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¿Qué crítica?

Magazine

06 febrero 2006

¿Qué crítica?

Con la felicidad que caracterizaba los años ochenta, tan suntuosos, la estética conservadora -¿acaso podría haber otra?- desarrolló de un modo muy sibilino la mejor de las estrategias para narcotizar cualquier tentativa de discurso crítico; se trataba de tolerarlo amistosamente junto a una panoplia múltiple de otros posibles discursos.


En efecto, al permitir un cierto margen de maniobra a cualquier cosa, pues ocurre precisamente eso, que lo permitido en cuestión queda reducido a cualquier cosa; dicho de otro modo, si todo es susceptible de interés, nada es especialmente interesante, así que viva el pluralismo y el relativismo que es donde, además, más y mejor puede desarrollarse el hambriento mercado.

Desde entonces estamos sometidos a una compleja situación que nos obliga a tener que pronunciarnos a diario. A cada paso estamos obligados a repudiar la apología ciega de la tolerancia -siempre hegemónica al practicar el gesto de su concesión- y a añadir que ello no supone la defensa de ningún fundamentalismo y que, por paradójico que pueda parecer, nuestra intención con esa misma crítica al pluralismo es la de militar exclusivamente en el más puro escepticismo. Ahí, en esta encrucijada, es donde reside uno de los más espesos meollos de la cuestión.

La crítica tiene la función y la capacidad de informar, orientar y valorar… Junto a esta crítica notable, heredera del mejor espíritu ilustrado, rumorean otros modos de literatura crítica

En efecto, cualquier sujeto mínimamente consciente de los trajines que conlleva la experiencia contemporánea -aquella en la que las grandes preguntas sólo tienen sentido por su inevitabilidad pero jamás por sus erróneas respuestas- no puede más que aceptar que su experiencia está inevitablemente compuesta por un andrajo de contradicciones. Por ejemplo: tan pronto uno se siente libre para elegir cualquier objeto de consumo como se siente oprimido por la indigencia epistemológica que eso mismo supone. ¿Quién podría orientarme ante la aparente posibilidad de poder elegir con total libertad entre el tipo de prácticas sexuales, confesiones, dentífricos o géneros literarios? Sin duda alguna, es casi siempre mayor el desasosiego producido por el temor a haber escogido mal –lo que sea- que la escueta felicidad de disfrutar de lo elegido. No hay más cera que la que arde y esta es la dosis de consciencia y resignación necesarias para soportar esta especie de antagonismos naturales.

La cuestión es que en la vorágine de esta coyuntura tan nuestra, la pensatividad contemporánea se ha manifestado en reíteradas ocasiones a favor de lo que han llamado el paradigma estético, esto es -digo yo-la conversión de la experiencia estética en modelo de existencia. La invitación es sospechosa pero suficientemente amable como para triunfar, así que mejor será prestarse a analizarla con el mayor espíritu crítico posible. De un lado, el núcleo de la proposición viene a plantear, con lucidez, la posibilidad de desarrollar un tipo de experiencia ante lo cultural que sea verdaderamente formativa. Y esto no significa la absurda acumulación de conocimiento exquisito, sino la efectiva instrucción sobre: la ausencia de verdad. ¿Acaso alguien está en condiciones de resolver satisfactoriamente si es depositario de mayor grado de verdad Cézanne que Coco Fusco, o Rembrandt que Malevic? Esta es, decíamos -dicen- la gran lección del arte; gracias a la verdadera experiencia estética nos percatamos de la ausencia de valores categóricos y universales y nos educamos, por activa, en la aceptación de la multiplicidad y relatividad de toda verdad. Por el arte, el sujeto contemporáneo, según los argumentos planteados más arriba, estaría pues en condiciones de ingresar en una situación contemporánea suficientemente equipado y preparado.

Nuestra intención con la crítica al pluralismo es militar exclusivamente en el más puro escepticismo

El paradigma estético es pues lo que nos permite soportar buena parte de la insoportable levedad del ser, así que lo aconsejable es cultivarse y acrecentar nuestra relación con lo artístico más allá de las mañanas dominicales. A más experiencia estética más consciencia de contemporaneidad; la hipoteca parece asumible dada esta garantía de beneficios finales. Sólo una pequeña sombra podría dar al traste con tan laboriosa operación: la posibilidad de equivocar el arte que ha de ser consumido (por ejemplo, ¿esta película de moda?). La verdad es que este peligro era previsible pues, a pesar que el arte pueda acabar por instruirnos ante la gran dificultad epistemológica, nadie, de momento, nos dice cómo aproximarnos al arte cuando todavía somos indigentes mentales. Esto requiere de una solución inmediata, no vaya a ser que todo el mercado que habíamos creado con esa proliferación de consumo cultural se vaya al traste en un simple santiamén.

La solución -o coartada- es, según dicen, la crítica. Ella es, como sabe todo el mundo, quien tiene la función y la capacidad de informar, orientar y valorar. Así fue como surgió en la aurora de la modernidad y así debe ser hasta el declive de la misma. Hay quien asegura que eso no fue siempre así; que en realidad la crítica era el modo, el medio y el lugar por el cual la esfera pública podía pronunciarse ante las narrativas lanzadas por las estructuras hegemónicas, pero todo esto, como puede comprobarse por el tinte de la terminología utilizada, no es más que marxismo trasnochado. La crítica es el filtro que va a permitirnos serenar nuestro consumo y no quién nos llamará a levantar efímeras trincheras. Aquello que deseábamos, el disponer de un garante que nos permita una feliz experiencia estética, sólo puede ejercerlo esta crítica tradicional y convencional o, mejor dicho, esta gran disciplina ilustrada. Gracias a la crítica y por ella -y por lo expuesto, casi más que por el arte mismo- el sujeto contemporáneo puede ya insuflarse de contemporaneidad. No es pues de extrañar que el espacio de lo cultural crezca en este mundo nuestro de una forma tan espectacular. No hay entidad financiera que se precie que no se esfuerce en facilitarnos situaciones estéticas gracias a la actividad de sus fundaciones. No hay medio de comunicación medianamente sensato que no se preste a duplicar el espacio dedicado a la ingente industria cultural. En todos estos frentes y muchos más, la crítica podrá educarnos en el pluralismo y la tolerancia y, gracias a sus inestimables lecciones, podremos adquirir carta de contemporaneidad al mismo tiempo que, con seguridad, no malgastaremos ni nuestro tiempo ni nuestro dinero.

… Sólo hay otro pequeño, casi imperceptible problema. Junto a esta crítica notable, heredera del mejor espíritu ilustrado, y sin necesidad tampoco de invocar retóricas trotskistas, en alguna parte -desde un rincón periférico utilizado de forma ocasional por una comunidad determinada hasta la comunicación por el ciberespacio- rumorean otros modos de literatura crítica; siempre son ruidos casi ininteligibles, pero otros al fin y al cabo… así que, ¿quién podría orientarme ahora ante la posibilidad de prestar mi oído a esa otra cosa?

 

Martí Peran es crítico de arte, profesor de la Universidad de Barcelona

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