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Golpeada por la onda expansiva del movimiento que tiene lugar en San Pablo, la ciudad de Buenos Aires asiste actualmente a un vivo trajín de apertura de nuevos espacios de arte. A la espera de turistas globales que sigan de largo hacia el Sur en plan gira-insomne-de-arte-contemporáneo, galeristas y gestores se ponen sus más lindas ropas para recibir lo que llega de Brasil.
Alineados con ese vector de contagio (cuya explicación es más aeronáutica que cultural), recientemente coincidieron dos iniciativas que vendrían a paliar una carencia endémica de institucionalidad: la inauguración de la Colección de Arte Amalia Lacroze de Fortabat y la primera edición de Límite Sud, muestra temporaria de veinte “project rooms” de galerías de Argentina y Latinoamérica curada por Eva Grinstein (Argentina) y José Roca (Colombia), acompañada por un ciclo de performances. Con un cuidado de los términos digno de un escribano público, los organizadores hablan de una “muestra bianual”, y no “bienal”, dado que este concepto implicaría algo más que que una caja de arena separada en stands, muchos de ellos con material de trastienda, en varios casos de artistas clásicos del circuito de subastas. Algo así como la acostumbrada “bienal paralela” de las galerías de San Pablo, pero sin nada que paralelizar y, sobre todo, sin guión curatorial de ningún tipo. Amén del protagonismo de las galerías, Límite Sud tampoco es una feria, pues no incluye una instancia de venta explícita. Ni feria ni bienal, la muestra parece una bisectriz trazada entre dos entidades que no existen, una tierra de nadie semántica donde se vuelve difícil entender por qué se llama “project room” a un cubo de panelería en el que un galerista cuelga pinturas de los grandes maestros argentinos.
En una ciudad sin infraestructura pública volcada al arte contemporáneo, la excitación tópica que producen iniciativas como esta abre un interrogante sobre el rol del sector privado, sus efectos concretos sobre la escena y el modo en que se diseñan comunicacionalmente. El papel de voceros del emergente que han asumido galeristas y coleccionistas está tan repartido en Buenos Aires como en otras ciudades, pero aquí tiene la cualidad adicional de ser ficticio.
La idiosincrasia del coleccionismo argentino queda clara en el “museo” de Amalia Lacroze de Fortabat, una empresaria cuya gravitación en la política nacional es tan fuerte que ya forma parte de la cultura popular local. “Amalita” es un exponente de las familias tradicionales del país, con una cartera de inversiones ubicua (construcción, agro, ferrocarriles, inmuebles, etc.) y buena llegada a las oficinas gubernamentales y culturales. Luego de vicisitudes que incluyen un embargo por deudas hasta una serie de problemas con exenciones fiscales, la colección estrenó a mediados de octubre su edificio, diseñado por Rafael Viñoly y ubicado en el barrio de Puerto Madero, un entorno moldeado sobre terrenos ganados al río que nació en plena desregulación de los años 90 y se convirtió muy pronto en el paraíso en la tierra de la especulación inmobiliaria. Enmarcado por viviendas de lujo y tiendas suntuarias, el museo (que contó con la bendición inaugural de un sacerdote católico) es apenas una despareja colección de pintura argentina y europea organizada en un relato conservador y machista. La alternancia vistosa de Turner y Brueghel con un conjunto de retratos comitidos por Amalita a personalidades tan dispares como Andy Warhol y Antonio Berni encubre el carácter culturalmente regresivo de la misma clase social que, en los aledaños del museo, invierte en superhoteles y grandes franquicias. A la falta de piezas contemporáneas en la colección se suma, en su cercanía, la ausencia completa de galerías de arte que puedan pagar los precios de un alquiler en Puerto Madero. En Buenos Aires, mercado y arte contemporáneo siguen desencontrados, y sobre la base de su divorcio sería bueno repensar el rol de sustentador de tendencias asociado actualmente con el coleccionismo.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)