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Los efectos materiales del paso del tiempo. Entrevista a Martin Llavaneras

Magazine

16 octubre 2017
Tema del Mes: LongevidadEditor/a Residente: A*DESK

Los efectos materiales del paso del tiempo. Entrevista a Martin Llavaneras

Este verano, Martin Llavaneras (Lleida, 1983) levantaba una suerte de cámara hipóxica llena de manzanas, aspersores, arcillas, fermentos y diversos objetos en el Espai13 de la Fundació Joan Miró. Era el resultado de Fruit Belt, un ensayo conceptual y escultórico que cerraba el ciclo “Un pie fuera. Expediciones y diásporas”, comisariado por Jordi Antas para la temporada 2016-2017. Mediante la investigación de las técnicas de poscosecha y el control de atmósferas, la propuesta abordaba conceptos como la longevidad o la senescencia, al tiempo que reflexionaba en torno a cuestiones como la conservación de la propia obra de arte, o las relaciones e interdependencias humanas con los artefactos tecnológicos y los procesos de la materia. En esta conversación retomamos momentos de maduración de un proyecto que, además, ha resultado ganador del Premi Artnou.

Antes de nada, a ti te gusta puntualizar que Fruit Belt atiende al concepto de longevidad, pero también al de senescencia. ¿Cuál es la diferencia?

Digamos que ambos conceptos comparten un marco común, algo así como “el paso del tiempo” y sus “efectos materiales”. Sin embargo, la idea de senescencia, por ejemplo, contempla que una estructura es un estado organizativo temporal; no hay fin en sí misma, puesto que el mismo flujo material, aquello que tiende a su estructuración, está programado para descomponerse. La noción de longevidad, a mi entender, acota esa constante oxidativa de la materia y la conecta con parámetros de control y racionalización temporal. En ambos casos, son nociones que atraviesan las constantes tensiones entre lo cultural, lo biológico y tecnológico, y que sintetizan el marco discursivo que plantea Fruit Belt.

Decía Tetsuro Watsuji que “cuando el ser humano se descubre a sí mismo, está ya bajo el condicionamiento ambiental. Las diversas circunstancias ambientales corresponden a diversas mane-ras de autocomprensión”. Y Jane Bennet habla de estas “circunstancias ambientales” como la insistencia de las cosas por imponer sus modos a los seres humanos y, con ello, invita a incluir la agencia de las fuerzas no humanas –las que operan en la naturaleza, en el cuerpo y en los artefactos– en consideración ética porque tales fuerzas no humanas nunca dejan de reaccionar al daño que se les infringe y, por lo tanto, son parte de la escena política. Desde la perspectiva inmanente, interdependiente y materialista que se abre tras la cancelación de la división naturaleza-cultura, ¿cómo entiendes en tu práctica artística la relación con los artefactos tecnológicos?

Para mí la tecnología es fundamentalmente ambivalente, y eso es lo que más me interesa, puesto que demanda un agenciamiento, aporta la solución al tiempo que desarrolla el problema. En el caso de la instalación, por ejemplo, vemos grupos de manzanas en diferentes estados de conservación. Muchas de estas manzanas están dentro de bolsas de plástico (de atmósfera modificada), especialmente diseñadas para alargar el tiempo de vida comercial de las frutas. Esta técnica de control atmosférico (que consiste en alterar la respiración de los frutos y ralentizar su proceso de maduración) representa un avance tecnológico en el proceso de manipulación de la fruta. Mientras que este avance tecnológico ha permitido sustituir el uso de químicos conservantes agresivos gracias al control metabólico del fruto, a su vez ha posibilitado una fuerte expansión hacia nuevos mercados. La exposición trata de unir estas contradicciones: un producto “libre de pesticidas” en conexión al transporte globalizado de materias primas; manipular la composición de gases que conservan un fruto y adicionar combustibles fósiles a la atmósfera planetaria. En este sentido, ya pensando en la instalación del Espai 13, creí interesante una intervención en la que el espectador pudiera circular por esas contradicciones, al mismo tiempo que se producía la optimización de recursos, había desgaste, pérdidas y fugas.

 

Cuéntame un poco más sobre cómo surge el proyecto. ¿De dónde nace tu interés por trabajar estas técnicas?

Un condicionante importante ha sido trasladar mi taller a un terreno familiar. Esto me ha permitido trabajar al aire libre y experimentar con otros formatos. Durante meses he estado expuesto a las variables atmosféricas, climáticas, estacionales, cambios de luz, humedad, etc. Desde un prin-cipio, sabía que quería producir piezas orgánicas y, a poder ser, con materias primas de nuestra base alimentaria. Imaginaba esculturas de azúcar extraído de la pulpa de las manzanas. Paralelamente, durante meses estuve entrevistándome con ingenieros de alimentación, técnicos en conservación de frutas, proveedores, etc. Fue así cómo, poco a poco, empecé a enfocar la noción de oxidación y a perfeccionar la técnica de la caramelización (la oxidación del azúcar).

¿Cuál es para ti la relación entre las condiciones biológicas y la experiencia estética? ¿Había una intención estética en la descomposición de ciertos elementos en relación a la durabilidad de otros?

Digamos que de forma visible lo que he hecho ha sido introducir materiales “vivos” dentro del proceso artístico, lo cual implica incorporar otros “tiempos”, los propios de las transformaciones fisiológicas, como un agente más que moldea los resultados. Se trata más bien del flujo de materiales que de elementos estáticos fijados, algo que afecta a las decisiones propias de la escultura, para mí, más cercanas a imágenes móviles y sensaciones perecederas que a puntos de vista esta-bles, relaciones de escala o ensamblaje.

En este sentido pensaba que era interesante una intervención en la que el espectador pudiera circular por esas contradicciones. Hacerlo, sin embargo, de una forma atmosférica, apelando tanto a la epidermis (al cuerpo entero) como al intelecto. De ahí que el olor, el caramelo licuado, los flujos de líquido y la propia putrefacción se activen mediante temporizadores, bombas de agua, nebulizadores; y el conjunto de todos elementos funciona como un todo escultórico. No veo la diferencia entre un artefacto tecnológico y una sensación, al igual que no la veo entre una idea y un material. Creo que tiene que ver con tejer y conectar capas, y no con situar ningún elemento por encima de otro. El hecho de trasladar mi taller a un terreno rural que comparto con mi familia, en el cual se conectan actividades productivas como la siembra y recolección con mi trabajo escultórico, ha sido determinante.

Fruit Belt arroja una interesante vuelta de tuerca en torno a lo efímero y la conservación de la instalación artística, donde el único elemento verdaderamente duradero es el cambio, el proceso y la transformación misma, evocando una posibilidad que se convertía en emergencia: la de estar abiertos a una amplia gama de tácticas de preservación, y ser creativos y flexibles en la combinación y la adaptación a los materiales y el contexto. ¿Cómo fue ese proceso?

El resultado ha estado muy marcado por la negociación con el espacio y los técnicos de conservación de la Fundació, lo cual encajó el proyecto en un contexto real. A pesar de tener muy claro el “tono” general de la exposición, los elementos no se fijaron hasta el último momento, incluso una vez inaugurada la exposición, fui rectificando y ajustando algunos, en la medida en que se iban expandiendo por la sala. En su génesis, mi proyecto consistía en una serie de ventiladores industriales que iban a nebulizar una disolución de extractos de plantas. La idea era que el olor de estos fermentos circulara por los canales de ventilación del Espai 13 y se infiltraran en la ventilación general de la Fundació, conectando así una tecnología de fabricación no industrial con las narices de los visitantes -teniendo a la obra de Miró como espectador de ese proceso. La idea no progresó por la dificultad de evaluar la afectación de millones de partículas de microorganismos transitando por toda la colección.

En el capitalismo neoliberal hoy dominante solo parece tener valor económico aquello que pue-de expresarse en términos estrictamente monetarios. Pero hay procesos como la polinización, el ciclo del agua, el de la capa de ozono o la oxidación que son esenciales para la vida y que no pueden (o más bien, no deberían poder) ser medidos en estos términos. Está claro que a la teo-ría y a la praxis política, entendidas en términos críticos, les falta mucho por hacer en el reconocimiento de la participación activa de las fuerzas no humanas en cada proceso. Y aquí son fundamentalmente los aportes del ecofeminismo materialista y posthumano los que están llevando a cabo una importante revisión, al poner en relieve procesos rizomáticos donde la perspectiva antropocéntrica es sustituida por la necesidad de pensar devenires en constante mutación. Desde el arte, ¿piensas que es posible convocar conceptos que nos aproximen a estas procesualidades materialmente híbridas? ¿De qué manera?

Mi opinión es que el arte es un espacio con cierta autonomía o, al menos, me gusta pensarlo así en cuanto al ejercicio del “hacer”. El trasvase de contenidos y procedimientos entre disciplinas es fundamental y creo que existirá siempre. Sin embargo, lo interesante de la práctica artística es su utilidad a la hora de sintetizar y conectar cantidad de matices; de la reflexión inconsciente a la praxis de lo teórico, pasando, si hace falta, por el capricho y lo bello. Esta singularidad habla mucho de las fisuras del tiempo actual -una experiencia vital cada vez más colapsada por la información- pero también de sus demandas, y de la necesidad de órganos para filtrar, descomponer y abonar esos contenidos. Así entiendo al menos la escultura, un proceso crítico y plástico en torno al pensamiento, los materiales, su flujo, estabilidad, circulación.

Carolina Jiménez es comisaria e investigadora.

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