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La recuperación de la obra de artistas mayores, olvidados, vivos o muertos, se ha convertido en un fenómeno al alza en el mundo del arte. A nadie se le escapa que este tipo de operaciones son fruto de la razón económica, cuya fuerza influye y consolida las dinámicas e interacciones entre los distintos agentes del sistema del arte. A veces, la inclusión de este tipo de artistas en muestras, bienales y documentas responde también a un interés académico y curatorial y se usa para profundizar, apuntalar o cuestionar genealogías y así poder trazar historias jamás contadas. Puede leerse además como un fenómeno vinculado a las revisiones críticas de exposiciones clave en la historia del arte reciente, tan en boga en los últimos años [1]. Y, por último, como una reflexión sobre los modos de distribución y visualización actuales y sobre aquellas concepciones del tiempo en un momento de profunda transformación global.
A nivel comercial, la recuperación de artistas ha ganado presencia y aprecio en el mercado del arte, en un momento de gran incertidumbre mundial. Hablamos de productos de bajo riesgo, puesto que al tratarse de artistas mayores, su obra es casi limitada y con mucha seguridad aumentará de valor en poco tiempo, a medida que estos vayan desapareciendo. Es por tanto esencial que estos artistas estén establecidos dentro de los cánones académicos y que obtengan un cierto reconocimiento antes de su traspaso. En línea con esta situación, se han creado estructuras comerciales para atender a las necesidades de estas operaciones, ampliando el negocio de la administración de legados. Un ejemplo de este cambio de tendencia lo personifica Andrea Rosen, quien cerró su galería la primavera pasada para dedicarse en exclusiva a este tipo de mercado. Es la riqueza que nos dan los muertos, resucitados a cada transacción.
Aunque este mercado es difícil de cuantificar, hay que apuntar cómo en los últimos años han surgido espacios especializados como Spotlight, una sección de Frieze dedicada a artistas que tuvieron su primera exposición individual antes de 1970 y que ha tenido mucho éxito en sus ediciones recientes en Londres y Nueva York. Por si pueden servir, aquí algunos datos de Art Basel [2] sobre el año pasado: el arte de post-guerra y contemporáneo sigue representando más de la mitad del mercado, pero continúa a la baja desde 2014. Más acusada es la caída del arte moderno, que disminuye un 43% respecto al año anterior, y el único que sube, con un discreto aumento del 5%, es el mercado de los viejos maestros europeos. Sólo un 41% de las ventas del arte de post-guerra y contemporáneo son de artistas que están vivos en la actualidad. Lamentablemente no he encontrado datos específicos de la edad en este grupo de artistas. Añado que todos los indicadores muestran una lenta pero constante disminución del volumen del mercado del arte en todas las regiones del mundo.
En los últimos tiempos, Nueva York ha visto distintas muestras dedicadas a artistas desconocidos por el gran público, mujeres en su mayoría. Un caso sintomático es el de Carmen Herrera, artista que nunca dejó de trabajar en la ciudad a pesar de su poca fortuna comercial, y quien tuvo que esperar a los 101 años para ver como el Whitney Museum la dejaba entrar en la historia oficial con una retrospectiva en 2016. Agnes Martin, Lygia Pape, Lygia Clark, Carol Rama, Nicola L., Teresa Burga, Virignia Jaramillo, Simone Forti, Anna Halprin, Senga Nengudi, Maryanne Amacher, Tarsila do Amaral, Ellen Cantor y Mary Corse son otras de las artistas que han recibido atención en los últimos tiempos en esta ciudad. Curiosamente, con frecuencia esta recuperación se hace desde una “lógica del descubrimiento” que es diametralmente opuesta al tipo de trabajo que muchas de estas artistas han desarrollado desde una visión radical, activista, feminista, o post-colonial. Este hecho reproduce una de las contradicciones inherentes al sistema del arte contemporáneo: el abismo entre las intenciones y los resultados, o entre aquello que se dice que el arte moviliza y aquello que realmente acaba siendo: proveedor de contenidos para estructuras que perpetúan el statu quo. Especialmente extraño es ver la obra de Lygia Clark, o la de Helio Oiticica, desconocidos para el público norteamericano hasta hace poco, convertidos en instalaciones domesticadas más similares a la experiencia de un spa que a la de su original radicalidad. La instagramización del arte encuentra su heroína en otra mujer longeva, Yayoi Kusama, 88 años en la actualidad y única mujer en la lista de los veinte artistas más vendidos de 2016, en duodécima posición.
Como con tantas otras cosas, podríamos decir que fue Hans Ulrich Obrist, quien – quizá sin sospecharlo – promovió este tipo de trabajo ya en los años noventa, al potenciar la figura de Gustav Metzger, fallecido este mismo año. La obra auto-destructiva del artista articula una confrontación entre tiempo y materia en el contexto de la industrialización, la degradación del medio ambiente y la guerra atómica, que sigue presente y nos sirve aquí de telón de fondo para la cuestión de la longevidad versus la inmediatez de la satisfacción humana. Este es un fenómeno que tendría que hacernos reflexionar sobre cómo trabajamos hoy y cómo gestionamos los espacios de distribución y presentación del arte; sobre quién tiene acceso a la información y sobre quién consigue la atención del sector. La estandarización y la homogenización son procesos de la globalización neoliberal que no solo afectan a la producción económica o a la gentrificación urbana, sino también a la imaginación y al saber. El arte contemporáneo no escapa de unos estilos y formatos que vemos repetidos hasta la saciedad y que pautan la fortuna crítica y comercial de la obra de muchos artistas. Hans Ulrich Obrist aparece otra vez, ahora como cofundador de 89+, una plataforma dedicada a la búsqueda de artistas jóvenes, que transmite cierta compulsión adictiva por el producto desconocido y, con suerte, radicalmente diferente. Paradójicamente, lo nuevo no es siempre lo más innovador y se mira atrás en busca de artistas que arriesgaron en su creación, manteniendo su práctica a pesar de ir a contracorriente, quedando apartados por la simplificación narrativa y la sobreexposición de los grandes hombres blancos. Esta búsqueda del pasado se tiñe de reparación histórica, con valores progresistas implícitos y un interés artístico exquisito, aunque no escapa de la lógica del descubrimiento y del proceso de absorción del mercado.
Hablar sobre la longevidad de los artistas, de sus obras y de sus ideas, es hablar de la historia y sus legados, de la memoria y del pasado que nos sigue y nos persigue. Los objetos devienen así una conexión tangible con lo vivido, con aquello que perdura más allá de la finitud de la individualidad humana. Elementos cargados de significado que, con funciones diversas, dibujan un sistema de relaciones intrincadas y abiertas. La historia también la hacen las ideas que perduran. Concepciones, construcciones, argumentos, preguntas y dudas que nos marcan una cartografía mental poblada de hechos, factores, certezas y sentimientos por la que divagamos en búsqueda de posiciones que nos ayuden a entender cómo somos o cómo queremos ser. Cuando miramos atrás, buceamos en la historia, como una dimensión abierta y viva, capaz de ser visitada múltiples veces para encontrar siempre un matiz, un nombre o un evento desconocido. Introduzco un asterisco, visitar no quiere decir revisionismo. Esta es una concepción del tiempo que no es lineal, sino que nos sitúa en un plano de igualdad con el pasado. Siempre me ha parecido curioso cuando alguien exclama “…¡y esto pasa en 2017!”, como si el paso del tiempo fuera garantía suficiente para no repetir los errores del pasado o para probar una supuesta evolución colectiva de la humanidad. ¿Quién no se imagina a alguien exclamando lo mismo en 1978, 1934, 1917 o en 1898?
Cada año será superado, vivimos ya en el pasado. Cada año es un futuro que se hace presente, vivimos en el futuro. Las concepciones del tiempo lineal se han visto desbordadas. Ya no somos un torpedo propulsado al futuro, ni un ángel aturdido que avanza de espaldas al devenir, ni una acumulación de círculos en espiral. En este sentido, Suhail Malik y Armen Avanessian han sugerido otra concepción del tiempo, donde el presente proviene del futuro. El ataque militar preventivo se traduce a la lógica comercial, donde son los algoritmos quienes deciden nuestros deseos antes de que los podamos concretar. El futuro y el pasado se mezclan, el presente desaparece y con él se va la sensación de poder controlar nuestra experiencia humana. Esta puede que sea una de las explicaciones más plausibles para tratar el cúmulo de ansiedades que trastornan la subjetividad humana, frágil y turbada por los procesos de la globalización a la vez que tensionada por los sistemas tecno-comerciales y la regresión democrática en todos los continentes. Pronto habrá la primera generación de adultos del siglo XXI. El siglo XX desaparece lentamente y con él se van ciertos marcos de referencia. No es de extrañar, así, que busquemos en el pasado como quien busca una tierra firme, un lugar desde donde poder salvaguardar nuestras visiones del mundo actual, que ya ha cambiado y que no nos espera. Nostalgia encarnada en productos culturales que, del cine al arte, nos transportan a una época donde todo parecía más tangible y factible.
Imposible no vincular la recuperación de los artistas con la recuperación de la memoria histórica. En un viejo país ineficiente, algo así como España, entre dos guerras civiles… la historia no es un pasado compartido, sino un arma arrojadiza hecha a medida por el Estado vencedor. El arte y los museos son aquellos espacios de resistencia e imaginación para explorar de qué manera(s) podemos construir un relato compartido de convivencia. Frente a la desmemoria, la sedición.
[1] Un caso paradigmático, criticado y alabado por igual, fue Other Primary Structures, comisariada por Jens Hoffman en el Jewish Museum de Nueva York. Una muestra que presentaba la obra de artistas no-angloparlantes que hacían un tipo de trabajo similar al de la generación minimalista presentada en Primary Structures, de 1966 en el mismo museo.
[2] Art Basel & UBS Report. Dr. Clare McAndrew (Arts Economics).
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