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La relación entre el objecto y su espectador es compleja. El objeto dirige, conjuntamente con la experiencia del espectador, hacia una posible lectura. Pero, ¿qué pasa cuando ya no hay objeto sino algo así como su desaparición?
Por definición, el espectador es aquel que mira con atención un objeto. Una noción que muy a menudo el visitante de una exposición tiene de sí mismo. Una polémica se avecina generada por las expectativas de un espectador que quiere ver “algo”. En “Le Spectateur emancipé (2008)” Jacques Rancière muestra que esta última definición no sólo sería la del público pasivo – tan criticado desde las vanguardias- sino también la propia de esas formas de espectáculo que ansiaban, cueste lo que cueste, convertir al asistente en sujeto activo. Expone una relación no dicotómica entre artista y espectador: (…) una relación entre artista y espectador de la que ninguno es el propietario, de la que ninguno posee el sentido, que tiene lugar entre ambos (…). El artista es algo más que una fuerza de proposición o un constructor de causas perfectas para el efecto deseado; construye, compone y se desprende de su obra dejando (o, mejor aún, asumiendo) que el efecto de su acción esté también en manos del espectador.
Mathilde du Sordet considera su obra como indicios pero ésta impone su presencia física. El material de construcción es tan importante y visible como la obra. Éste quiere ser observado. Cada una de sus esculturas está compuesta de objetos y materiales reciclados perfectamente identificables (caja, funda impermeable, tabla…) cuyo significado interactúa y muta con el juego de equilibrio formal de los mismos y, tal vez, el tiempo. Surgida de un gesto eficaz, se trata de una obra que es “actor” y “reactor”. Propone un juego de incidentes mínimos garantizados (evolución inevitable) y de accidentes potenciales (fragilidad) y el espectador deviene, en efecto, un observador pero se reconoce también como un anticipador, analizándose pero capaz de experimentar en conjunto.
Un vuelta de tuerca más…
Esta relación entre espectador y objeto toma un impulso formal diametralmente diferente en la obra del artista holandés Melvin Moti. En su vídeo “No Show” (2004) propone una visita al Hermitage durante la Segunda Guerra Mundial, cuando el único rastro de las obras eran los marcos mientras éstas estaban guardadas para su protección. El vídeo es una imagen fija y el paseo es la voz en off del conservador que quiere concienciar a los soldados en la sala de la importancia de su labor de salvaguarda, explicando con detalle el que fuera el contenido de los marcos. El espectador de “No Show”, ¿qué observa?: ¿a otros espectadores invisibles? ¿las obras descritas? ¿una época histórica? Nostalgia y visión de futuro, consecuencias de un período histórico y prevención… Vive una experiencia que apela a dos sentidos fundamentales, el oído y la vista, manipulados conceptualmente sufriendo una suerte de inversión de caracteres. La “exigencia” implícita del artista es la avivación de la imaginación del espectador. Gracias a ese giro conceptual, el espectador es llevado a formar parte de un juego enriquecido de muñecas rusas y vive libremente la dinámica de la observación. Consciente, intuitivo y, sin sentirse dirigido, se sumerge en esa zona inclasificable de la experiencia de la que habla Rancière. Una obra compuesta y estructurada cuya elaboración permite que la relación entre espectador y objeto sea más fluida que direccional, sólida pero con un juego de equilibrios saludable para un espectador que desea alejarse de las categorías de acierto o error.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)