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rojo, quechua, chopo; insoportable

Magazine

19 abril 2021
Tema del Mes: Dar a verEditor/a Residente: David Bestué

rojo, quechua, chopo; insoportable

Los colores son siempre los mismos. El marrón rojizo del barro, como si fuera ladrillo, pero de antes, deshecho; el verde de los pinos. No se ve el marrón oscuro de los troncos, todo es verde de pino, que no es el verde oscuro de los bosques noruegos, es pálido, sobreexpuesto. Y el color rojizo del barro, como la piel del pastor.

Todos tienen relación con el rojo, opuestos o ladeados hacia él. Putus Mossos, gossos, hay un graffiti rojo. Una amapola que será arrancada por su muerte inmediata, rojo. El odio escondido detrás de los «déu» rojo hoguera. Los grafitis ya podrían ser de cualquier color, o el barro, la piel del pastor, porque los «déu» ya lo manchan todo de rojo.

El tono rojizo es pigmento que se mezcla con el resto del paisaje y que hace que ningún color sea pungente y preciso. No es sombra roja, es un tono añadido a la paleta. Todo tiene un poco de color de sangre y esta, al salir, al ponerse sobre otra superfície, se oxida, y queda esta mancha estática en el paisaje. O que todo es un poco rojo de sangre oxidada para recordar que todo tiene capacidad de desgarrar, que las cosas salpican si las pisas o si las miras demasiado de cerca. Todo durante los segundos entre los “déu” y los pasos entre los grafitis. Putus Mossos, gossos, graffiti rojo.

Hay una pareja que va andando detrás mío, a unos siete metros de distancia, hablan alto y yo, como voy por el camino, no les pierdo. No salgo nunca del camino y aunque lo intentara, acabaría en una urbanización o en una carretera. En otro camino. Me siento en una roca para deshacerme de ellos, que son abejas que me persiguen. Les dejo pasar de largo. Me dicen «déu», yo pienso «siau» y aparto la mirada porque visten con ropas técnicas fluorescentes y me irritan los ojos con luminosidad seca y fría. Ellos van con gafas de sol de plástico, de montaña. Delante, en una roca, hay el grafiti de Putus Mossos, gossos, que durante unos segundos se tapa por sus ropas Decathlon. El rojo no tapa las ropas fluorescentes porque son demasiado entusiastas. Llevan ácido en medio de un lugar que no es nada de speed, ni MDMA, ni nada de eso, es demasiado vívido para los caminos de montaña. El rojo que llevan dentro son los «déu» al pasar. Los ojos se me adaptan otra vez mirando el grafiti de Putus Mossos, gossos y bajo la vista hacia las plantas que tengo al lado. Todo son cardos apagados. Los miro y dejo de respirar por si el tobillo los ha tocado, y mientras aguanto el aire, veo el verde blanquinoso y las púas, y el efecto que dicen que va bien para el pipí y hacerlos pedazos, secos, hacerlos té. Respiro otra vez, su «déu» me ha dejado de color rojo, y continúo por el camino fangoso al lado de los campos de vino. Los de Decathlon van hacia abajo, manchas frías entre los pinos pálidos y el verde este tan descolorido.

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Andar por lugares que no son calles es otro tipo de andar. No es ciudad, no puedo perderme. No puedo ponerme a andar y decidir más adelante adónde ir. Si ando demasiado, me encuentro fronteras de carreteras, entradas a bosques, campos privados o precipicios. No hay un amalgama socio-térmico de barrios para patear. No hay laberintos de capas históricas y semánticas, acumuladas verticalmente: hacia arriba, por bloques; y hacia abajo, por líneas de metro que lo conectan todo. Hay el Carrer Major y otras calles con nombres de santos.

Cuando termino el pueblo y empiezo a andar por la tierra, me paro. Me paro un momento para mirar a ambos lados si viene algún coche por la carretera que lo separa. Ando por caminos, no por calles. Cruzo carreteras, para continuar por los caminos. El pueblo no se puede pisar, y la montaña es un lugar falso, hay colores que la hacen ser, pero la tierra no es. La tierra no es, pero no por pérdida, por falta, es porque es demasiado consistente, es de alguien. Es pisada con un «mío». Cuando me pierdo, la falta no está nunca. Perderse no es pasar por lugares desconocidos, sinó por lugares que no tienen un «mío». Mi bosque. Mi trozo. El «mío» no me hace falta nunca. Yo hago bien mi potencia que es andar, y los caminos no los mato nunca con un «mío».

Tengo las bambas negras llenas de barro y una capa anaranjada las rodea. Mi tobillo lívido. Los pantalones negros. Cuando bajas hacia el pueblo el suelo es todo grafito gris, bajan arroyos donde puedes poner las bambas y ver como el color se va, como el barro se escapa con el agua. Mis tobillos lívidos.

Los de Decathlon-neón ya están en la carretera que separa el pueblo de los caminos. Las hojas están quietas. Los «déu» siempre terminan con la voz muy aguda, que las hojas se mueven. «Déu» con el principio grave por las piedras y el final agudo por los árboles. De lejos me verán todo caqui, rojo. Sus bambas Quechua bajan limpias, mientras el arroyo sigue limpiando de barro las mías. Podría resbalarme y matarme mientras las bambas se limpian en el arroyo de pizarra. Debajo hay el pueblo que no se mueve. Y como no se mueve, nadie tendría que dedicarle mucho tiempo, ya que este no dedica nada a los segundos que pasan fuera de sus márgenes. No mira hacia afuera, no mira más allá de la montañita de delante, la de la cruz. Y uno no tendría que mirarlo tampoco, porque no pasa nada, porque no se mueve. Lo quiero dilatar para que se caiga en un agujero negro, y a lo mejor así encuentre la luz fuera, o la busque más allá, montañas afuera, kilómetros lejos, pensamientos desiguales, espejos hechos añicos donde no pueda reflejarse.

El arroyo ha limpiado las suelas de mis bambas, pero el barro se ha quedado como un flotador a su alrededor, dejando un contorno de barro rojizo entre la tela negra.

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La cal pintada de rojo, encostrada, el mármol de la pila del lavabo antiguo y los cables que agujerean la roca por donde pasa la fibra. Me mareo del mareo que da gusto, de bajada de presión y cigarro sin experiencia. Podría estar en una peli de ciencia ficción. Sería igual, lásers fuera, y dentro todavía con las paredes de un metro de roca y la pintura roja que se desprende a trozos. La bombilla incandescente que cae de un hilo y la ventana pequeña de madera pintada de marrón oscuro. Fuera, los camisetas rojas gritan. No me he sentado nunca en un váter para hacer pipí que no fuera en casa o en casa de amigos. No entiendo como la gente puede sentarse. Siempre me aguanto a medio cuclillas y con las rodillas curvas justo para que los pantalones se me queden agarrados en el pliegue de las piernas y no se caigan al suelo asqueroso. Suena Rage Against the Machine y los camisetas cantan encima de la melodía, saltan palabras, gritan letras con ritmos que solo son significados. Es un canto de símbolos. Al tirar de la cadena, el agua de la cisterna me salpica. El espejo es pequeño y no hay suficiente luz, pero me miro, como a veces me miro de lejos con las cosas que reflejan. Que esté todo pintado de rojo, y la cal, me hace estar dentro más rato, o eso me parece. No sé por qué siempre hay tanta humedad caliente dentro, y fuera, la humedad fría de los suelos mojados, como si hubiera llovido. Fuera del lavabo, fuera del bar, fuera de la calle, fuera de aquí, habrá una tecnología estrepitosa. Una tecnología que ha interferido en todo menos en algunos paisajes cotidianos. Somos pesebres taladrados por objetos y fibras, así tenemos los miedos más nuevos y los antiguos, los simples pero profundos. La luz es amarilla y agradezco que no sea blanca de led.

Rage Against the Machine ha terminado justo al mismo tiempo que alguien ha llamado a la puerta. Me choco con un camiseta roja que está sudado y huele a birra y a hombre, y tiene la piel de la cara brillante de cantar a garganta abierta y mover los brazos. Entra y no cierra la puerta y yo salgo de ahí antes de escuchar como su pipí choca con la porcelana del váter. No quiero escuchar eso. No quiero que nadie me lo haga escuchar. Pongo un pie fuera y los brazos de la gente están extendidos. Los brazos extendidos y las manos cogiendo vasos, y paso por debajo de los vasos y veo como las gotitas de cerveza caen encima de sus camisetas, rojas, negras. Las rojas se humedecen en círculos que se ensanchan más oscuros y se vuelven granates. En las negras, acentúan su negro.

Ya no quedan brazos y llego donde está la chimenea encendida en invierno, y la puerta de madera que da al patio de atrás. Bajo las escaleras y ando por encima de las piedritas que sirven de suelo y hacen tanto ruido. Ahí la inglesa habla con un camiseta roja. Enseña los dientes al reír. Él no las enseña, pero mira las de ella. La inglesa se gira, me mira, me sonríe y continúa con el de la camiseta roja. Si me muevo, me escucharán, porque el suelo hace ruido, y me escucharán, seré demasiado presente. Si me quedo quieta, no emito ningún sonido hacia afuera, pero parezco imbécil. Me espero tres segundos, por si me hace caso, por si me hace una señal. Aguanto la respiración, y después pienso que tengo que hacer lo contrario, que si no me escucha, no me hará ninguna señal. Dejo ir el aire y doy un paso, doy otro, y ya estoy dentro del bar otra vez.

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La inglesa me está esperando fuera de la panadería, siempre me encuentra y siempre me espera como si ella no me encontrase y yo la buscase a ella. Da un saltito con los ojos y los hombros y me sonríe enseñando los dientes. Cuando ella estira los labios, se para y no dice nada.

«Ayer me quedé hasta muy tarde al final, vi que te fuiste». «Sí». «Te fuiste o te escapaste corriendo?»

Deja de estirar los labios, de enseñar los dientes. Es muy guapa, la inglesa, y los dientes los tiene blancos, para pasarles la lengua. La inglesa no dice «déu» ni viste de neón, ni camina por la no-montaña. Cuando estamos solas siempre me dice que es amiga mía.

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Cuando escapo, voy en tren, y cuando vuelvo, cojo el tren también. Si uno mira el tren desde arriba, es una línea con curvas y rectas, donde un rectángulo metálico va de un lado a otro. Va a un lado y vuelve, y la vuelta es una y también la otra.

La última vez que vine en el tren, todo el mundo iba medio dormido o con el móvil. Hay demasiadas paradas de pueblos con nombres absurdos, un par de metros de asfalto y, al fondo, una casa y un pino. Los bancos con adolescentes, abrigados con anoraks y a la espera. Todas las paradas son iguales y es fácil despistarse. El tren se queda un buen rato en cada una de las paradas y hay quien mira el asfalto, los pinos, el banco, y se olvida de las señales con los nombres de los pueblos. El tren hace «pi-pi-pi» y cierra las puertas, y los hombres dormidos salen corriendo y pulsan los botones de abrir, que los dejen salir.

Un hombre salió corriendo, pero la mochila se quedó dentro y nos levantamos dos y la cogimos, la mochila, y nos lanzamos encima de la puerta. La puerta no se abrió y el hombre dando golpes desde el otro lado, en el andén, y un tercero se juntó a la empresa del retorno de la mochila y pulsó la palanca para que el tren pare, manualmente. La puerta se abrió, el hombre de la mochila entró el brazo y nos la arrancó de los brazos y se fue hacia las casas y los tres pinos mal plantados, sin decir nada, ni gracias. La siguiente parada era la mía.

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Hago pipí y me seco con la hoja que antes paso por el pantalón, para quitarle el polvo. Mis genitales se secan y se sorprenden por el material. Es una hoja llena, translúcida. Se le puede clavar la uña.

Alguien ha cortado ramas y ha juntado pinocha y lo ha metido todo dentro de una bolsa de plástico negra industrial. Brilla bajo el sol al lado de un container. Alrededor quedan restos verdes y el plástico queda parado absorbiendo el sol que parece que se tenga que derretir. El poliestireno negro chupa todo el sol y se dilata y se expande y si lo tocase, puede que me dejara rastro de plástico derretido en los dedos, y se solidificara en mi mano, que está más fría.

El saco tiene un agujerito y sale el verde de pino, un verde increíble al lado del negro del plástico. Los pinos, los contenedores bajo los pinos, las bolsas al lado de los containers. Las bolsas con pinos talados dentro, al lado de los pinos enteros, a lo mejor ya podados. Y la pinocha que cae encima del plástico, que, ahora sin sol, es duro y no se dilata, y la pinocha resbala por el poliestireno hasta el suelo asfaltado al lado de las rueditas de los contenedores.

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Estos bosques no son bosques, ni esto es montaña. Los pastores no pueden pasar por ningún sitio porque aunque no haya cercas, la montaña está toda a trozos. De tal, de cual. Él se los sabe todos, los nombres de los trozos. Tal y cual que no van nunca, pero hay preocupación de vez en cuando, que las ramas, que está todo lleno de marrón, la madera por el suelo, el fuego que se puede encender, los conos reventados. Los trozos son tierra comprada, propiedad. La función del trozo era ponerlo a producir; ahora, no dejar hacer. Lo que ahora son bosques, antes era campo. Para no bajar nunca al trozo, para tener esa cosa, esa pieza, ese terreno ahí, ahí arriba o ahí abajo. Los trozos comprados de las montañas eran huertos, eran maleza, eran terreno, pero bosques y montaña no lo son nunca.

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Cae el sol y pongo la cara de frente para que la caliente sin quemarla ni hacerle manchas. El rojo del sol de tarde me deja el globo ocular naranja y la vista se expande con reflejos. Es terciopelo. Cuando todo es terciopelo se tiene que volver a ser distintos materiales, varias superficies.

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El rojo y el negro se encuentran por todos lados. En las camisetas, en las noches. En el bar del pueblo vuelve a sonar Rage Against the Machine. Huele a birra y su color dorado se mezcla en el bar. Los chicos son hombres calvos. Las mujeres, jóvenes o con las mudas de cuando eran jóvenes. Solo son hombres y mujeres, soy invisible. Se tiene que ir ya salido, al bar, te tienen que gustar cosas, el fútbol. Huele a birra y también a cosa roja. Son los camisetas rojas. El pueblo no se mueve y los camisetas rojas tampoco. Los camisetas rojas que se curvan al sentarse sobre taburetes de barra.

El rojo y el negro se encuentran por todos lados. También son los que dejan rastro; el negro del arroz se arrastra hasta los excrementos y se tiene que aprender que la sangre se lava en frío si quieres que se vaya. La misoginia de la izquierda va vestida de Quechua, tiene bolsillos en los laterales. El acceso a la tierra ha estado condicionado por comportamientos sexuales. La tierra cambia de artículo y solo se aplica la cortesía de la comprensión «de lxs otrxs» sin traquetear la supuesta creencia universal. Añaden un nuevo estante de las diferencias en el armario, pero no salen nunca, se quedan dentro con estantes incorporados en la estructura.

Entre el rojo de la piel del pastor y el de las camisetas hay un trozo. Si entorno los ojos, la piel del pastor me vibra en la memoria más que la camiseta roja. Si entorno los ojos, la piel va a más o a menos, varía, se curte, envejece, se pone más roja, quemada. La camiseta se desgasta en mi memoria.

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Es la fiesta mayor de Carme.

Hay camisetas rojas y negras y chicas adolescentes con el pelo largo en grupos de entre tres y cinco, cogidas de los brazos, entrelazando los codos.

Claudia Pagès es artista y publica y circula textos a través de performances, lecturas sónicas, publicaciones de libros e instalaciones.

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