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Una pieza de Alex Reynolds para un único espectador

Magazine

12 septiembre 2011

Una pieza de Alex Reynolds para un único espectador

La creación de situaciones fílmicas para contextos reales conlleva que la práctica de la performance active miedos atávicos, pregunte sobre nuestro contexto y nos deje, como usuarios, frente a un mar de dudas sobre la comunicación, la verdad, la narración o nuestra fragilidad. Frederic Montornés participa en «Te oímos beber» y cuenta, en primera persona, sus reacciones


Un día recibí un email conteniendo información acerca de una exposición. El mensaje decía lo siguiente: “una pieza de Alex Reynolds para un único espectador”. Más que una exposición, debía tratarse de una acción, una performance. Debo confesar que la idea de participar en algo que sólo se hiciera para un único espectador, me cautivó de inmediato. Pensé que cuando uno va a ver una exposición siempre se ve obligado a compartirla con los demás. Unas veces con conocidos, otras no. Participar en algo donde nada de esto sucediera y que, además, no podría comentar con nadie, me intrigó desde el principio.

Sin esperar ni un solo día –la posibilidad de quedarme fuera hizo que me apresurara- me anoté como candidato siguiendo las instrucciones que se me daban. Y una vez hecho, sólo cabía esperar.

Sabía que el artífice de esta obra producida por Barcelona Producció 2011 –es decir, La Capella-, era Alex Reynolds, una artista de la que hacía poco había podido experimentar otra de sus propuestas. Se trataba de una obra que, concebida para dos personas y a la manera de un audio guía, conseguía que al final del recorrido por el espacio de exposición, ambas se encontraran en un mismo punto después de haber vivido experiencias muy distintas. Pero esto era muy distinto. Ni el título de la propuesta, un críptico «Te oímos beber», me permitía adivinar qué se escondía detrás de esta propuesta.

Me olvidé del tema hasta que al cabo de un mes recibí un email comunicándome que me habían seleccionado. También me preguntaban cuál de los dos días que proponían me iba mejor así como también qué franja horaria. Este mensaje lo firmaba un tal Juan. Ni rastro ya de Alex.

A la posibilidad de acudir a un acto que sólo se hiciera para un único espectador, empecé a notar que se le iba sumando algo que, como el tiempo, a veces es muy difícil describir. Empecé a tomar conciencia de que aunque la pieza hubiera sido prevista para finales de mayo o principios de junio, en realidad había empezado el día en que respondí el primer email. Cada vez que pensaba en ello me invadía una extraña sensación. No sé, como si jugaran conmigo, como si les hubiera dado la llave para que hicieran conmigo lo que quisieran. Y ya no sólo Alex. También ese Juan al que todavía no le pongo cara. De modo que eran dos o más los que estaban al otro lado moviendo los hilos de algo que desconocía y que me atañía directamente.

Un mes después recibí otro email pidiéndome que confirmara día y hora. Respondí lo que se me pedía y al cabo de cinco días me escribieron de nuevo informándome dónde tenía que ir. También lo que tenía que hacer: seguir a Carmen en todo momento, durante aproximadamente una hora, el tiempo previsto de duración de la pieza. Me olvidé de Carmen. Un detalle que, por lo que supe después, era tan claro y preciso como imprescindible para el devenir de la pieza. Pero no lamenté mi torpeza. Es más, la introduje en la historia hasta el punto de permitir la entrada al personaje que se iba a comunicar conmigo. Vía sms y, como no, llamado Juan.

Llegué al lugar previsto con quince minutos de antelación. Y eso fue lo que sucedió: a través de un sms Juan me dice que regrese un poco más tarde puesto que hacerlo en aquel momento podría ser peligroso. Pensé: ¡Parece que no era poca la intriga y me administran otra dosis!. ¿Dónde me había metido?, ¿qué (me) iba a suceder? Sólo sabía que ya era tarde para echarme atrás. Debía seguir hasta el final. Pasara lo que pasara. Y otra cosa: intuí que, a partir de aquel momento, iba a ser observado. Verían lo que estaba haciendo sin que yo pudiera verlos. De modo que, a la vez que me habían invitado a participar en algo que se hacía sólo para mi, yo los convertía en los espectadores de la obra que Alex Reynolds (también) había concebido para un único actor.

A la hora acordada, me acerco al portal siguiendo instrucciones y llamo al piso que se me dice. Se abre la puerta, subo en ascensor y al llegar al piso veo que la puerta del piso está abierta. Entro, saludo, nadie responde y me dirijo hacia el final del piso mirándolo todo como si se tratara de una exposición. Buscaba algo que no iba a encontrar. Todo era normal, muy normal. Salvo una cosa: el cable del teléfono que había encima de la mesa salía de una puerta cerrada a cal y canto…

Sin nada que hacer, me senté en el sofá a la espera de que algo sucediera. Puse en marcha el tocadiscos para escuchar el vinilo que estaba puesto: creo que la banda sonora de Ciudadano Kane. No tardé en sacarlo. Y probé el otro de los dos discos que había: música de jazz. Aunque sabía que no lo iba a conseguir, necesitaba sentirme como en casa o cuanto menos, en un lugar conocido. Por eso me apropié de aquel lugar haciendo lo único que podía hacer: decidiendo la música que quería escuchar.

Al reparar que me había dejado la puerta abierta, me levanté para cerrarla. Y al poco rato, oí que la puerta se abría y que alguien entraba. Lo primero que vi fue un impresionante perro negro seguido de una persona que, a juzgar por el asa, sospeché que era ciega. Una vez dentro del piso –su piso- se comportó como si en su interior no hubiera nadie. Como si yo fuera invisible… De nada sirvió que la saludara. Tras despojarse de lo que llevaba y dirigirse al baño, lo único que sentía era la mirada del perro sentado a mis pies. Estando todavía en el baño, sonó el teléfono. Ella salió del baño para responder. Un poco alterada por la extraña conversación que inició sobre un tal Juan, la ciega cambió la música siguiendo las instrucciones que le daban –no me cabía la menor duda: me estaban observando-, se hizo con un plano que halló en uno de los cajones de la cocina y después de cambiarse salió del apartamento en busca de no se sabe qué. Antes de salir, Carmen se aseguró de haber cogido un revólver… Y abandonó el piso dejándome dentro y sin saber que hacer.

Juan me tuvo que recordar vía sms que tenía que seguir a Carmen en todo momento. Bajé a la calle con el fin de unirme a ella y a su perro. Cruzamos juntos un par de calles cuando de pronto un taxi se paró y Carmen se montó en él. Al cabo de un rato –y, una vez más, la asistencia vía sms de Juan recordándome lo que tenía que hacer- me monté en el mismo taxi. Sin apenas darme cuenta abandonamos un barrio que, pese a no resultarme demasiado familiar, dejó de ser el escenario en el que hasta entonces todo transcurría. Ahora el escenario se ampliaba a la ciudad; también las posibilidades de cuánto pudiera suceder… Sentí que perdía el control de una situación que jamás controlé. Recordé que era el sujeto de una acción “hecha sólo para mí”. También de una acción representada por mí.

Sin previo aviso, el taxi se detuvo en una esquina. Por la puerta en la que yo estaba entró una invidente, amiga de Carmen, con la que inició una conversación que alcanzó tintes de melodrama al mencionar el nombre de un personaje que, sin apenas haber visto, ya empezaba a conocer: Juan. La conversación terminó cuando Carmen instigó a la otra ciega a bajarse del taxi para seguir con un propósito que yo desconocía por completo. El escenario cambió de nuevo y amplió su espacio más allá de los límites de la ciudad.

Salimos de Barcelona por la ronda litoral en dirección hacia un lugar en el que nunca había estado. Solo el recuerdo de lo qué fue ese lugar, hizo que me preguntara de nuevo qué estaba haciendo yo allí. En uno de los lugares más inhóspitos de la ciudad, cerca del muelle de carga del puerto y sin ningún ser humano a la vista, el taxi se detuvo indicándole a Carmen que había llegado al lugar indicado. Ella se bajó y yo tras ella. Y como dos pasmarotes nos quedamos Carmen y yo, uno junto al otro, esperando a que alguien o algo nos indicaran qué debíamos hacer. Esperábamos instrucciones. Como quien aparece de la nada, se acercó a nosotros un personaje del que, antes de hablar, ya empecé a dudar si era un actor o efectivamente un habitante de la zona. Sin cruzar apenas una palabra con nosotros empezó una suerte de monólogo alrededor de sus dotes de psicomorfólogo, a saber, la ciencia –dijo- que estudia la psique a partir de la fisonomía. Para esa suerte de disertación a la que yo –confieso- le prestaba poca atención por temor a que Carmen me abandonara allí mismo, se sirvió de fotografías de periódicos y de una labia que ya quisieran para si más de un comisario de exposiciones. Absorto entre aquella perorata, el escenario en el que me hallaba bajo del puente de la ronda del litoral y la imagen de Carmen y su perro esperando no-se-sabe-qué, sonó el teléfono de Carmen. Al terminar la conversación, vi que se precitaba hacia la vía del tren con el fin de cruzarla. Fue entonces cuando percibí que, al otro lado de la vía, esperaban tres personajes: uno dentro de un coche y dos fuera. Abandoné al psicomorfólogo para adherirme a Carmen como una garrapata. Ya no podía olvidar que debía seguirla en todo momento.

Al reunirse con el grupo supe que uno de ellos (invidente también) era Juan y que entre los dos había existido algo que, a juzgar por el tono de sus voces, no creí que pudiera terminar bien. Y así fue. Tras un momento de reencuentro romántico teñido de telenovela, la cosa se encendió y antes de que el segundo invidente se uniera a la pareja, se oyeron unos disparos que terminaron con la vida de todos. No daba crédito a lo que acababa de presenciar. Una matanza de juguete en un lugar inhóspito. Y sin poder contárselo a nadie!. Y más solo que la una… hasta que, como quien no quiere la cosa, se levantaron del suelo, comentaron la jugada, se montaron en el coche y, tras prohibirme entrar en él, se marcharon montaña arriba dejándome solo debajo de aquel puente y sin saber cómo regresar.

Hice lo que cualquiera hubiera hecho: deshacer mis pasos. A mitad de recorrido, un coche frena junto a mi rodilla y su conductor, sumamente alterado, me insta a montar en él. En menos del tiempo que tardo en reaccionar, no alcanzo a adivinar la velocidad a la que vamos. Sólo sé que si hasta aquel momento podía haber dejado aquello en cualquier fase del proyecto, ahora ni tan siquiera me podía apear del coche. A menos que quisiera morir. A la misma velocidad que iba el coche, hablaba su conductor: el psicomorfólogo otra vez. Que siguió y siguió con su perorata hasta alcanzar la parte trasera de las Atarazanas y, cortando de repente su discurso, me dice que me apee. A lo que no me puedo negar. De modo que le hago caso, bajo del coche y veo que se va.

Y allí me quedé yo hasta que al cabo de una media hora y sin que nada pasara, ni nadie me dijera nada o Juan me mandara un sms, pensé que quizás había llegado el momento de abandonar aquel lugar. Por mucho que me sintiera observado, aquello ya no era lo mismo. Ni el mismo teatro, ni el mismo cine. Era el transcurso normal de la vida. Y sus personajes, personas que pasaban junto mi y que quizá no entendían porqué los miraba de un modo especial. O qué hacía yo apoyado en el tronco de un árbol tan anónimo y perdido como aquel en el que me dejaron.

Cuando Frederic Montornés obtiene su licenciatura en Historia del Arte por la Universidad de Barcelona, lo único que tiene claro es su deseo de centrarse activamente en el análisis de las prácticas artísticas que le permiten acercarse al arte desde la propia experiencia. También colecciona sombreros para caballero de la talla 57, práctica iniciada a los 15 años como homenaje a aquel Ocaña que veía pasear por Las Ramblas.

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