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Todos sabemos que las instituciones culturales están en crisis. Y que las ciudades que no pueden tener una infraestructura permanente porque no pueden pagar a un arquitecto estrella, buscan en bienales y festivales su dosis de capital simbólico. La lógica del estado del bienestar decía que la responsabilidad del poder era la de mantener estos aparatos en buena forma, y la responsabilidad del público conocerlos y estudiar su contenido. En la actualidad esta relación se tambalea, y los gobiernos piden que las instituciones se encarguen de sus finanzas independientemente, lo que actúa en detrimento de la calidad de su programación. Pero resulta que también las bienales, cuya intención primordial era ofrecer experimentación y relación contextual, están en crisis. Algunas emulan museos, otras intentan destruir un aparato que en realidad nadie quiere destruir, y la mayoría pasa desapercibida. En su lugar, las ferias parece que quieren tomar el relevo realizando programas paralelos en los que lo discursivo y experimental se confunde con la compraventa en un perverso e inteligente retrato de lo que es el capitalismo tardío. Es de mayor urgencia reflexionar sobre esto.
Estudiemos el caso de Berlín. Con una de las mayores escenas artísticas de Europa, no reclama necesariamente capital simbólico, pero sí instituciones de primer nivel. Si comparamos con el número de galerías, el número de instituciones dedicadas al arte contemporáneo es mucho menor y menos interesante –hasta que llegó Anselm Franke al Haus der Kulturen der Welt, pero eso es otra historia para otro artículo–. Por lo tanto, con un circuito comercial consolidado y sin la historia y compromisos de Venecia y São Paulo, la bienal de Berlín es una de las pocas que supuestamente debería apostar sin reparos por la experimentación y la relación con el contexto donde se produce.
Si la anterior bienal, comisariada por Artur Zmijewski, se relacionaba con las instituciones con una actitud casi violenta y pasaba desapercibida en la realidad del mercado del arte, la presente edición retoma la historia de la ciudad y concretamente la de sus museos, haciendo hincapié en cómo se han gestionado en Berlín a lo largo del último siglo. Esto parece ser el gesto curatorial principal y genera unas expectativas en cuanto a lo mencionado anteriormente. Reflexionar sobre cómo exponer qué en cada tipo de institución es clave en un momento donde las líneas divisorias cada vez son más borrosas. Por ello, las sedes de este año son importantes y precisamente los trabajos se definen atendiendo al tipo de institución donde se encuentran. Así pues, además del Kunst-Werke, y como reflexión sobre (o quizá consecuencia de) la dificultad de encontrar lugares asequibles en el gentrificado Mitte, la parte más interesante del evento se desplaza al barrio de Dahlem, a unos 45 minutos del centro de la ciudad. El Museen Dahlem tiene una increíble colección de arte no occidental y según el comisario Juan A. Gaitán la intención es la de crear una reflexión sobre la producción cultural tanto en forma de imágenes como en su display museístico. Uno de los artistas que mejor ha trabajado con estos términos es sin duda Wolfgang Tillmans, colocando . Unos tejanos cuyas marcas de desgaste en realidad están realizadas por computador, una zapatilla deportiva Nike LeBron X – Dolphins y una cazadora de reconocimiento aéreo utilizada por el ejército de aviación americano se colocan en vitrinas similares a las que vamos encontrando a través de las salas de la colección del museo. Estos objetos de antropología contemporánea en hacen resonancia con la museología de la colección, además de lograr actualizar nuestra relación con la representación del Otro. La capacidad de inmediatez y poder de la imagen intrínseca a la obra de Tillmans hace que su reflexión sobre el trabajo, la tecnología y la autenticidad dialogue de manera perfecta a través de imágenes y objetos con la colección, a partir de un punto de vista contemporáneo.
El gesto curatorial podría haberse centrado en ofrecer una serie de localizaciones y reflexionar en profundidad sobre ellas y sobre sus dispositivos. Sin embargo, se han producido un total de 45 nuevos proyectos que en la mayoría de los casos carecen de esta frescura e inmediatez. No existe (o no ha dado tiempo) de generar producción textual de cada una de estas producciones recién terminadas. Y dejar que las obras hablen por sí mismas en un evento de semejante tamaño y perfil del visitante es arriesgado. Hay que tener en cuenta que muchos artistas que miran a la historia lo hacen desde una profunda y densa investigación, y se hace necesario conocerla de la misma forma que cada una de las historia de cada una de las sedes. Si no se conoce, la exposición pierde fuerza y retenemos solo la parte formal, sin poder profundizar en lo que vemos. La segunda localización de la bienal, la villa de Haus am Walsee tiene su origen en la historia del coleccionismo privado. Aquí encontramos trabajos que han requerido de una investigación histórica muy específica, como el de Carla Zaccagnini o el de Mathieu Klebeye Abonnenc pero su display casi galerístico hace que se diluyan y el visitante pierda parte de su fuerza por la falta de contextualización. Entonces, lo que sucede es que todos los trabajos se perciben de manera similar, uno detrás de otro, y la idea de reflexionar sobre el display acaba jugando en contra. Así, los comentarios de esta bienal sobre si es “museística” o “galerística” acaban reiterando los preceptos sobre lo que es un museo, y no logran llevar más allá la reflexión sobre el futuro de estos lugares.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)