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Dos exposiciones en dos edificios con significados parecidos -ambos han sido espacios dedicados al culto religioso- aunque con valores distintos en la actualidad artística de la ciudad de Barcelona: Pep Durán en la Capella del Macba y Lúa Coderch en la Capella en el Antic Hospital de la Santa Creu.
La casualidad he permitido que la coincidencia de las exposiciones de Pep Durán y Lúa Coderch en dos espacios otrora sacros de Barcelona, nos indujera a reflexionar en torno a dos exposiciones desde una perspectiva no tanto comparativa como desde el cuestionamiento del hecho expositivo y sin que implique poner en duda el enorme potencial de este formato, afirmar que lo que se lleva son propuestas alejadas de las dictadas por la voz de la tradición aunque sí poniendo de relieve algunas de las piezas de la estructura a partir de la cual se articula una exposición.
Porque no debemos olvidar que una exposición no es sólo cosa de uno.
Volviendo al inicio de nuestra reflexión, diremos que la coincidencia en el espacio y el tiempo de dos exposiciones tan distintas como sus autores, nos ha llevado a formular una serie de preguntas que, por bien que se vinculan a lo que se conoce como hecho expositivo –es decir, en torno a una exposición- creemos que la mejor manera de desgranarlas es abordándolas una a una. Es decir, por separado y al margen de supuestos alegatos en favor de ese tipo de exposición entendida no tanto como la confluencia de varias voces individuales como de aquel tipo de canto coral cuya ausencia de singularidades nos permite escuchar la voz de cada intérprete como parte integrante de un esfuerzo colectivo.
Siempre he considerado la obra de Pep Durán (Vilanova i la Geltrú, 1955) como paradigmática de la capacidad expansiva y desbordante de un artista y del modo en que su maestría en particular, salvo en las contadas ocasiones en las que se ha podido manifestar en su total plenitud, le ha permitido mantenerse entre los márgenes de una ortodoxia escultórica de la que no son pocas las veces que hubiera preferido no oír hablar. De modo que no es de extrañar que, el hecho de haber lidiado con un lenguaje escultórico a menudo más inflexible de lo que parecía, a la vez que le fue apartando de sus propios postulados, le acercó a otro tipo de lenguajes que, como el del teatro, no solo le invitaron a transitar por ese espacio que tanto domina si no que, en el marco de una obra tan objetual como la suya, le permitieron incorporar el ser humano para que cumpliera una determinada misión: dar vida a lo inanimado. Primero, a través de objetos relacionados con su propia cotidianeidad, luego a través de fotografías que, a la manera de un collage, se suman como un elemento más a sus colecciones infinitas de objetos y, para terminar, moviéndose entre esculturas y ante a la mirada de un espectador que, atento a lo que ocurre mientras todo pasa, permanece sentado en su butaca. Con el recuerdo de una obra que, como la de Pep Durán, fue y es indispensable para entender el arte en España durante las décadas de los 80 y 90, nos acercamos a la Capella del Macba para ver “Una cadena d’esdeveniments”, es decir, su propuesta más reciente, tras demasiado tiempo alejado de la escena artística local, y constituida por dos enormes retablos – o Iconos laicos, como le gusta denominar al artista- construidos con recuerdos de su propia memoria, fragmentos de textos con los que se identifica y objetos que le han acompañado a lo largo de su existencia. Ahora bien, si esta suerte de amalgamas objetuales es justamente por lo que se le conocía, el hecho de que ahora los realice en cerámica y de tan grandes dimensiones, al tiempo que lo privan de aquellas frescura, vitalidad y riesgo tan característicos, le acercan demasiado a ese artista mallorquín o paradigma contemporáneo de la apología de lo ilimitado. De modo que, frente a una exposición cuya aportación se ve impelida a tener que luchar para asomar la cabeza e impedir que el hilo de su voz se acalle entre el fango que la configura, tendremos que esperar otra ocasión para ver de Pep Durán algunos de los síntomas más convincentes de aquella fuerza con que salía a escena.
Salvo por una exposición que, junto a Darío Reina, Lúa Coderch organizó en el Cercle Artístic de Sant Lluc bajo el título “El model absent: obres de la Col.lecció del Macba”, y consistente en una cuidadosa y delicada selección en pro, no sólo de una interesante mirada sobre las obras de una colección, sino también, y sobre todo, de un discurso perfecta y honestamente hilvanado en torno a la elocuencia de un rastro o la presencia de una ausencia, apenas era nada lo que sabía de esta artista nacida en Perú en 1982. Y sin embargo, al ver “Estrategies per desaparèixer”, su exposición más reciente pensada para las reducidas dimensiones del Espai Cub de la Capella, no he tardado en considerar -quizá equivocadamente, quizá no- que aquella muestra de hace dos años se podría haber constituido en esa suerte de anclaje vital que siempre es necesario para el desarrollo de cualquier idea. Sea bajo la forma de una obra, un discurso o en torno a algo que se desconoce, no se sabe hacia dónde va, en qué puede derivar ni la razón por la que tiramos de su hilo. Y es que si, como vimos en aquella ocasión, la artista se refería a la ausencia de un modelo a través de las obras de otros artistas, ahora también nos habla de la desaparición a través de las suyas propias: al cabo de un tiempo; desde su propia imposibilidad; desde la presencia de una ausencia; a través de un rastro.
Si las muestras de Pep Durán y de Lúa Coderch no tienen nada en común desde ninguna perspectiva, lo que nos lleva a vincularlas es la energía que desprende la obra de un artista en distintas fases de una carrera tan llena de obstáculos como de buenos momentos. A saber: en una fase incipiente y hacia la mitad de su trayectoria. O, lo que es lo mismo, desde el inicio y consolidación de un discurso complejo capaz de evidenciar que el paso del tiempo, a la vez que acalla los arrebatos de quien nada tiene que perder y sí mucho que ganar, obra en favor de la consolidación de una obra cada vez más ensimismada y auto referencial como todavía válida. De modo que, desde la óptica de quien en su día no dudó en trocear su producción para mostrar una rebeldía que nada tiene que ver con su reciente incursión en el universo de la cerámica, entenderemos que la obra de Lúa Coderch existe -quizá o también- para reconciliar la necesidad de hablar del artista con la que tiene el espectador de responder activamente.
Si la responsabilidad de una obra recae principalmente en la figura de su creador, -es decir, el artista- la del comisario que figura al frente de sus exposiciones, no se debe desdeñar. Por una razón muy sencilla: en ninguna parte se está porque síi. De modo que es muy normal que la lectura de una exposición comisariada, además de depender de la obra del artista, también se vea intervenida por la figura del curador. Es decir, desde la perspectiva de quien, mediando entre el artista y el espectador, expresa la opinión que le merece una obra desde tantas perspectivas como comisarios existen. Dicho esto que es de perogrullo, nos asaltan dos preguntas: ¿qué ha pasado –o qué parece haber pasado- para que la muestra de Pep Durán, más que una investigación sobre un artista y la deriva de su obra se nos antoje como un ejercicio de domesticación sin que se oiga la voz de un artista que, como la de Durán, antes nunca dejaba de oírse?; ¿cómo es posible que la obra de Lúa Coderch, estando donde se encuentra –o quizá por ello-, evidencie lo mucho que tiene que decir tanto a través del auricular de un teléfono como de un espacio donde buena parte de las cosas que lo ocupan están para preguntarse si deberían estar allí? Y ahí una posible respuesta: quizá porque los curadores de seguir sendos proyectos, en su tarea de responder, también, a las aspiraciones de la institución para las que trabajan, han acallado la voz de un artista y permitido que la otra se oyera. Al fin y al cabo, en eso consiste tanto una carrera de relevos como la de quienes fundamentan su misión en el arte sobre la base de su personalidad o la de una investigación concienzudamente iniciada para desvelar lo que, pese a cualquier mediación, siempre responde a la voz de un artista.
Dedicado desde mediados de los años 90 a la promoción de artistas emergentes a través de ciclos comisariados o exposiciones surgidas de un programa de producción que con el tiempo se ha hecho su hueco, la Capella acoge un botón de muestra de lo que justifica su precaria existencia: la producción consensuada de proyectos artísticos desde su fase más germinal hasta lo que el público acaba viendo. De forma que lo que pasaría por una exposición más pasa a tener que leerse como una suerte de una aventura o el resultado de un trabajo eminentemente coral consensuado, arriesgado e imprevisible.
En el otro lado de la balanza está la Capella del Macba, un espacio destinado a la producción de proyectos artísticos susceptibles de engrosar la colección del museo y puede que, quizá por ello, condicionando en demasía la libertad del artista. Algo que, si bien nadie ha dicho en ningún momento, es lo que se destila de las tres exposiciones que se han visto en este espacio desde que se puso en marcha este proyecto de producción.
Sea como sea lo cierto es que, dedicándose ambos a una finalidad muy parecida -es decir, a la producción de proyectos artísticos-, sus resultados son el reflejo del deseo de cada artista, las aspiraciones de su curador y lo que ambas instituciones, quizá, esperan de su inversión. A saber: promover la obra de un artista en condiciones que, eventualmente, justificarían su inclusión en una colección u ofrecer las condiciones para que un artista produzca la obra que desea realmente.
Y en medio de este marasmo en el que cada uno quiere ser algo, aparece quien, la mayor parte de las veces, no tiene ni idea de lo que sucede a sus espaldas: el público. Es decir, aquel colectivo en pro del cual se pone en marcha esta maquinaria y al que casi nunca se le pregunta qué opina de lo que le dan. Al fin y al cabo, ¿para qué?, se preguntarán, son tantos… En consecuencia, si nos dan a escoger entre las dos opciones creo que nos decantaríamos por la de Lúa Coderch. Y no porque se pueda -o se deba- comparar con la de Pep Durán si no porque el discurso que, con todos sus aciertos y fallos, esgrime la obra de Coderch, nos remite a un modo de entender el arte que más que tender a la relajación aboga por el mismo deseo imperioso de arder que, como dice Vila-Matas refiriéndose a Bolaño, es el que facilita que las tinieblas se puedan volver algún día claridad. De forma que, lejos de quedar atrapados en el barro endurecido seguiremos la huella de una presencia cuya elocuencia e invisibilidad no amilana ningún discurso. Por joven que se sea su creador. O no.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)