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Se ha estrenado la última producción del cineasta austriaco, a vueltas con el origen de la violencia en una muestra más de su refinamiento y su incombustible activismo a la hora de plantear cuestiones que siguen siendo pertinentes.
Hace un tiempo en una entrevista, con una actitud entre perplejo y ligeramente indignado, Michael Haneke decía que nunca se le ocurriría hacer fotos durante un viaje turístico. El comentario venía a cuento a raíz de una conversación alrededor de la imagen y las implicaciones del trabajo audiovisual, en la que elaboraba su discurso más que desde premisas técnicas cinematográficas, desde un convencimiento esencialmente político. Dejando la pregunta en el aire de si esto es lo que define la actividad artística, lo que queda claro con su producción cinematográfica es la posibilidad de entender el concepto “arte contemporáneo” en sentido laxo. En “La cinta blanca”, refinando su capacidad de ir a la yugular, Haneke plantea una serie de preguntas de aquellas incómodas alrededor del trauma europeo del nazismo y sus causas, para llegar hasta la cuestión del terrorismo en las sociedades contemporáneas.
La película retrata la vida en un pueblo alemán a principios del siglo XX, justo antes de la primera guerra mundial. Utilizando un blanco y negro inspiración Bergman y abusando del plano fijo se consigue un aura de distancia, para enfatizar el aspecto ficticio del cuento por encima de vocaciones documentalistas; así van pasando uno por uno los habitantes del pueblo, con sus caras sacadas de fotos antiguas y su dicción protestante, y con ellos sus interiores domésticos y todas las miserias humanas asociadas a un contexto rural, feudal y ultra-religioso. Los hechos que van ocurriendo, con ese ritmo casi tiempo real que provoca casos de letargo en los cines, no pretenden ser un juego de pistas y ya dejan intuir que no va a haber desenlace al uso en el que se conozcan todos los porqués y se aclaren los misterios, probablemente porque la intención de Haneke es que la película sea la pregunta.
De hecho, una de sus mejores bazas es interpelar sin miramientos al espectador. En un planteamiento tan espinoso como el que presenta en “La cinta blanca” consigue mantenerse al margen del maniqueísmo, que no es lo mismo que a) situarse en un limbo de mero reportero, ni b) en una de esas actitudes cargadas de buenismo y fotos de guerra retocadas en photoshop estetizando la miseria ajena. El asunto de la imagen en la contemporaneidad es el punto teórico clave en la producción de Haneke: si el arte contemporáneo no puede vivir ya en torres de marfil y se entiende a sí mismo como parte de una sociedad, ambos en una relación de retroalimentación, tendrá que reflexionar sobre sus propias fotos turísticas.
En “La cinta blanca” no hay panorámicas de campos de exterminio, primeros planos de prisioneros agónicos, violines, ni sale tampoco el laboratorio del Doctor Mengele. Siendo como es una película comercial que recibe premios mainstream, sobrevuela esta aparente contradicción la cuestión de cómo el arte puede jugar un papel en la sociedad desde su estatus creativo, sin pretender pasar a ser una pseudo-ciencia ni una máquina de documentación de la realidad como el foto-periodismo habitual. El discurso de Haneke es una crítica a lo obvio, a la capacidad de la imagen de banalizar las cosas, a la imagen como pieza más de la mercantilización, como herramienta del discurso hegemónico. El arte engagée en el mejor sentido, sin idealismos baratos, metiendo el dedo en la herida todas las veces que haga falta pero sin perder la elegancia. Ponerse el mejor traje para pasearse por el vertedero.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)