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You should be listening

Magazine

09 julio 2013
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You should be listening


Hubo un tiempo en el cual el sonido se presentaba (o mejor dicho, lo presentaban algunos, unos cuántos, quizás bastantes, al menos los suficientes para crear una corriente) como réplica y acicate contra una cultura, prácticas artísticas incluídas, dominada por la hegemonía de la visión. No por casualidad la vista sigue siendo el sentido privilegiado de la mayor parte de la experiencia (estética) humana. Y la visibilidad, entre máxima y exigencia, se ha convertido en una suerte de despotismo lustrado.

Eran tiempos aquellos, allá a finales de los años 90 y principios del siglo XXI, para diversos y pertinentes rescates conceptuales de un pasado legitimador que otorgase un sentido reflexivo a toda una oleada de prácticas artísticas que hacían del sonido su principal materia prima. Se hablaba (más bien se releía) de Luigi Russolo y su “Manifesto dei rumori”; se citaba (más bien se recuperaba) el una vez heterodoxo movimiento Fluxus; se celebraba (más bien se ponderaba) la cultura dj como un nuevo espejo en el que mirarse esperando divisar, con las vista pero también con el oído, un nuevo relato en el que identificarse. Eran tiempos de exaltación de lo viejo reconvertido en nuevo. Y del presente transfigurado en un futuro que nunca sucedió como se pensaba en pretérito.

Han pasado varios años y, aunque el arte sonoro parece una categoría añeja, venida a menos –pensando sobre todo en exposiciones como Lost in Sound en el CGAC o Proceso Sónico en el MACBA y en el Centro George Pompidou, recordando con cierta añoranza festivales como Zèppelin en el CCCB, invocando la rebeldía perdida del techno y otros géneros de música electrónica en unos textos que ya no conmueven a un lector atento sus oídos- la experiencia y la experimentación sonoras son algo en lo que, desde el arte –más desde la música-, se sigue trabajando. Pero lejos quedan el elogio y las ovaciones de hace más de una década, al menos las del contexto general del arte contemporáneo.

Sirva como ejemplo de su presencia actual ‘11 Canciones para Anita’, la presentación de proyectos finales de los alumnos del Máster en Arte Sonoro de la Universidad de Barcelona. Repartidos por varios espacios de Hangar durante un día, a modo de concierto diseminado y por fracciones, 11 Canciones para Anita para algunos –aquellos espectadores del otro lado del espejo, el de las cuestionablemente llamadas artes visuales- funciona como una incursión en un territorio, sino desconocido, un tanto ignorado desde unas corrientes de pensamiento en torno a la experiencia artística que priorizan el entendimiento por encima de la visión y sus posibles desviaciones hacia el fasto de lo espectacular.

Sucede con el arte sonoro, cuando no se es especialista en música o ciertas cuestiones técnicas y tecnológicas, que uno se siente en un presente continuo. Que, como espectadores intermitentes practicando la tan solicitada injerencia, se presiente una cierta reiteración en las ¿formas? sonoras y su experiencia – unida al eco manierista de los comienzos- en diferentes proyectos y diferentes artistas en diferentes lugares y momentos. Sucede también que es difícil, sino imposible aún cerrando literalmente los ojos, escapar a la autocracia de la vista o del entendimiento y uno termina seducido por trabajos como ‘You should be dancing‘ de Felipe Vaz, una performance centrada en la distorsión por ralentización de un hit cinematográfico (la coreografía de John Travolta acompañada por la música de Bee Gees). O por proyectos que inducen a una alteridad animal, como ‘A vuelo de pájaro‘ de Mauricio Iregui, donde se construye la posible percepción sonora de un ave sobrevolando La Rambla de Barcelona. Pero sucede además que, sea donde sea, en materia de arte, siempre emerge lo vacilante de la terminología y la operatividad del etiquetado estético, pues ¿qué distingue una performance sonora de un concierto de música –discutiblemente llamada- experimental? Problemáticas contextuales y demás dilemas intelectuales aparte, eso que llamamos arte sonoro es capaz de generar estimulación acústica y cierta clausura del intelecto ocular. Aunque, así como vamos a ver conciertos, vayamos a ver arte sonoro.

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