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Estética de sistemas, o cómo ser crítico con/desde el arte

Magazine

16 octubre 2012
Tema del Mes: Distribución de contenidos

Estética de sistemas, o cómo ser crítico con/desde el arte

Cuando Skrebowski afirma que Burnham concibe el arte como una relación de relaciones, recupera una idea que, como muchos han sabido ver, rebasa ampliamente los límites de la estética relacional, ese constructo con que Bourriaud aspira a describir un cambio esencial en la praxis artística. El punto de partida es, en ambos casos, que se ha producido una transición “desde una cultura orientada al objeto hacia una cultura orientada al sistema” (planteamiento en que germina la transformación contemporánea, descrita por Brea, de la cultura ROM -de almacenamiento- en cultura RAM -de procesamiento-), pero se antoja inviable equiparar la complaciente reducción al contexto institucional que inequívocamente favorece Bourriaud al deseo de Burnham de llevar a sus últimas consecuencias la exploración de “los límites conceptuales del sistema” -puro ejercicio de autocrítica inmanente.

La propuesta de Skrebowski es interesante: recuperar, superando su ambigüedad, la estética de sistemas de Burnhamcomo principio explicativo del conceptualismo o, con mayor rigor y por citarlo textualmente, como «marco metodológico para considerar el arte postformalista como un todo”. Principalmente porque, planteada en dichos términos, su teoría facilita el análisis del papel del lenguaje y las estructuras de comunicación digitales en la redefinición del contexto artístico, en relación con el surgimiento de nuevos modos de creación y distribución del conocimiento.

La estética de sistemas refuta tanto la necesidad de la concreción material de la creación artística como su autonomía, en lo que supone la renuncia explícita a su comodificación y la consumación del viejo sueño de la vanguardia de disolver el arte en la vida. Todo ello está en sintonía con los planteamientos coetáneos de Fluxus y, muy especialmente, con la idea de escultura social de Beuys, concepto todavía vigente, como demuestra la actual reivindicación del arte como techné -saber orientado a la acción-, esto es, la constatación de que el artista puede intervenir de manera directa en la construcción (programación) de la realidad (hardware y software, en sentido literal y figurado) y de que su espacio de trabajo excede con mucho el ámbito de la mera representación y su contexto institucional.

En términos generales, cuando nos acercamos tanto a las consecuencias de este tipo de planteamientos como a la metamorfosis experimentada por el sistema en su proceso de adaptación a un escenario comunicativo dominado -al menos desde el punto de vista teórico- por redes digitales distribuidas, tendemos a hacer hincapié en aspectos que no alteran de manera sustancial la naturaleza del objeto artístico: hablamos, principalmente, de procesos de creación colectiva sincrónicos o diacrónicos -en línea, por lo general, con la crítica postestructuralista a las nociones de autoría y originalidad que tan bien ejemplificó Rosalind Krauss-; incidimos, paralelamente, en formas de distribución de contenidos inherentes a la lógica digital -bajo la que toda operación de reproducción comporta duplicación, si es que cabe distinguir entre ambos términos-, que hacen estéril cualquier intento de discriminación entre matriz y réplica.

Sería conveniente, en consecuencia, profundizar en aquellos proyectos que apuestan por desdibujar los límites que acotan el objeto (concepto) de la creación artística, aquellos que trabajan con -no en- nuevos medios, espacios y herramientas, enfatizando, de acuerdo con esta relectura de la estética burnhamiana, el papel del artista como artífice (artifex) de lo real.

Pienso, por ejemplo, en nzmbe – grotesque position, un proyecto -presentado por Miguel Prado, a principios de 2012, al portal de microfinanciación Verkami- planteado en función de dos objetivos: uno explícito -reunir 1.300€ para editar, en vinilo, “un álbum de naturaleza experimental y espíritu lo-fi”- y otro implícito -reflexionar sobre la autoría, la propiedad intelectual y el funcionamiento de las plataformas de crowdfunding-, con la particularidad de que tanto el fracaso como el éxito en el primero de ellos contribuiría, desde una u otra perspectiva, a la adecuada consecución del segundo.

Esta propuesta establecía un sistema de recompensas que introducía importantes alicientes para las aportaciones más cuantiosas: a cambio de 700€, Prado cedería al mecenas los derechos de autor del disco, registrándolo a su nombre; yendo un paso más allá, si alguien estuviese dispuesto a donar 1.300€ conseguiría que todas las unidades fabricadas del LP fuesen destruidas, de tal manera que el resto de contribuyentes recibiesen, en lugar de las recompensas asignadas a sus respectivas donaciones -que serían pertinentemente devueltas-, sobres llenos de polvo vinílico.

A partir de dos ejes básicos, los binomios (im)producción-destrucción y artista-mecenas, el proyecto se expandía en múltiples direcciones, de tal forma que cada una de sus variables introdujese diferentes itinerarios que, conjuntamente, configurasen un discurso crítico en torno a las estructuras de producción/distribución artística. En el caso de producirse -como finalmente sucedió- el fracaso del objetivo recaudatorio inicial, por ejemplo, quedaría en evidencia la importancia de la autoría -entendida como marca- a la hora de obtener financiación (pública o privada: “si yo fuese Santiago Sierra cualquier centro de arte pagaría esa cantidad”); por el contrario, en el supuesto, altamente improbable, de éxito económico, se activaría un proceso de hiperficción constructiva -al que Prado aludía de manera expresa- que reproduciría las condiciones generales del proyecto, una suerte de matrioska conceptual en la que cada agente acepta participar asumiendo la posibilidad de ver su aportación fagocitada por una contribución de superior importe. No obstante, tanto en una como en otra circunstancia, prevalecería la idea de que la recuperación del micromecenazgo obedece a una lógica, capitalista, de comodificación de la creación cultural, que nzʉmbe – grotesque position rehuiría al utilizar la estructura y mecanismos de Verkami -y de la propia red, por extensión- no para producir y distribuir bajo las condiciones y formas prescritas por la institución o el mercado, sino para subvertir estas mediante la transformación de aquellas, que dejan de operar como medio de transmisión del objeto (físico o conceptual) para convertirse en la propia obra -sistema-.

Simultáneamente, la predisposición de Prado para delegar tanto la posible materialización del primero de los dos niveles del proyecto -plenamente recursivo, señalemos: una obra se concibe en función del proceso creativo de otra- como su propia autoría (jugando, resulta obvio, con la inalienabilidad -¿promercantil?- de tal noción) parece devolvernos a los orígenes del arte conceptual, al llevar a sus últimas consecuencias la célebre declaración de intenciones de Lawrence Weiner (1968): 1. The artist may construct the piece. / 2. The piece may be fabricated. / 3. The piece need not be built. / Each being equal and consistent with the intent of the artist, the decision as to condition rests with the receiver upon the occasion of receivership. Con el añadido de que nzʉmbe – grotesque position se configura como un sistema de relaciones, no ficcional y mínimamente regulado, que trasciende la especificidad de lo artístico.

Muchos proyectos han profundizado en estos aspectos desde diferentes coordenadas. Uno de ellos es Ten Thousand Cents, de Aaron Koblin y Takashi Kawashima, que implicó la contratación de miles de personas de todo el mundo para dibujar, colectiva e inconscientemente, un billete de cien dólares. La acción fue posible gracias a Mechanical Turk, la plataforma de Amazon que permite reclutar voluntarios online para llevar a cabo tareas mecánicas a cambio, por lo general, de retribuciones económicas miserables; el billete en cuestión fue dividido en diez mil pequeñas partes, de tal forma que, asignando a los participantes un centavo por cada fragmento dibujado, el coste total de su reproducción se correspondió con su propio valor: los mencionados cien dólares.

Más allá de la exhibición del resultado final del trabajo en Ars Electronica 2008 y de su comercialización, con fines benéficos, en una edición de diez mil unidades (a cien dólares la unidad… irónico guiño a la naturaleza especulativa del mercado artístico), lo interesante es su capacidad para reflexionar sobre un sistema no a través de su representación y del subsiguiente discurso, sino mediante su manipulación efectiva. Haciendo uso de Mechanical Turk -en lo que no deja de constituir un acto de sobreidentificación-, Koblin y Kawashima encontraron la manera de formular, tácitamente, cuestiones sobre la instrumentalización de la filosofía open source en las plataformas de crowdsourcing, la complicidad de éstas últimas con las prácticas abusivas de las compañías que contratan sus servicios o la conversión de los ciudadanos en consumidores -y, en última instancia, del consumo en modo de producción-.

El planteamiento de Ten Thousand Cents penetra en la opacidad tecnológica de la que Vicente Luis Mora nos habla en referencia a esa doble tendencia de nuestra era a “ver más y no ver en absoluto”. Si, independientemente del posible sesgo ideológico, la definición de la arquitectura de una aplicación tecnológica comporta siempre una declaración política -en el sentido de que concreta condiciones de acceso y posibilidades de uso no siempre explícitas-, también su utilización -en tanto alteración- puede hacerlo; si Mechanical Turk oculta las estructuras productivas intrínsecas al nuevo paradigma socio-económico, la obra de Koblin y Kawashima se sirve de ella para exponerlas. Recursividad, de nuevo -la estructura del sistema determinada por su propia ejecución- para trascender la lógica icónica de la imagen y generar un proceso económico real, o lo que es igual, para transformar programación técnica en programación social.

Claro que esta última idea encuentra mucho mayor desarrollo en iniciativas como The Biljmer Euro que, promovida por Christian Nold, genera desde 2009 una moneda propia para un barrio del sudeste de Amsterdam, a través de la adhesión, en billetes de euro convencionales, de etiquetas RFID -recicladas- que cumplen el doble objetivo de diferenciarlos y de monitorizar las transacciones en que toman parte, de cara a cuantificar el impacto de la nueva divisa en el comercio y la convivencia locales -claramente positivo, dicho sea de paso-. The Biljmer Euro opera como sistema y como modelo, con el objetivo último de tejer una red internacional de infraestructuras monetarias regionales e interconectadas, adoptando y divulgando el funcionamiento de las redes P2P de forma que la reflexión crítica sea consecuencia -no causa- de la acción -no representación-.

El mismo concepto se impone, tal vez de manera más obvia, en el desplazamiento del objeto de la acción hacia las propias estructuras de comunicación. ¿No constituye, acaso, guifi.net una intervención de este mismo signo? No es casualidad que su propósito de establecer una “red abierta, libre y neutral de telecomunicaciones” determinase, ya en 1999, la aparición de INSULAR, la red de radio descentralizada, para transmisión de voz y datos, propuesta por Marko Peljhan. Resulta evidente que la terna obra-distribución-preservación -que todavía hoy parece monopolizar, a nivel institucional, el debate en torno a los nuevos medios- deviene obsoleta cuando la obra se constituye como sistema autónomo y autopoiético.

Sin embargo, es posible capitalizar esta fricción entre la autorreferencialidad de la institución-Arte y la programación de estructuras exógenas de creación y distribución de producción significante. Esto es, precisamente, lo que logra etoy.CORPORATION, colectivo artístico, de carácter subversivo, conocido por su enfrentamiento con la multinacional eToys durante los años noventa y trascendente, más que por esto último, por las implicaciones de su autodefinición como escultura corporativa.

Etoy mimetiza el funcionamiento de las corporaciones capitalistas, presentándose a sí misma como una estructura empresarial que propone, frente a la (galerística) lógica objetual, de exhibición y comercialización, un modelo de distribución y remuneración alternativo, consistente en el abandono de la venta de arte en favor de la venta y revalorización de participaciones de su propia marca (etoy.SHARES), con idea de alcanzar la retroalimentación de su aparato productivo, volcado en proyectos de rentabilidad no económica, sino social y cultural.

Esta correspondencia entre discurso y estructura genera una fértil ambigüedad conceptual. Los etoy.TANKS, por ejemplo, en tanto plataformas móviles de investigación, ¿actúan como iconos de la economía contemporánea o simbolizan la capacidad disruptiva de la creación artística entendida como generación de zonas temporalmente autónomas? El modelo de accionariado, por su parte, ¿alude a las redes distribuidas de gestión o a la especulación financiera? ¿critica la noción de autoría o se refiere a la imposibilidad de determinar responsabilidades en los grandes conglomerados financieros? El grueso del proyecto constituye otro (mordaz) ejemplo de sobreidentificación, como lo hace, de manera muy evidente, etoy.HOLOGRAM: un certificado holográfico que garantiza la autenticidad… de la ficción.

De forma paradójica, al introducir el territorio ficcional -no como espacio, sino como instrumento y objeto de reflexión, al más puro estilo 0100101110101101.org y en la senda de una longeva tradición metapictórica-, podemos recuperar la idea de la creación artística como metasistema, llevando su función autocrítica al cuestionamiento de su hermética autonomía y de las condiciones materiales y conceptuales bajo las que funciona como estructura relacional. O, en otras palabras, el arte -volviendo a Burnham- como procesamiento (recursivo) de información.

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