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La militarización del presente

Magazine

06 octubre 2025
Tema del Mes: Dark ModeEditor/a Residente: Frankie Pizá

La militarización del presente

La guerra como único lenguaje común

“¿Está bien seguir usando ropa de camuflaje con este clima político?” (Is it OK for Me to Wear Camo in This Political Climate?”) La pregunta de Vanessa Friedman en el New York Times sobrevuela el espacio aéreo haciéndose oír intensamente: en 2025, existen pocos gestos que queden a salvo de la gramática bélica. “Llevar camuflaje ya no es otro juego de la moda, sino una elección cargada en un clima de guerras activas y fracturas internas”, argumentaba. Un veterano entrevistado en el ensayo añadía que, en tiempos de invasión y genocidio, vestirlo sin haber servido en el ejército equivale a lo que ellos llaman un “stolen valor.

Una prenda que antes remitía a la estética urbana desacomplejada o al reciclaje del punk, ahora se lee como adhesión o burla, siendo la toma de posición algo inevitable. Aunque pueda parecer un indicador aislado, acaba sintonizando con una “militarización del presente” que avanza a través de lo cotidiano, lo digital y lo simbólico. Uniformes, posicionamientos, tácticas, enfrentamientos.

“Si quieres crear un evento monocultural, empieza una guerra”, postulaba Nick Susi en una reciente tesis. La Super Bowl, Trump VS cualquier otro político, Drake VS Kendrick, La Velada del Año: lo que unifica hoy la atención global es el espectáculo del combate. Atrás quedaron los grandes relatos compartidos que conseguían que todos habláramos de lo mismo al mismo tiempo. Ahora el campo gravitacional compartido sólo se activa si se reproduce la estructura de la confrontación: dos bandos, un combate, un vencedor. Entretenimiento y entrenamiento para un momentum en el que todo se ordena en términos de ataque y defensa.

El “VS” (“versus”) consigue instrumentalizarlo todo. La divergencia es la presa del engagement y el entretenimiento de masas deja de perseguir el consenso por el antagonismo: los algoritmos premian lo polarizante porque lo polarizante asegura la interacción. Así, un streamer humillando a otro, una influencer masacrando a otra, una rapera atacando a su rival por venganza en pleno concierto o un hilo de Instagram plagado de comentarios hirientes en todas direcciones. Lo que antes eran disputas marginales ahora se programan como batallas rituales multiformato que generan la dopamina colectiva. “Hemos vuelto al Coliseo”.

“Reclutamiento, cohesión y cartografía del campo”

Y los gladiadores deben salir de alguna parte. Lo bélico se traslada a lo afectivo en cómo se capturan los cuerpos jóvenes y se les moviliza hacia el horizonte de confrontación. Joshua Citarella lo explicó con claridad hace varios años: el proceso de radicalización no depende únicamente de algoritmos, sino de la combinación de carencias (seguridad, significado, conexión) que encuentran cauce en “pipelines” culturales que actúan como embudos hacia posiciones más duras. De ahí que las plataformas de streaming, los lives en KICK o los pódcasts de “bros” exhibicionistas se conviertan en cuarteles de iniciación donde la masculinidad se afianza a través de la pugna.

Si esos “embudos de radicalización” funcionan como canales de reclutamiento individual, lo que ocurre en paralelo es que las comunidades necesitan relatos compartidos para mantenerse unidas. No basta con captar sujetos aislados. Aquí resulta útil la Symbolic Convergence Theory de Ernest Bormann: los grupos consolidan identidades mediante relatos dramáticos que refuerzan su cohesión. En redes, esos relatos se formatean como guerras morales, donde el linchamiento digital, las microviolencias o la humillación pública cumplen una función casi ritualística. Afirman la pertenencia al mismo tiempo que combaten lo ajeno o castigan lo impropio.

Luego sólo queda limpiar el arma, recargar munición y hacer memes. De hecho, ahora que lo comentas, incluso podríamos observar al Political Compass, con sus cuatro cuadrantes coloreados, como un diagrama de guerra interoperable. Left/Right, Libertarian/Authoritarian. Lo mismo podríamos decir de otros marcos ideológicos que pueblan Internet, tales como la Horseshoe Theory o el Nolan Chart.

Lejos de ser simples templates meméticos, estos esquemas actúan como tableros: imponen un marco perceptivo que define qué posiciones son viables y cuáles quedan descalificadas, al mismo tiempo que dificultan la tarea de imaginar el afuera. Nadie ve más allá de la guerra cuando se está librando la guerra. En otras palabras: si la lógica que ambienta y transpira es la bélica, estos frameworks se integran en la militarización generalizada de la cultura. El Political Compass es tan violento como el uniforme de camuflaje: no incita a nadie a disparar pero sí disciplina la imaginación política y la subyuga a un campo cerrado.

“La batalla por la percepción”

Este recorrido va de lo puramente estético, pasando por lo emocional/visceral, llegando a lo afectivo y ahora culminando en lo perceptivo. Un artículo como este, entonces, no puede seguir sin mencionar a Jean Baudrillard y su ejemplar La guerra del Golfo no ha tenido lugar (1991): allí se teoriza que lo bélico se libra sobre todo en las pantallas, porque “la representación sustituye a la experiencia, y la guerra se convierte en flujo de imágenes administradas”. De los horrorosos vídeos de bombardeos y niños muertos en Gaza a los vídeos del asesinato de Charlie Kirk o cualquier hilo en X donde se descifra información en directo sobre el conflicto en Ucrania. La retransmisión constante convierte a la guerra en un espectáculo permanente, en un simulacro que produce tanta adhesión como agotamiento.

Si la percepción es nuestro verdadero campo de batalla, el despliegue de la inteligencia artificial como “arma invisible” (o lo que Ahmed Banafa describe como “algoritmos de guerra”) sólo complica nuestra supervivencia: estos instrumentos estratégicos son capaces de simular escenarios, optimizar ataques y producir propaganda a escala industrial. Lo que antes dependía de cadenas de mando jerárquicas hoy se puede delegar en modelos generativos que diseñan realidades plausibles: desde la predicción de movimientos enemigos hasta la fabricación de narrativas y deepfakes que justifiquen su aniquilación.

Ahora cualquier ejército puede inundar con imágenes sintéticas un escenario perceptivo, ya no sólo para confundir a los expertos o a la opinión pública. Implícitamente se busca corroer la seguridad (perceptiva) de las mayorías vía sugestión algorítmica, pase lo que pase en la arena. Lo decisivo ya no es ganar o imponerse “en el terreno”, sino la captura de la percepción global. Lo que en los años 80 se denominaba perception management se reconfigura hoy como cognitive warfare: controlar lo que se cree y lo que se considera posible de creer. La pugna final está en condicionar cómo van a interpretarse los hechos.

La guerra se respira: su campo semántico nos rodea desde la dialéctica tóxica de un intercambio de comentarios en una red social hasta las reglas que se nos imponen para percibir (y, por tanto, experienciar) el mundo. Y si nos detenemos a escuchar, ¿qué oímos? la ansiedad pesa, el futuro se clausura a base de catástrofes que se van amontonando.

Pero cuando todo se derrumba, paradójicamente, la guerra ofrece al menos un marco legible, con enemigos claros y bandos reconocibles. Israel, Putin, Zelenski, un beef entre raperos o un hilo viral entre wokes y ultraderecha son dimensiones distintas de la misma dramaturgia confrontacional. La guerra funciona como el último pegamento simbólico capaz de sostener una cultura que ya no cree en proyectos compartidos y que organiza y canaliza su malestar a través de, justamente, relatos bélicos.

La “militarización del presente” lo atraviesa todo: percepción, mente, memes, tableros, pantallas, munición, identidades, tiempo libre, espectáculos, posicionamientos, qué se puede decidir, las interacciones sociales, nuestros discursos, expectativas y hasta dónde se nos permite creer.

Frankie Pizá (Palma de Mallorca, 1984) es crítico cultural, divulgador y fundador de FRANKA™️, un medio independiente que analiza la intersección entre las artes, la tecnología y la cultura. Su trabajo se centra en una idea simple y poco frecuente: “proteger el contexto” en un momento en que todo tiende a la desinformación, la precariedad creativa y el ruido algorítmico. Ha trabajado en proyectos de referencia como Primavera Sound, Red Bull Music Academy o Concepto Radio y ha colaborado  en distintos medios y plataformas culturales. En los últimos años se ha consolidado como una de las voces más singulares en lengua castellana a la hora de interpretar fenómenos. Sus ensayos se balancean entre la crítica cultural y la teoría contemporánea y buscan explicar lo que está pasando en tiempo real, con un lenguaje crítico y accesible.

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