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100 años de retraso. La propiedad intelectual y el desencaje con el arte contemporáneo

Magazine

19 junio 2017
Tema del Mes: D for distributionEditor/a Residente: A*DESK
a) The mending project, de Lee Miwel

100 años de retraso. La propiedad intelectual y el desencaje con el arte contemporáneo

Hace unas semanas, mientras visitaba la exposición internacional «Viva arte viva» de Christine Macel en la Bienal de Venecia, no pude resistir enviar un mensaje a un grupo de especialistas en propiedad intelectual al que admiro mucho y con quien tengo una buena complicidad. «Señores- les decía- siento decirlo pero el 90 por ciento de las obras que hay expuestas aquí o bien no son obras, o son infractoras según la Ley de Propiedad Intelectual»…

No estaba exagerando: en la entrada del Arsenale hay expuesto The mending Project, de Lee Miwel. (Taiwán, 1964), una instalación formada por una mesa, dos sillas y carretes de hilos de colores dispuestos en las paredes. El artista (o su asistente) se sientan a la mesa durante el horario de apertura al público de la bienal. Los visitantes a la exposición llevan sus propias prendas que tienen algún rasgón o descosido, y se sientan a la mesa a mirar al artista mientras él les zurce la ropa con uno de los hilos de colores que cuelgan de la pared. Cuando la operación termina, la pieza de ropa, con el hilo de color todavía enganchado, se expone en la mesa sobre un montón de ropa. Entre el artista y el público se crean unos lazos emocionales materializados por este hilo. Esta es la idea. Y ese es el problema: que la propiedad intelectual protege las expresiones de las ideas, no las ideas. La frontera entre idea y expresión de la idea es uno de los límites fundamentales de la propiedad intelectual en todas las jurisdicciones. Esta frontera separa lo que es protegible de lo que no lo es. Una obra, según la ley de propiedad intelectual, debe ser original y debe estar plasmada en un soporte tangible o intangible; debe ser una expresión concreta de esta idea que refleja la singularidad del artista, su individualidad, su genio creativo. Pero ¿qué sucede cuando lo importante es la idea y no su expresión? ¿Es importante qué color de hilo elige Miwel para hacer el zurcido? No. ¿Es importante si el recosido es obra Miwel o de su asistente? Tampoco. ¿Es importante cómo quedan las prendas puestas en la mesa? Probablemente no. La ley protegerá aquella instalación en concreto, aquella disposición de pantalones y camisetas en concreto tal como ha quedado en el espacio de Le Corderie de la Bienal de Venecia. Pero la idea, no. Cualquier otro artista podrá recrear esa idea si lo hace con un resultado estético diferente.

b) Kader Attia

Un poco más adelante está la obra de Kader Attia, un artista francés de origen argelino. Attia es un artista de una gran complejidad que ya estuvo presente en la Documenta de 2012. Los temas sobre los que trabaja gravitan en torno a la identidad, la descolonización, y la transexualidad. En Venecia, Kader Attia intenta desvelar el invisible, o lo inaudible, con una instalación en la que un corredor repleto de libros, fotografías, collages y portadas de discos conducen al visitante a una sala oscura, en la que hay una instalación con bandejas dispersas llenas de granos de sémola. Las bandejas se agitan formando formas geométricas perfectas mientras reaccionan al sonido de las canciones que se alternan en las pantallas dispuestas por las paredes. Se trata de la re-creación de un experimento científico de Ernst Chladni, un físico del siglo XVIII: El artista no ha «creado» nada, sólo ha agrupado un conjunto de elementos y ha recreado un experimento de un científico hace tres siglos buscando una emoción en el espectador. Todos los elementos protegibles de esta instalación son obras de otros. Por lo tanto, para tener la cadena de derechos bien formada, el artista debería haber pedido los permisos a los titulares de derechos de las fotografías, de las portadas de los discos, las canciones… Un lío de gestión, aunque el artista tenga toda la intención de hacer las cosas según lo que marca la ley y esté dispuesto a invertir muchas horas intentando descubrir quién es el titular de los derechos de cada uno de los muchísimos elementos que forman la instalación. No hay ninguna excepción a la ley de propiedad intelectual continental que permita a los artistas incluir obras ajenas sin pedir permiso.

Otro artista que también intenta desvelar lo invisible es Antoni Abad con la La Venezia che non si vede, la obra que se presenta en el pabellón catalán, fuera del Arsenale y en el marco de los eventi collaterali. Antoni Abad ha realizado para el pabellón catalán una instalación sonora extendida por el espacio público de Venecia, creada gracias a las aportaciones de un colectivo de personas ciegas y sus acompañantes y enriquecida por todos los que quieran colaborar. Los participantes descargan una app y dejan una serie de mensajes geolocalizados que clasifican a través de unos tags previamente consensuados por los participantes de cada expedición. El proyecto también incluye un paseo a bordo de una Sanpierotta (una embarcación tradicional veneciana) en la que la guía es una persona ciega que, con su relato, hace ver a los pasajeros cosas que no se ven, y un cómic táctil diseñado por Max. De todo ello, lo que la ley considera «obra» es el software de la app; cada uno de los mensajes individuales (si es que tienen suficiente «altura creativa»); el cómic de Max, y los textos de los comisarios -aquí sí, ningún problema- y quizás los relatos que las guías ciegas explican en las barcas. En este caso el artista, Antoni Abad, no es autor de nada, sólo de la idea: ¿quién es el autor del proyecto entonces? ¿Todos sus participantes? Quizás la única respuesta que da el ordenamiento jurídico para poder conceder a Antoni Abad los beneficios de ser «autor» es considerar todo el proyecto una «obra colectiva»; una figura jurídica que contempla la ley para algunos supuestos de pluriautoría. La obra colectiva es una solución que la ley ha encontrado para la industria cultural, pensada para que las editoriales y las productoras puedan recuperar la inversión realizada en las obras donde trabaja más de un autor como las enciclopedias, los periódicos, los programas de ordenador y de otras obras multimedia, pero que en ningún caso se inventó para proteger a proyectos artísticos.

c) One thousand and One Nights, Edith Keyndt

Volvamos a Le Corderie, donde otra instalación genial vuelve a poner de nuevo en cuestión los principios de la ley de propiedad intelectual. Se trata de One thousand and One Nights, de Edith Keyndt. Más que obras de arte, esta artista hace experimentos, escenificando sus versiones subjetivas de fenómenos científicos de disciplinas como la meteorología, la física y la química. La formalización de sus obras varía de manera imprevisible según el tiempo y el lugar donde se expone: de nuevo, la idea versus la expresión de la idea. Una de las obras de esta artista es una instalación en la que una persona barre una montaña de polvo recogida «in situ» para colocarla dentro del perímetro exacto de un haz de luz que se desplaza continuamente. ¿Qué es la obra, aquí? ¿El acto de barrer, protegido como una performance? Barrer es seguramente un acto demasiado banal para alcanzar la «altura creativa» que pide la ley para considerar una obra original. ¿El polvo que se levanta? Jaume Pitarch ya barría polvo en su obra dust to dust en 2005. ¿Podría quejarse Jaume Pitarch de que le han robado la idea? Está claro que no. La propiedad intelectual no protege las ideas. Las ideas no son propiedad de nadie.

Una última reflexión. Ante estas líneas, seguramente mis colegas juristas me preguntarán «pero, con estas obras, ¿cuál es la pretensión del artista?» ¿Qué quieren proteger exactamente? «Me temo que en la mayoría de los casos ninguno de los artistas pretendería proteger su obra para prohibir la copia, distribución, comunicación pública y transformación por parte de otros artistas. Lo que pretenden los artistas que crean estas obras es disfrutar de un trato justo con las instituciones que las producen y las exponen, poder contar con el apoyo de su galerista, si es que tienen, y en definitiva, poder continuar creando. Esto es lo que pretendía la propiedad intelectual en sus orígenes, crear la ficción de propiedad sobre las obras que podían ser copiadas para dar a los creadores de intangibles un incentivo para continuar creando. Pero la realidad es que esta ley ya no protege por igual a todos los artistas: aquellos que trabajan con ideas no les otorga la categoría de obra, y los que incorporan obras de terceros a sus creaciones les obliga a pedir unos permisos a menudo imposibles de conseguir y los deja confinados en un espacio inmenso de inseguridad jurídica. La propiedad intelectual protege de manera clara y diáfana a los artistas contemporáneos que hacen obras que encajan perfectamente en los supuestos de hecho que imaginaban los legisladores: libros, folletos, composiciones musicales, obras teatrales, pintura, escultura, fotografía… obras plasmadas en un soporte tangible o intangible, hechas por una persona física y totalmente originales, sin incorporar obras de terceros (o que si lo hacen, tengan el permiso correspondiente). Pero en la Bienal de Venecia, como la mayoría de grandes eventos de arte contemporáneo actuales, el abanico de obras que se presentan es mucho más amplio.

La ley de propiedad intelectual ha entrado en una actividad legislativa frenética para ponerse al día con la transformación del mundo analógico al digital, pero hace exactamente un siglo, en 1917, Duchamp colocó un urinario en un museo, le llamó Fountain y cambió para siempre el arte contemporáneo, y el legislador obvió este hecho o lo ignoró. La ley de propiedad intelectual sigue siendo útil para la industria, pero si no cambia, si no cuestiona sus principios inalterables, si no mira hacia las bienales y las ferias de arte contemporáneo, ya no será útil para los artistas, y dentro de muy poco, la cantidad de infracciones toleradas será tan grande que ningún artista se la tomará en serio. La ley de propiedad intelectual debe ponerse al día si no quiere excluir al arte contemporáneo, y ya lleva más de 100 años de retraso.

A Eva Sòria le interesan tanto el arte como el derecho. Licenciada en historia del arte y Juris Doctor en derecho, su obsesión es conseguir que a los artistas, comisarios y demás expertos en arte no les vengan ganas de bostezar cuando oyen hablar de leyes y que los juristas entiendan que una sandía cortada en forma de cubo es una obra de arte aunque no sea original, plasmada en un soporte tangible tal como exige la Ley de Propiedad Intelectual.

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