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Rescate del siglo XX

Magazine

30 maig 2014

Rescate del siglo XX


Hasta antes de ayer, el arte de los medios era una etiqueta desvencijada que se usaba en referencia a ciertas piruetas de la década de 1960 en Argentina. Desde hoy, el término puede reutilizarse para describir una exhibición de pinturas del siglo XX copiadas de libros, catálogos, sitios de internet y revistas, y reunidas sin ton ni son en una espacio de sabor modernista como el de la Fundación Klemm. Eso es lo que hicieron María Guerrieri y Max Gómez-Canle para sublimar su amor por las influencias y darle una forma objetiva (y distinta de la solución para el mismo problema que encuentran por separado en sus obras individuales). La muestra, que se titula Amigos del siglo XX, tiene de todo: Lucio Fontana y Paul Klee, Tarsila do Amaral (dos veces), Malevich y un rutilante Tàpies, pasando por formas más puntuales de la idolatría (Yente y Lidy Prati, Félix Vallotton y tantos más). La selección es incoherente desde el comienzo; y es internacional, o sería mejor decir cosmopolita, porque también es muy personal: un canon propio, que desmiente por eso la noción de canon. Sobre todo, es una muestra de pintura. “El siglo XX fue la pintura del siglo XX” podría ser la primera tesis que resultaría de traducir la exhibición a un conjunto de oraciones asertivas, al estilo de Ludwig Wittgenstein. Tiene algo misterioso tanta franqueza negligente: una apuesta taimada entre el capricho, como una carta bajo la manga.

El concepto de un arte de los medios, mucho antes de que lo pusiera en circulación Lev Manovich, sirvió en Argentina para poner en escena algunas de las ideas centrales que simultáneamente estaba pensando Marshall McLuhan, para quien el medio de comunicación funcionaba como un fondo más importante que su figura (el mensaje). Mientras McLuhan daba una forma tentativa a estas ideas, Eduardo Costa, Raúl Escari y Roberto Jacoby publicaron en 1966 el manifiesto conocido como “Un arte de los medios de comunicación”, centrado en la noción (común con la época) de que los medios crean los contenidos que mediatizan. Fue uno de los puntos centrales de la llamada desmaterialización del arte que la escena del Di Tella en Argentina siempre se atribuyó, incluso a pesar de los hechos.

Pero la teoría de McLuhan no se agota en el lugar común del dominio en las sombras del medio sobre el mensaje. En primer lugar, porque para McLuhan casi cualquier cosa es un medio. Y además, porque los dos McLuhan (Marshall y sobre todo su hijo, Eric) acuñaron las famosas leyes de los medios, entre las que se destacan los conceptos simbióticos del rescate (retrieval) y la inversión (reversal). El final anunciado de todo medio es disociarse en estos dos procesos: el conocido ejemplo de inversión es el destino del automóvil, diseñado para dar velocidad al individuo, con la consecuencia de que su difusión convirtió a las ciudades en enormes sacos de autos que taponan avenidas y calles. El rescate es exactamente lo inverso, y es lo que ocurre cuando un medio nuevo recupera rasgos de otro ya obsoleto (el carro traccionado a sangre sería el ejemplo oportuno). En el caso de la exposición de Guerrieri y Gómez-Canle, este medio obsoleto es la pintura moderna (que los artistas de los medios, hace cincuenta años, juzgaron “terminada”) y su reutilización, entendida ahora de modo harto libre, tiene un propósito antitético para la pintura moderna: el establecimiento de relaciones diplomáticas cordiales con el pasado reciente.

Pero, si ese es el rescate, ¿cuál es la inversión? Siguiendo la analogía se desprende que todo el arte contemporáneo atravesó un proceso de inversión, comenzando con la desublimación materialista intrínseca a muchos de los proyectos de las décadas de 1960 y 1970. Los deseos de ruptura formal derivaron en formatos más bien fijos que, desde fines de aquella década, cuando el arte contemporáneo se convierte en un objeto institucional apreciable, han cambiado muy poco: solo se han reproducido hasta el hartazgo, como los autómoviles. Quizás como nunca antes en la historia, el arte ha devenido siempre igual. Y a esta tradición, es decir al canon del arte contemporáneo, y casi sin que el espectador lo perciba, los autodenominados amigos del siglo XX le dan un empujoncito: en su exhibición hay una verdad histórica, y no tanto en lo que pintan con los dedos como en lo que borran con el codo. “Después de Fontana y Tàpies sobrevino la superfluidad” sería la segunda tesis. Depende del espectador poner el límite; en todo caso, al ver la exposición se echa de menos a los arlequines de Natalia Goncharova más que a los proyectos tipografiados de visionarios de corto plazo de varias generaciones.

Un último comentario merece la falta de programa entendida como un programa y los ecos con la contigua colección Klemm, equidistantes del sueño de pasear por la tradición con equipaje ligero. La colección Klemm es la más argentina de todas las que pueden verse en Buenos Aires, con excepción tal vez de la colección Bruzzone, y es una colección compuesta casi en un ochenta por ciento de artistas de Europa y Estados Unidos. Generaciones enteras tuvieron su primer contacto con Warhol, Magritte, Yves Klein y Richard Avedon recorriendo sus salas que, además, son públicas y de acceso irrestricto, como la tradición misma. Al hecho de que la tradición argentina es pura potencialidad, Guerrieri y Gómez-Canle le encuentran el matiz casi arrogante del juego libre. El amateurismo, al encontrarse objetivado, es algo mejor que el amateurismo: el deseo de divorciar al arte del trabajo, y simultáneamente despojarlo de las alas pesadas de la nacionalidad, es un deseo de cierta forma inherente al arte argentino. Y por un rato, en el subsuelo de la Fundación Klemm, pegadito a la Plaza San Martín, queda al alcance de la mano.

Claudio Iglesias és un crític de Buenos Aires, Argentina. Els seus darrers llibres publicats són Corazón y realidad (Consonni, Bilbao, 2018) i Genios pobres (Mansalva, Buenos Aires, 2018).

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