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Una exposición temporal presenta garabatos de un adolescente marginado, vestuario de películas y esculturas que podrían decorar un parque temático. ¿De qué hablamos? De la retrospectiva sobre Tim Burton que expone actualmente el MoMA en Nueva York. Y obviamente, de la crisis institucional en el arte.
La exhibición para toda la familia ofrece un contenido variado con el que no es fácil aburrirse, pero mucho menos deleitarse. A partir de uno de los primeros esbozos del autor se construyó el decorado que adorna la puerta de entrada a la exhibición. Como en una feria, los visitantes se suben a la atracción a través de la boca de un monstruo bizco y despeinado, pisando su alargada lengua roja. En el pasillo, convertido en un túnel de rayas blancas y negras, los monitores muestran algunas animaciones que ponen de manifiesto que es el soporte en el que Burton mejor sabe desenvolverse.
Sobre las paredes de la sala se amontonan, literalmente, dibujos, cuadros y sketches. Al otro lado restos de decorados, vestuario, reproducciones de sus películas, apuntes…. Cuando uno pasea por las esculturas hechas por encargo, o cerca del ciervo tallado en un arbusto -Eduardo Manostijeras- es inevitable concluir de que se trata de entretenimiento para fans puro y duro. Algunos cuadros, y sobre todo las fotografías sí parecen dejar al descubierto pretensiones artísticas más elevadas, pero éstas quedan empañadas por la presentación en forma de espectáculo del resto de contenido.
Tal y como era intención de los comisarios, el recorrido muestra cómo nacieron las ideas, el desarrollo del lenguaje del autor y la formación de su archiconocida y particular estética. Ojos redondos con pupilas pequeñas, lenguas alargadas, espirales y seres con extraños atributos físicos. Redondeces y aristas con resultados macabros pero amables, que demuestran que se puede ser infantil sin caer en lo naïf. Tim Burton tuvo el talento suficiente para crear un más que atrayente universo con personalidad propia. No sorprende que Hollywood se rindiera a los encantos de su original sintaxis de “rarito” pseudogótico con complejo de Peter Pan. De su prolongada carrera cinematográfica pueden extraerse ciertas claves que ayudan a entender su retrospectiva.
Nada más finalizar su carrera universitaria en arte, el director fue fichado para trabajar en Disney. Allí tuvo la oportunidad de crear una las obras más interesantes que se muestran en la retrospectiva: el corto de animación Vincent (1982). Es un pequeño poema visual dedicado al actor de terror Vincent Price, narrado por el propio homenajeado. El corto cuenta la historia de un niño de 7 años fascinado por el horror, las pesadillas y Edgar Allan Poe. Resume buena parte de la personalidad de Burton y ofrece detalles que se repetirán en sus futuros trabajos. La serie rodada para Internet The World of Stainboy también resulta más que digna de ver.
El director de Eduardo Manostijeras (1990), Ed Wood (1994) o Beetlejuice (1988), aquel que pintaba garabatos oscuros y se regocijaba en su propia marginalidad, es el Tim Burton del pasado. En sus primeras películas los temas que trataba y los personajes en los que él mismo se reencarnaba dejaban entrever cierta crítica hacia una sociedad en la que no se sentía incluido. Sin embargo, el inadaptado se volvió popular progresivamente y el contenido de su discurso fue disminuyendo, hasta terminar en vacío. Lo que empezó siendo innovador y hasta en cierta medida crítico, fue amoldándose a los mecanismos de la industria cinematográfica más comercial, a medida que el marginado fue haciéndose famoso.
El Planeta de los Simios (2001), Charly y la Fábrica de Chocolate (2005) y el reciente remake del cuento de Carroll son adaptaciones estéticas sobre tramas que de antemano sabrían que funcionarían. Historias conocidas adaptadas a un nuevo lenguaje por el esteta de lo oscuro. Sorprende como los años le han hecho perder la originalidad y el desparpajo. No escribe, ni rescribe historias; sólo disfraza y maquilla hacia tintes más jugosos, más espectaculares y extraños. Porque la estética de Burton es una marca de éxito, y tanto la industria cinematográfica como la artística se han dado cuenta.
Es tan triste como lógico que el museo elija este momento concreto para realizar la retrospectiva, aprovechando la sincronización con el taquillazo de Alice In Wonderland. Disney tiene un enorme mecanismo publicitario que ha hecho de la nueva película un éxito a nivel comercial, por lo que resulta el momento perfecto para unirse al tirón. La nueva película y la exhibición tienen puntos en común: ofrecen un nuevo envase para el mismo contenido, un pastiche insustancial.
No culpo a la enorme cantidad de gente que disfrutó de la retrospectiva. Es algo fácilmente consumible, y al tratarse de un lenguaje conocido la digestión es menos pesada. Tampoco se puede culpar al museo de intentar atraer el mayor público posible, pero alarma ver que sea a cualquier precio. Muchas de las “obras” que se exponen no son más que pertenencias de un personaje famoso. Otras muchas se parecen demasiado a objetos a la venta en cualquier tienda de cómics. Los productos de la corporativa Burton ya invaden suficiente espacio como para colmo, llenar los museos. Cuando las sinergias entre lobbys culturales-empresariales aumentan, caemos inevitablemente en la preocupante estandarización de los productos culturales.
Sería una excelente muestra si ocupara alguna galería turística en Hollywood, pero no es el caso. Entristece ver cómo una de las instituciones más emblemáticas en arte contemporáneo se rinde a la crisis y busque la taquilla fácil, olvidándose así de sus obligaciones como espacio cultural. Es sencillo encontrar público al que le apetezca montarse en una atracción, pero los museos no deberían convertirse en parques temáticos o al menos, si así deciden actuar, podrían intentar ofrecer un contenido más diferenciado. Una sociedad que consume los mismos productos en el cine, en la televisión, en las tiendas y ahora, hasta en los museos, vivirá felizmente alienada dejando poco espacio para la crítica, y haciendo desaparecer así las posibles alternativas para el cambio. Centralización, sincronización, uniformización…las paredes del museo son una esponja del clima que invade el exterior.
Si el objetivo fuera reflejar las características del contexto contemporáneo, la exposición sería un acierto. El problema es que hay una alarmante falta de conciencia por parte de los consumidores culturales de las dimensiones del engranaje, y del peligro que este demoledor mecanismo supone. Las grandes museos deberían considerar su deber respecto a la sociedad y contribuir al desarrollo de la misma, en vez de caer en el lucrativo negocio de la reproducibilidad de la cultura mainstream. Ésta ya goza de suficientes espacios y sólidas estrategias que aseguran su imparable desarrollo. Es inevitable que la institución privada esté inmersa en el engranaje capitalista, pero otra cosa muy distinta es aceptar que ofrezca los mismos productos sin el menor reparo. En algún sitio debemos poner los límites.
Inspirarse en la cultura popular es una acierto a la hora de captar sensibilidades de manera amplia, pero no siempre hay que dar lo que a la gente le complace ver, o al menos no de forma tan radical. Desde las vanguardias y el pop art los museos dejaron de ser templos, pero eso no excusa que se vean convertidos en ferias donde todo vale. ¿Dónde queda la crítica?, ¿la utilidad?, ¿el mensaje? Todo se resume en el consumismo de una estética vacía. El gusto por las características infantiloides de la obra Burton muestran que la sociedad tampoco quiere crecer, que es más fácil consumir juguetes culturales que obras que pesen, griten, reivindiquen o tengan un contenido complejo. El show del arte debe continuar y por el momento lo más lucrativo es ofrecer entretenimiento familiar.
Que el mercado esté en crisis no implica que el arte lo esté. Las ideas, nuevos proyectos y movimientos artísticos siguen emergiendo independientemente del clima económico que les rodee. Sin embargo, el MoMA decide optar por lo seguro y ganar sin apostar. Muchos han olvidado que la palabra “cultura” viene de cultivar, y en este campo estéril solo damos vueltas en círculo sobre la viciada oferta de propuestas industriales. Entristece concluir que los museos de arte contemporáneo quieran nutrirse de los desperdicios de la cultura de masas, en vez de ofrecer alternativas que intenten sacarnos de este círculo vicioso, cada vez más grande y menos enriquecedor.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)