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El envés de la fiesta

Magazine

27 septiembre 2011

El envés de la fiesta

Las fiestas patronales que se repiten todos los veranos en los pueblos y ciudades pueden parecer un tema bizarro para el arte contemporáneo. Una muchedumbre embriagada que continúa con fervor las tradiciones del terruño es quizá lo más alejado al público crítico y autónomo que busca el sector artístico. Por demasiado trivial o, incluso, por reaccionario, el fenómeno de la fiesta no parece digno de traspasar las puertas del museo. Es mérito de Itziar Barrio (Bilbao, 1976) haber sabido mostrar, en esta ocasión, lo erróneo de este vago prejuicio.


Hasta principios de septiembre ha podido visitarse en el Artium una instalación de Itziar Barrio titulada «Detrás, al final de la comparsa». La muestra, comisariada por Blanca de la Torre, se ha enmarcado dentro del programa Praxis, que enfatiza el carácter procesual de la actividad artística mediante el (loable) recurso de abrir las exposiciones al público desde el mismo inicio de su montaje. Así, a lo largo de los meses de junio, julio y agosto los visitantes de Artium han tenido ocasión de ir comprobando los progresos en la instalación cambiante de Itziar Barrio. Una estructura ha dominado la sala desde el comienzo, como emergiendo de una de sus paredes. Se trata de una txosna, la tradicional barra de bar en forma de caseta que se convierte en el centro de las fiestas populares del País Vasco, habitualmente gestionada por una comparsa (o cuadrilla). Dentro de la estructura se han ido proyectando los vídeos que la artista ha grabado en varias de las fiestas patronales de Vitoria: las de los barrios de Errekaleor y Judizmendi, en julio, y las de La Blanca, que toda la ciudad celebra a principios de agosto. En el proceso se han realizado unos “talleres de falsas cuadrillas” en los que los participantes debían inventar el símbolo de una comparsa. El resultado: siete imágenes a modo de particulares signos o iconos de la fiesta. El contenido final de la sala se completa con otras dos intervenciones: una pancarta que versiona los característicos carteles de las txosnas y una esquina oscura que refiere al inevitable rincón de todas las fiestas, escondite de lo prohibido.

Este proceso complejo y multidisciplinar por el cual Itziar Barrio acerca al museo la fiesta patronal quedaría viciado irremediablemente si la artista no supiera resistirse a la tentación de adoptar una de las dos posiciones siguientes: contemplar la fiesta “desde arriba” o “desde dentro”. Hubiera caído en lo primero de haber optado por la estrategia de la réplica a la hora de exponer los elementos característicos de la fiesta. La estructura central es reconocible para el público precisamente porque ostenta la forma esencial de una txosna, pero no pretende ser copia de las txosnas reales, sino algo así como su mínimo común denominador, su abstracción. La artista conjura de este modo la tentación de elaborar una réplica fiel del original, gesto que la hubiera aproximado al mecanismo de los antiguos museos de ciencias naturales y etnografía, donde diversos hábitats humanos (“primitivos”) se mostraban ante el espectador congelados con artes de taxidermia. La conversión de un horizonte de acontecimientos y expectativas sociales en una escena pintoresca, supone su violenta subordinación a un discurso que pretende explicarlos desde una posición de superioridad velada. No es eso, afortunadamente, lo que se nos presenta.

Tampoco cae Itziar Barrio en la tentación opuesta, aquella que temiendo contagiarse de una asepsia impostada busca zambullirse en el objeto mismo, reviviéndolo desde dentro. En el caso de la fiesta, se recurriría aquí a la escenificación del éxtasis festivo, olvidando que el artista no puede reproducir en solitario las condiciones históricas y comunitarias que lo causan. El camino hacia esta pretendida inmediatez no conduce sino a un espectáculo más o menos grotesco (piénsese en el accionismo vienés), que nada tiene en común con la auténtica fiesta, donde la figura del público no existe.

Escapando de estas dos tentaciones, Itziar Barrio se mantiene en un equilibrio difícil entre el documentalismo (que aporta la voluntad descriptiva de la primera) y la teatralización (que comparte el ánimo apropiacionista de la segunda), incorporando elementos de ambas y presentándolos en fértil contradicción desde una posición que es externa, sí, pero que está situada también al mismo nivel que los que festejan; en concreto: “detrás, al final”. El lugar que elige la artista a la hora de afrontar el tema, explícito desde el mismo título de la instalación, es un lugar marginal, es decir, situado al margen de la fiesta, en su límite o, mejor, en el reverso de cuanto se ve a simple vista, en su envés. Itziar Barrio se empeña así en dejar hablar a la comparsa que marcha delante de ella, limitándose a señalar de modo indirecto sus entresijos, su cara oculta, la cual consiste en su disimulada condición de constructo social. En efecto, la fiesta reclama siempre para sí el aura de lo inmemorial y se presenta a sí misma como la expresión inevitable de un pueblo. Son estas pretensiones naturalizantes las que quedan en entredicho en cuanto se desvela la fiesta como un proceso de construcción colectiva de significados. A este propósito de la artista sirve con especial fortuna la inscripción de la muestra en el programa Praxis, que, como hemos dicho, permite al público observar el paulatino trabajo de montaje en sala: es la forma misma de la instalación, antes incluso que su contenido, la que señala al carácter procesual (no eventual) y constructivo (no natural) de todo significado. La propuesta artística y su objeto adquieren así una relación de isomorfismo.

La posición marginal escogida por la artista puede ser, en buena medida, producto inevitable de sus circunstancias: Itziar Barrio, nacida en Bilbao, se ocupa de unas fiestas patronales que no son aquellas con las que ha crecido; que no son las suyas, se siente uno tentado a escribir. Pero es justamente en el momento de citar este posesivo (“sus fiestas”) cuando la anécdota trivial se eleva a estrategia significativa. Al documentar unas fiestas que no son las “suyas”, al situarse “detrás” de la comparsa, Itziar Barrio señala a un fenómeno que resulta esencial a la fiesta, entendida –en su función tradicional– como proceso de construcción identitaria. Para que pueda surgir un “nosotros” renovado del centro mismo del éxtasis festivo es necesaria la invocación de un “ellos” que se construye por vía negativa: los que no son “de aquí”, los que no saben con certeza cómo bailar, cómo vestir o cómo beber. El “ellos” fantasmal, que se convoca como un espíritu perverso pero impotente alrededor de la comunidad festiva, es imprescindible para que ésta renueve su identidad grupal. El ellos y el nosotros son las dos caras de una misma ficción.

Es a esta dualidad inseparable a la que alude el enigmático lema de la pancarta que colgaba en la sala del Artium, junto a la txosna. En ella podía leerse “Lo mismo, lo nuestro” y, debajo, “Los hombros de los que bailaban”. Para entender cabalmente por qué la primera expresión sintetiza con acierto la experiencia festiva de los participantes debe recordarse la naturaleza ritual de la fiesta. Como todo rito, la fiesta (y nos referimos siempre a la fiesta patronal y similares) consiste en la reactualización periódica de un acontecimiento de carácter mítico en el cual se reconoce una comunidad; la fiesta repite todos los años “lo mismo”, a saber: “lo nuestro”. Por supuesto, lo de menos es el contenido concreto del supuesto acontecimiento primigenio. Muchos vitorianos ignorarán que las fiestas de La Blanca celebran el hecho de que el monte Esquilino de Roma apareciera nevado un 5 de agosto del siglo IV. Sin embargo, los acontecimientos pautados que se repiten año tras año se bastan por sí solos para conmemorar “algo” que funda el nexo comunitario. Si hemos de creer a René Girard, este “algo” es siempre un crimen. Aunque el mito trate de camuflarlo de mil maneras, el origen de toda comunidad consistiría en el linchamiento de una víctima inocente, marcada con los signos del “otro”, que fue posteriormente ensalzada como divinidad o héroe fundador. El origen de la fiesta, y de la comunidad que la celebra, está así bañado en sangre e injusticia.

La fiesta conserva un remanente de la violencia ritual en la implícita exclusión que siempre ejerce. Quienes no pertenecen a la comunidad festiva sólo pueden ver “los hombros de los que bailan”. Esta expresión de la pancarta está tomada del capítulo XV de Fiesta, en el que Hemingway narra el estallido de los sanfermines con el chupinazo, y escribe: “En aquella masa compacta, lo único que se distinguía era el subir y bajar de las cabezas y los hombros de los que bailaban”. La cita no puede recoger mejor lo monstruoso, lo caótico, lo informe de la experiencia de quienes festejan, que parecen como aglutinarse en un solo cuerpo. El colapso de las relaciones sociales ordinarias, que regulan y sostienen la individualidad, levanta (temporalmente) la obligación de sublimar y encauzar los impulsos. Como recuerda el rincón oscuro que Itziar Barrio citaba en la sala de Artium, para el cuerpo único de la comunidad festiva no rigen los tabúes de lo escatológico, del sexo o la agresión. Esta libertad es transitoria, y sería inocente interpretarla como una emancipación. Su papel consiste, a la postre, en reforzar las normas que quebranta, las cuales vuelven a reimplantarse en cuanto acaba la fiesta. El exaltado cuerpo transgresor deviene ordenada comunidad, y ésta olvida bien pronto el oscuro envés de exclusión y violencia que oculta la faz de sus símbolos. Nada más necesario que recordárselo.

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