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Los pecados del mundo. Marcelo Pombo en el MACRo, Argentina

Magazine

06 noviembre 2017
Tema del Mes: Hortera

Los pecados del mundo. Marcelo Pombo en el MACRo, Argentina

Los principios del justicialismo y el liberalismo, vigas históricas del debate político argentino, se hilvanan en el pensamiento artístico de Marcelo Pombo y lo vuelven una figura esquiva, críptica. Por un lado, Pombo cree que el arte debe ofrecerle remedios al desplazado, a la víctima. Al artista olvidado, al objeto roto o pobre, al gusto popular, por no decir al mal gusto, hay que enaltecerlo porque –manda el justicialismo– la sociedad hay que mirarla de abajo para arriba, desde los que sufren, desde los caídos, sus costumbres y sus penas. Porque la existencia de un solo niño pobre, decía Eva Perón, a los peronistas nos llena de furia. Y la existencia de un solo artista sin reconocimiento nos tiene que tocar el corazón. Este principio, heredado de los tiempos de Pombo en la escena del Centro Cultural Rojas en la década de 1990, se parece al advenimiento de la justicia según la metafísica esotérica de Quentin Meillassoux: el abismal futuro en el que todos aquellos que murieron en la tristeza, a lo largo de los siglos, renacerán para encontrar la felicidad. Es una imagen crística, ¿cierto? La filosofía de Meillassoux y el peronismo tienen, al menos, una cosa en común.

Pero además del corazón está el cerebro; un cerebro, el de Pombo, liberal, individualista. Este es un artista que siempre afirmó que todo lo hizo por interés propio. Incluso dar clases en una escuela para alumnos diferenciales en los albores de su carrera. Dijo que ese trabajo le garantizó un ingreso y le ayudó a definir los problemas de su obra. Tantos años después, en la semana prevista para la apertura de Rosario Remix tomó la luz pública la desaparición del activista Santiago Maldonado, presumiblemente a manos de las fuerzas de seguridad y como consecuencia de la represión de la protesta mapuche en los confines de la Patagonia argentina (donde tienen sus estancias, reclamadas por los mapuches como tierra ancestral, muchos grandes terratenientes extranjeros). Pombo, en una señal de solidaridad, cambió la fecha de inauguración de la muestra. ¿También ese gesto fue en interés propio? ¿O fue compasión por quienes sufren?

Rosario Remix trata de la superación de estas dos pasiones tristes: el interés propio y la compasión. En los siete pisos del MACRo Pombo delineó diferentes situaciones “curatoriales” que presentan, con mayor o menor injerencia propia, las obras de artistas desconocidos casi todos, “luchadores” según dice Pombo, como la artista textil María Cristina Ríos Iñíguez y la escultora Nelly Giménez Vallana. La muestra parece la reivindicación de lo que la industria del arte descarta (por su mal gusto o su carácter popular: literalmente todo lo que el MACRo no tiene en su colección) pero en verdad encarna la idea principal de Pombo: la resacralización del arte. Los altares, los cortinados insinúan la exaltación. Y exaltar para Pombo es un verbo con objeto directo: una pasión que necesita de otro. En siete capítulos, Pombo se sumerge en un océano emocional cuyos reflejos son las obras que eligió, decoró, intervino, dio y tomó en préstamo. Fue al mismo tiempo invitado y anfitrión. Decorar, ambientar una obra para enaltecerla, Pombo lo hizo con Las leñitas, una talla de Miguel Ángel Budini, creando una situación única de irrealidad estética. En otros casos metió sus manos dentro del espacio de la obra ajena. Es lo que ocurre con la sala dedicada a Mele Bruniard, una grabadora. Con ella Pombo tuvo algo parecido a una colaboración póstuma cuyo soporte son imágenes intervenidas digitalmente y presentadas en portarretratos sobre un raro altar con manteles. Claudia Del Río, una artista rosarina algo más joven que Pombo, “transmisora de tradición y vanguardia” según el texto de sala, tuvo un trato diferente. Pombo presentó fotocopias de una serie de dibujos, también enmarcadas en portarretratos sobre un altar con manteles, esta vez con los bordes, a ras del suelo, exquisitamente manchados de barro, junto a memorabília personal (una foto de la artista con un vestido blanco entallado en la que se la ve como una quinceañera de cumpleaños).

El portarretratos, elemento clave de Rosario Remix, convierte cualquier contenido en información personal. El arte de golpe es algo que hacen personas. Pero Pombo supera los clichés del artista de artistas, incluso el cliché de la amistad, ni hablar de la tediosa charla sobre los límites del trabajo del curador, y señala un punto en el cielo, mucho más lejos. En estos rendez-vous curatoriales vemos a un artista a través de otro. Vemos a Pombo a través de su amor y a Del Río, a Bruniard y a todos a través del mismo amor. Leer a un escritor que traduce a otro es algo parecido a un intercambio de fluidos. Algo así es Rosario Remix. La muestra es transpersonal y parece volver a mirar hacia los aparatos humanos desindividuados (las “superpersonas”) que según Anatoly Lunacharsky iban a formarse tras el advenimiento del comunismo. Por eso la muestra está lejos tanto de la compasión estética, que cosifica a su objeto (el justicialismo en el arte, que necesita de las víctimas de la injusticia para existir), como del narcisismo artístico profesional (el ideario económico liberal sobre el que la industria del arte teje sus sueños).

Rosario Remix ya no tiene que ver con la crítica del arte contemporáneo a través de la recuperación de los ídolos opacos del pasado artístico nacional ni con la forma en que esa crítica podía dividir las aguas del arte argentino entre el programa de la actualización internacional y la melancolía justicialista por todo arte provinciano desvalorizado. La muestra disuelve la tensión, de repente neglibible, entre Pombo y otros artistas argentinos veinte o treinta años más jóvenes, que durante la década de 2010 se dedicaron a la reivindicación o el señalamiento de todo aquel arte obsoleto que la norma del arte contemporáneo excluye. Pero esa también fue una vía inaugurada por Pombo en su muestra de 2008 en el mismo museo MACRo: Nuevos artistas del Grupo Litoral. De esa exhibición llena de héroes sumergidos, Rosario Remix no es la secuela ni la segunda parte, sino que es un hecho autoconclusivo y nuevo. Tal vez el anticipo de otra década.

Rosario Remix es una muestra que necesita del espectador, nada menos que el éxtasis. Por eso es tan difícil, incluso para el público especializado: nadie puede salir de allí contento sin hacerse sangrar las rodillas, llorar con ojos desorbitados y hacer lo que hace la muchedumbre popular al peregrinar por su santo protector. Y pocos, en la industria del arte, creen en los santos hoy en día (se prefieren otras metáforas para resumir la figura del artista: el deportista de alto rendimiento, o el bohemio improductivo, etc.). Y aunque este finja ser un santo egoísta, sabe convertir el sufrimiento en goce, como los monjes de ciertas órdenes religiosas que al rezar en silencio expían los pecados ajenos, los pecados del mundo.

Claudio Iglesias es un crítico radicado en Buenos Aires. Sus últimos libros son Corazón y realidad (Consonni, Bilbao, 2018) y Genios pobres (Mansalva, Buenos Aires, 2018).

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