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Recibí el diagnóstico de vih positivo hace 25 años. Tenía 20, recién cumplidos. Me había levantado a un pibe en el crusing de Plaza Pakistán. Me llevó a su departamento cerca de ahí. Empezamos a coger sin preservativo y me acabó adentro de la cola, sin preguntarme. Apenas se deslechó se fue a duchar, sin mediar palabra. Quedé pasmado. No lo experimenté como una violación, pero sí como un hábito corriente de desamor. Era la semana de mi cumpleaños; la piel se me llenó de ronchas y estuve con fiebre alta durante 3 días seguidos. “Me embiché”, pensé. Fui a hacerme el test al Hospital Muñiz de Buenos Aires. Quería saber por mi cuenta. El testeo voluntario individual era muy resistido en aquel tiempo. Se negaba el vaticinio de los cuerpos próximos. Querer saber el estado serológico propio era contradecir el mandato cultural de enfermar y morir.
En el Laboratorio de Retrovirus una médica me entrega el resultado y me explica lo inmediato: análisis de carga viral y CD4. Los pabellones del Muñiz están rodeados por un parque. Bajo un sol tremendo, las piernas se me aflojan, los ojos se nublan, las pulsaciones aceleran, voy cayendo… Respiro sentado en el cordón de una callecita; vuelvo a leer: “POSITIVO”. ¡Listo! Soy un puto sidoso a los 20. Condena cultural cumplida. “¡Vas a terminar muerto en una zanja!”, me maldecía mi madre por puto. “Un resultado ‘positivo’ sólo indica contacto con el virus. No implica necesariamente enfermedad o gravedad de la misma”. Supe que esa aclaración final, en el resultado, era una frase metabolizada gracias a la lucha activista contra las metáforas de guerra y peste propagadas por la ciencia médica. Metáforas que performearon el abandono -institucional y social- y la condena a muerte -cultural y física- de millones de personas infectadas en todo el mundo.
A la salida del hospital, desde un teléfono público, llamo a mi hermano –también puto- para anoticiarlo. “¡Sos un pelotudo!”, es lo primero que me dice; castigándome, fiel al guión del maltrato cultural. Le corto. Llamo a un amigo marica de aquel momento. “Venite para casa”, responde. Me esperaba con un número telefónico. “Llamá acá, esto no te lo vas a comer solo, necesitas acompañamiento”. Se trataba de Nexo[1]Una de las primeras organizaciones civiles con trabajo en vih/sida en Argentina, creada en 1992, por un grupo de gays. Publicaban mensualmente la revista NX, dirigida a la comunidad homosexual, que … Continue reading Esa noche leí, temblando de miedo, El sida y sus metáforas (1988) de Susan Sontag. Se había reiniciado mi trayecto vital; necesitaba un software nuevo para componer mi inmunidad del virus.
Junto al periodismo activista, la organización contaba con un centro de salud y espacios de formación gratuitos. Mi sorpresa fue encontrarme, dos días después del diagnóstico, con el grupo de reflexión para personas viviendo con vih, que coordinaba Carlos Mendes, médico, seropositivo y cofundador de la organización. El grupo recuperaba aquella práctica del feminismo de la segunda ola, en los años sesenta: la toma de conciencia de la propia situación en grupo. Las personas se reúnen a conversar en torno a un daño y/o una opresión comunes. Producen allí lo que Ann Cvetkovich llama “esfera pública íntima” [2]Cvetkovich, Ann. Un archivo de sentimientos. Trauma, sexualidad y culturas públicas lesbianas (2003)., con la apuesta de que “el trauma se trabaja mejor por medio de acciones públicas y colectivas, en lugar de privadas y terapéuticas”. Al mismo tiempo, este círculo cultivaba y actualizaba ese legado de los grupos de estudio, extra-universitarios, que en Buenos Aires se remontan a los años ‘60. Un dispositivo implicado en el entorno de sus participantes donde se hace patente que la producción de conocimiento es contingente y colectiva. La lectura en voz alta de los textos y la conversación grupal introducen un erotismo sonoro y una variación tonal inclusiva que multiplica las lecturas mezcladas con las historias de vida de lxs participantes. Un “placer lenguado” como el de la boca de la loca, que Pedro Lemebel realza en Loco afán. Crónicas de sidario (1996).
Carlos nos hacía leer la Ética de Baruch Spinoza. El sida, era para Carlos, una enfermedad-denuncia del maltrato cultural. La aparición del sida se había detectado primero en el pueblo homosexual maldito y en el pueblo negro negado y esclavizado. Para entender nuestro sida había que interrogar las creencias y los significados del poder en la cultura que producen injusticia y daño. Al mismo tiempo, el virus generaba un deterioro inmunológico en nuestro cuerpo, despotenciando su capacidad autodefensiva. La relación poder y defensas parecía inmediata. Pero, ¿qué poder pueden ejercer lxs enfermxs en la cultura dominante? Para Carlos ese poder se trataba de un “darse cuenta” viral, que implicaba un trabajo subjetivo de desprogramación cultural y una reconfiguración de sí. En una cultura donde no todxs tienen derecho a defenderse sólo podrían hacerlo aquellxs enfermxs que cultiven alguna forma de poder.
Leímos la Ética de contrabando: no en el confort existencial de la academia; sino en la necesidad y urgencia de un grupo infectado por la carga o potencia viral del sida. Leí la Ética con la muerte en el cuerpo; con el miedo a morirme por puto y cumplirle el deseo microfascista a mi madre. Una incorporación por contagio, en el espacio social que puede abrir un texto leído colectivamente. Una práctica de lectura estratégica para perseverar en la existencia y no morirse de miedo. La inflación metafórica del sida nos arrojaba a vivir en “la república del miedo”, como lo describe Marta Dillon en Convivir con virus. Las ecuaciones “sida=muerte” y “sida=peste rosa” funcionaban como juicios letales y condenas para las personas infectadas, aún cuando la epidemia ya era una pandemia planetaria.
No sólo una muerte física si no una muerte social y cultural. Sufrir el abandono de persona por parte del Estado y su violencia institucional; o recibir el rechazo sistemático de todo el mundo: no poder acceder al mundo laboral, ni al sistema de salud de prepagas y obras sociales; no poder coger sin culpa o no poder amar sin terror; no contar con tu familia y amigxs; y un sin fin de exclusiones moldeaban la vida cotidiana de impotencia y desolación. El diagnóstico positivo irrumpía en nuestra cotidianeidad y producía un encuentro traumático con la idea de la muerte. Un diagnóstico-desafío que “nos crea una abrupta ruptura con la cultura, nos transforma repentinamente en seres contraculturales mientras persistamos en estar vivos”, escribía Carlos Mendes, en Sida y poder (2004), su único libro publicado. Un legado/archivo infeccioso de concientización molecular.
Con el sida fuimos educadxs en la muerte, como los personajes del teatro trágico. La experiencia de vulnerabilidad nos interpelaba: ¿cómo vivía antes del sida y cómo quiero/puedo vivir ahora? O bien: “¿Qué es tener una sobrevida?”, se pregunta Dillon, en la conversación pública “Lesbianas y vih” (2024), junto a la activista lesbiana Mónica Santino, primera mujer en declarar en la televisión argentina su estado seropositivo. El trabajo afectivo-epistémico de “evidenciar, criticar, trabajar y agotar” metódicamente las metáforas, como reclamaba Sontag desde finales de los ‘80, era indispensable para seguir viviendo. La metáfora bélica que la ciencia médica había instalado en nuestros cuerpos nos destruía. Primero: la enfermedad no es una guerra; es una experiencia vital, es parte de la salud y no es su opuesto. Segundo: la enfermedad no es un extranjero invasor; es histórica y tiene que ver con tu propia historia y con toda la humanidad. Tercero: el cuerpo no es un campo de batalla donde se pueda librar una guerra; a lo sumo, es un campo de fuerzas sociales e intra-materiales, desde donde nos hacemos una vida. Y por último: el síntoma no es un enemigo a eliminar; es un acontecimiento en el cuerpo a sentir, reconocer, comprender y, en caso de daño, cuidar y curar. Desertar de la metáfora bélica significaba poder convivir con el virus; bajarse de la paranoia a lo múltiple; repararse del estigma del castigo sexual; negociar tu salud con el sistema médico; usufructuar de los recursos farmacológicos de los antirretrovirales como estrategia para ponerle límites al virus. Y lo más creativo: componer una vida con sida. Es decir, vivir con el saber experiencial de que no somos inmunes ni individuales, sino vulnerables e interdependientes. Estar vivo es un riesgo, requiere flexibilidad y responsabilidad. Y singularizar el sentido de cada vida requiere inventar, con suma precisión y la labor inmensa de la imaginación, las metáforas con las que podemos convivir.
[Crédito de las imágenes: Registro fotográfico de Carlos Herrera de la instalación performática Gente del cuero (2022) del colectivo Princesas del Asfalto, co-fundado por Silvio Lang, en el Centro de Arte MUNAR de Buenos Aires.]
↑1 | Una de las primeras organizaciones civiles con trabajo en vih/sida en Argentina, creada en 1992, por un grupo de gays. Publicaban mensualmente la revista NX, dirigida a la comunidad homosexual, que incluía el dossier NX(+), dedicado a la difusión de información crítica sobre vih/sida. |
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↑2 | Cvetkovich, Ann. Un archivo de sentimientos. Trauma, sexualidad y culturas públicas lesbianas (2003). |
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