marcados de antemano, por lo que constituye un género propio de la escritura de arte. Se supone que el cronista empezará con el contexto de la ciudad anfitriona, dentro de los parámetros del branding urbano. Cuando el nexo entre ciudad y cultura ya existe, se añadirá un punto evaluativo más: el grado de inserción de la tesis del comisario en el matriz local (de esta fórmula se suele eximir las bienales patriarcas como Venecia y Sao Paulo, dado que su contexto ya es global y sus localismos se agotan). Sólo cumplido estos requisitos previos, al crítico se le libera para ir desgranando las partes a base de artistas y sus obras, bien contextualizados o no.

En el caso de Dublin Contemporary (con el título “Terrible Beauty”, prestado del poeta Yeats) celebrada después del verano en numerosos sedes, tenemos que fijarnos en el contexto, y más aún si pensamos que se trata de un evento de nueva planta impulsado por un país intervenido, en estado financiero crítico. Invertir en cultura en medio de un proceso de involución presupuestario no es fácil. El tigre celta ya ruge menos, pero se desprende de las gentes de la capital una cierta añoranza por los años de bonanza; los dublineses no se resignan por la afonía del felino, que se entiende como síntoma pasajera. Así que una segunda edición se proyecta para 2016, coincidiendo con el centenario de la Easter Rebellion.

Si Dublin Contemporary se aceptó como un impulso legítimo, fue en parte por qué las aspiraciones culturales de Dublín siguen intactas. La inclusión por parte de los comisarios Jota Castro y Christian Viveros-Fauné de más de treinta artistas irlandeses—de la república o bien del norte—de los más de 150 participantes fue otro aliciente. La proyección de los magos de marketing de 150.000 visitas al final se cumplió gracias al entusiasmo local, ya que Dublin Contemporary desprendía un aire cercano e inteligible que animaba a familias con niños y personas que nunca antes habían visto tanto arte contemporáneo a curiosearse por las aulas expositivas.

Hablamos de aulas de verdad. La sede principal, el edificio neo-clásico de Earlsfort Terrace, había formado parte de University College Dublin, y en vez de revestir el interior se dejó intacto: largos pasillos administrativos conectaban salas modestas en estado bruto, con pizarras en las paredes, sin obsesionarse por repintar todo. Un espacio retro-institucional, con un encanto enorme. Destacaba el pequeño anfiteatro con el video de Omer Fast, Five Thousand Feet is the Best (2010), un encargo, como un 60% de la obra expuesta. Entre las obras a destacar a Earlsfort, el trabajo de pantallas múltiples de Bjorn Melhus sobre el estrés postraumático de los militares (This is My Home, 2011), un video sobre trabajadores migrantes de Taiwan por Chen-Chieh Jen, y, de entre los irlandeses, una recreación de la visita a Irlanda de Artaud en 1937, de Patrick Jolley, o this short-term evacuation (2011) de Brian Duggan, con una maqueta de una noria abandonada por la fuga de Chernóbil. En la película Elmina Doug Fishbone mete un hombre blanco como protagonista en un melodrama producido para el consumo masivo en Ghana. Entre los pintores, y de los pocos a tratar un tema local, los cuadros de Brian Maguire sobre los asesinatos entre gangs de Dublín.

Se ha dicho que Dublin Contemporary reflejaba un cierto gusto neo-povera en consonancia con el momento, pero el término confunde el materialismo esencial del concepto original con la relajación formal, la falta de refinamiento y las configuraciones caóticas a base de enjambres de referencias culturales. Yo diría que es más bien un gusto ratera, una atracción por la agitación orgánica derivada de las coyunturas contaminadas de nuestro tiempo. Son estéticas que coinciden con la depresión económica, pero que no se derivan de ella. En Dublín se veían en sola una parte de la muestra, y no siempre la más interesante. Para algunos artistas de más cotización se reservaba salas más nobles, incluyendo una ala lujosa del Museo Nacional con una instalación algo rígida de Brian O’Doherty sobre Beckett, más los cuadros de Manuel Ocampo y el intrigante Jorge Tacla.

Algunos creadores se destacaban en otros espacios museísticos, con muestras monográficas. Por un lado, los lujosos cuadros de Lisa Yuskavage de lolitas deslumbrantes, su colorido difuso y factura experta factores más en su problemática, una provocación al menos para las ortodoxias moralizantes de la mirada. Yuskavage se reconoce por haber ayudado a rescatar la pintura figurativa neoyorkina, aunque en España sus niñas se desconocen. Otro autor de mérito fue Willie Doherty, con un trabajo sobre el paisaje de turba de Donegal, Ancient Ground (2011). La gran coherencia de la reflexión de Doherty sobre tierra e identidad, llevada a cabo a lo largo de tantos años, se afirmaba aquí con una obra de una maduración poética y conceptual loable.

Jeffrey Swartz se define como crítico de arte incluso desde antes de ejercer la disciplina. Proyectándose más allá de su vida en Canadá en los 80, se hizo crítico, y con ello protagonista público de la cultura, coincidiendo con su traslado a Barcelona. No es aficionado del arte, pero se ha dedicado a reflexionar sobre el papel de la crítica más allá de cualquier papel suplementario que le pudiesen otorgar. Y pregunta: ¿por qué tiene que interesarse por los artistas si ellos pasan de la crítica? Así no se construye comunidad.

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