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Manifesta 8 es un gran evento, como todas las demás Manifestas lo fueron, como lo son todas las bienales. Grande en cantidad y despliegue. Grande en publicidad. Grande en infraestructura. Es fácil, ante tanta magnitud, perder el norte de los trasfondos de política cultural que se esconden tras las obras. Es sencillo también encontrar piezas fantásticas entre el montón, sorprenderse ante jóvenes desconocidos que iluminan una oscura mañana de desilusiones, y olvidarse del panorama general, de si hay calidad en los planteamientos curatoriales y conceptuales sobre los que debe articularse un evento de este calibre.
El primer gran ausente es el lema del título, el diálogo con el Norte de África. Es cierto que uno de los grupos comisariales es el Alexandria Contemporary Arts Forum (ACAF), que proporciona un pequeño número de artistas egipcios para cumplir formularios. No obstante, en cuanto a temática y enfoque, el supuesto tema principal no aparece por ninguna parte. Tampoco es de extrañar que los comisarios hayan decidido saltárselo a la torera, puesto que se trataba más de una gran hipocresía política que de un concepto per se.
Esto no quiere decir que todos los trabajos hayan ignorado la candencia de conflictos actuales: al contrario, precisamente la propuesta más coherente ha sido la ofrecida por el colectivo Chamber of Public Secrets (CPS) en sus sedes de Cartagena, en las que una más que acertada selección de artistas se plantea, a través de referencias concretas y específicas, qué es y cómo se construye la historia hoy, así como el papel que pueden cumplir los individuos en esta construcción.
Todo comienza en el MURAM con una reflexión sobre la visión y la percepción, que por sí misma resulta algo floja, pero que unida al resto de sedes cobra sentido. Las obras de Wooloo, Erlea Maneros y Esref Armagan plantean el tema de manera bastante directa, pero correcta. Lamentablemente, en esta sede se encuentra también el terrible trabajo de Michael Takeo Magruder, una serie de imágenes y textos sobre el 11-M que compiten por el título de peor obra de la bienal.
El nivel despega en las siguientes sedes. Así, Abed Anouti intenta buscar las razones del silencio en torno a la guerra civil y el franquismo en España, comparándolo con su Líbano natal; Anders Eiebakke construye un avión teledirigido con el que sobrevolar la frontera entre Melilla y Marruecos, en el trabajo que más directamente responde a las premisas del título oficial; Filipa César muestra la película La pyramide humaine de Jean Rouch a un grupo de estudiantes israelíes y palestinos y graba la conversación que se desarrolla después; todo ello en la cárcel de San Antón, un espacio clave en la represión del franquismo en Cartagena, abierta por primera vez al público. Para completar la proposición, Stefanos Tsivopoulos documenta al mismo tiempo que ficciona la historia de la burguesía propietaria de las minas de la zona en el elegante Casino, su propia sede social, y Laurent Grasso captura con gran certeza en un vídeo la tensión continua en torno al conflicto y la defensa que retransmiten las instalaciones militares alrededor de Cartagena, cuya historia se remonta a la antigüedad. Y lo muestra ni más ni menos que en el antiguo pabellón de autopsias. Efectista y efectivo, y funciona.
Y por desgracia, la bienal como proyecto coherente y enriquecedor se acaba aquí. La propuesta de tranzit.org de realizar una constitución para una exposición temporal, una reflexión curatorial experimental de gran interés si se hubiera llevado a cabo en un verdadero proceso de negociación entre agentes, resultó en un gran fiasco de performance (tiene mérito que de trescientos espectadores del mundillo, la mitad se vaya antes del tercer artista) y en una exposición de obras producidas sin ton ni son conceptual que salen perdiendo en el marco. En cuanto a ACAF, partieron con la humilde pregunta de cómo pueden los proyectos de arte tocar de manera original en la complejidad de sofisticadas y caprichosas redes de la vida, de manera que dedicaron su atención a uno de los temas preferidos del mundillo: nosotros, cómo pensamos nosotros, qué hacemos nosotros, cómo nos vemos a nosotros mismos. Cansa.
Entre todo esto, por supuesto, se escondían algunas propuestas de las que alegran el día, o incluso la semana: las historias no oficiales enmarcadas en las obras de Neïl Beloufa, y Simon Fujiwara, la visión del individuo en el proceso histórico en las poéticas intervenciones de Kajsa Dahlberg y Jasper Rigole, la riqueza de textura y reflexión cinematográfica de Loulou Cherinet e Igor y Ivan Buharov, las infinitas relaciones formalizadas de Erick Beltrán, las menos estructuradas de Ruti Sela y Pablo Bronstein, y grandes experimentaciones coreográficas de Boris Charmatz y Bouchra Ouizguen.
El confuso total se enmarca en un ambiente político escalofriante, con la alcaldesa de Cartagena jactándose sin rubor, ante profesionales y prensa especializada internacional, de cómo su ciudad ha sabido explotar económicamente su pasado histórico y arqueológico, y ha extendido este “saber hacer” al arte contemporáneo. Una muestra de esa política cultural que tiene mucho de política y poco de cultura, y que podría haber actuado del mismo modo con el foro de coches de fórmula 1 o de trajes de novia. El interés partidista era tan obvio que no merece ni un profundo análisis, pues carecía de cualquier profundidad en sí mismo. Un contexto inapropiado para una bienal que intenta ser crítica de palabra, y que deja algo que desear de obra.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)