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Algunos rasgos de la literatura de este milenio

Magazine

08 octubre 2012
Tema del Mes: Distribución de contenidosEditor/a Residente: A*DESK

Algunos rasgos de la literatura de este milenio

¿Son la levedad, la rapidez, la exactitud, la visibilidad, la multiplicidad y la consistencia los rasgos principales de la literatura de nuestra época? Italo Calvino fue invitado por Harvard para impartir un ciclo de conferencias en 1985 (Seis propuestas para el próximo milenio, Siruela, 1998). Aunque la muerte le sorprendió antes de poder viajar a Harvard y las seis propuestas quedaron en cinco. Han pasado más de veinticinco años. En ese lapso de tiempo no sólo cayó el Muro de Berlín y fueron derribadas las Torres Gemelas, también se multiplicaron las pantallas, se pixeló la realidad y concluyó la época posmoderna. Sus seis conceptos, de los cuales sólo desarrolló cinco, siguen siendo válidos para pensar lo literario precisamente porque el byte ha ocupado parte del lugar simbólico del átomo o de la célula: lo leve, lo rápido, lo visible o lo múltiple son conceptos que nos ayudan a entender tanto las escrituras digitales como la literatura publicada en papel en que se evidencia el rastro tecnológico del cambio de siglo. Lo exacto y lo consistente, si tenemos en cuenta que Calvino no excluyó con su defensa de la levedad el valor del peso y con su defensa de la rapidez la importancia de la dilación, apuntalan unas coordenadas que en realidad sintonizan con las líneas mayores de la creación contemporánea, pero sin excluir totalmente al resto. Como si en el fondo la profecía fuera tan plural que no pudiera ser también errónea. Y se ubicara entre dos polos: la electricidad y el cuerpo, el gesto virtual y la física gestualidad.

Esa convivencia de prácticas y tendencias provenientes de varios momentos de la historia del arte es, justamente, la principal característica de nuestro siglo XXI. Incluso dentro de la trayectoria de un mismo autor encontramos libros que son ecos de modelos narrativos antagónicos: pensemos en Véase: amor (Tusquets, 1993), de David Grossman, una indagación israelí en la memoria de los judíos europeos construida mediante mecanismos propios de la novela posmoderna (la última parte está escrita en forma de diccionario enciclopédico y toda ella dialoga intertextualmente con la vida y la obra tanto de Bruno Schulz, autor canónico, como de Sholem Aleijem, escritor inmensamente popular), y en La vida entera (Lumen, 2010), del mismo autor, una obra que pese a estar ambientada en el presente recupera la ambición psicológica y la factura técnica de las grandes novelas del siglo XIX que tienen a una mujer como protagonista. La primera se publicó en 1986 y la segunda, en 2008. La primera es contemporánea de las propuestas milenaristas de Calvino y la segunda es de este milenio.

Ambas, además, son monumentales. Lo digo porque parecería que lo anti-monumental es una tendencia principal de la literatura de nuestra época, una idea concomitante con las de ligereza y rapidez, que tiene su correlato en el arte contemporáneo que ha trabajado en el proyecto, la desmaterialización o el concepto, en lugar de hacerlo en la Obra de Arte o el Monumento. Y es muy probable que lo sea. En el ámbito hispánico, algunos de los autores más celebrados por la crítica y la academia cultivan exclusivamente la nouvelle, o la novela más o menos corta, como si fuera la respuesta más contundente a las novelas totales de los años 60 y 70. Pienso, entre otros, en César Aira, Mercedes Cebrián, Mario Bellatin, Julián Rodríguez, Yuri Herrera, Alejandro Zambra, Valeria Luiselli, Sergio Chejfec o Ricardo Menéndez Salmón. Autores que tal vez hayan encontrado, conscientemente o no, en la reconexión con la brevedad de J.L. Borges, Juan Rulfo o Augusto Monterroso un modo de escapar a la sombra de las narraciones deicidas que firmaron Gabriel García Márquez, José Donoso o Mario Vargas Llosa. Narraciones autosuficientes, preocupadas sobre todo por la Historia y la Literatura, ajenas a la deriva del Arte Contemporáneo que podría haber sido su acicate y contexto.

Si hubiera que buscar una grieta en los autores de esa generación, una obra que sí dialogó con las artes plásticas y la música de su época y cuyo título más conocido es, al mismo tiempo, un monumento y su refutación, tendríamos que citar Rayuela, de Julio Cortázar, que en 1963 propuso la posibilidad de la anti-novela. Releer sus capítulos prescindibles significa percatarse de que el proyecto cortazariano era por naturaleza anti-monumentalista. Y hay que recordar que la mayoría de los autores actuales han leído en su juventud esa novela (aunque la refuten con argumentos intelectuales, allí sigue, en la memoria sentimental, latente). En esos mismos capítulos finales Cortázar insiste en el proyecto de “un relato que quisiera lo menos literario posible”, habla de “desescribir” –un verbo que conecta con el “despalabro” de Beckett– y que, como en su caso, implica despojamiento: “detrás de esa pobreza deliberada, detrás de ese ‘empezar a bajar’ que sustituye a ‘emprender el descenso’, entreveo algo que me alienta. Escribo muy mal, pero algo pasa a través”.

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Buena parte de la escritura actual también está recorrida por lo que se conoce como “malas escrituras”, un concepto que como el de la pobreza deliverada encontramos en todo el arte del siglo XX (del arte povera al arte del reciclaje, de Antoni Tàpies a Nam June Paik, de Roberto Arlt a Osvaldo Lamborghini, del jazz al ruidismo). En nuestros días, las escultura basura de Mark Jenkins o los relatos sobre cumbia de Washington Cucurto significarían la extensión de esa tradición que adquiere un nuevo sentido con cada crisis económica. Y la de este inicio de siglo, por supuesto, no es una excepción. En Estética de laboratorio (Adriana Hidalgo, 2010), Reinaldo Laddaga analiza comparativamente prácticas artísticas de nuestro tiempo que, precisamente, comparten la escenificación de un proceso creativo que implica despojamiento. En la introducción del volumen, el ensayista argentino menciona, entre otros, a W.G. Sebald, Pierre Pichon o Joan Didion, en diálogo con artistas visuales como Sophie Calle, Bruce Nauman o Matthew Barney. Leemos:

«Una parte considerable de los más ambicioso e inventivo del arte (de la música, de la letras, de las artes plásticas) del presente tiene lugar en el sitio en que confluyen y se articulan estas estrategias: la presentación del artista en persona en la escena de su obra, realizando alguna clase de trabajo sobre sí en el momento de su autoexposición; el uso de materiales menores como lo son las bombillas en el dominio de la luz, los saludos más casuales en el del lenguaje y, en el del sonido, los golpes de nudillos en la madera; la frecuentación de producciones del pasado que se abordan como conjuntos de estratos, como yacimientos o reservas donde se han depositado elementos que debieran recogerse y preservarse; la construcción de arquitecturas difusas, apenas diferenciadas del espacio en el que han llegado a existir y al que quisieran pronto reintegrarse; el interés por las colaboraciones anómalas, que son la condición de producciones de un tipo particular, pero también sitios de indagación en las posibilidades de relación inter-humana; la exploración imaginaria de las relaciones entre criaturas que han caído en espacios donde el horizonte no es visible y deben persistir en la relación como puedan.»

De un modo u otro, la mayoría de las prácticas artísticas de nuestro presente que entendemos como contemporáneas y, por tanto, como herederas del arte moderno de finales del siglo XIX, las vanguardias de principios del XX y la posmodernidad –en el sentido menos excluyente del término–, se pueden entender desde los conceptos que enumera Laddaga. La música interpratada con instrumentos de juguete de Pascal Comelade, las novelas de Pablo Kadchadjian o de Michel Houellebecq, el flamenco de Israel Galván, la performance de Ron Athey o de Angélica Liddell, el teatro de Rodrigo García o de Rafael Spregelburg, las obras visuales de William Kentridge o de Kikki Smith, el cine de Isaki Lacuesta o de Albert Serra, las instalaciones de Kuribayashi Takashi o el cómic de Miguel Gallardo o de Peter Kuper. Laddaga selecciona a dos escritores para un examen pormenorizado: J.M. Coetzee y Mario Levrero. Tanto en el sudafricano como en el uruguayo encontramos obras principales que recurrren a formas informales, como el diario, la entrevista periodística o la anotación, como si en esos procedimientos narrativos fuera posible el desnudamiento retórico, la inexactitud, el esbozo, cierta inmediatez que comunique verdad. Porque si algo nos dice La novela luminosa (Alfaguara, 2004), la obra maestra de Levrero, es que a través de ella estamos accediendo a la realidad de un escritor, a su angustia, a su rutina, a su pensamiento sincero. Tanto en Diario de un mal año (Mondadori, 2007) como en Verano (Mondadori, 2010), Coetzee no se conforma con reproducir ese tipo de textualidades, sino que construye a partir de ellas un artefacto complejo. Porque la novela ya no se encuentra tanto en las palabras como en la estructura, tanto en el texto como en la textura. “¿Un gran escritor? ¡Cómo se reiría John si le oyera! ¡Los tiempos de un gran escritor se han terminado para siempre, le diría!”, exclama una de las personas entrevistadas en Verano. En contra de la perfección, de la clausura, de la ambición desmesurada de cierta novela del siglo XX que pervive en nuestros días, Coetzee y muchos otros autores de hoy proponen una literatura aparentemente imperfecta, abierta, en tono menor, en justa correspondencia con el lugar simbólico que ocupa hoy lo literario.

El formato de la conferencia, recurrente en la obra más reciente de Coetzee, también lo encontramos en la de Enrique Vila-Matas. En él se cruzan la supuesta inmediatez antirretórica con otro rasgo fundamental de la literatura de hoy: su performatividad. No hay más que observar los primeros capítulos de su última novela, Aire de Dylan (Seix Barral, 2012), que como la anterior París no se acaba nunca (Anagrama, 2003) comienza con una actuación y participa de la representación teatral que es toda conferencia: en vez de imitadores de Ernest Hemingway, en este caso nos encontramos con disertantes sobre el fracaso artístico. Tras un inicio claramente autoficcional, el narrador es invitado a un congreso suizo que versará sobre el fracaso y al que también acudirán autores como Sergio Chejfec o Werner Herzog. Allí conocerá a Vilnius Lancastre, que interviene en el encuentro con una performance titulada Teatro de realidad, donde pretende “ir confirmando en directo sus sospechas de que al público no le interesaba en absoluto su drama (…), su actuación terminaba por ser el fracaso penoso y bochornoso de la historia de los narradores de todos los tiempos” y era “una exhibición completa y ejemplar en público de cómo se fracasa plenamente y de verdad”.

El título de la conferencia podría ser una alusión indirecta a otro libro de Laddaga, Espectáculos de realidad. Ensayo sobre la narrativa latinoamericana de las últimas dos décadas (Beatriz Viterbo, 2007). En él habla de una narrativa menos propensa a “realizar obras que a diseñar experiencias” y resume los rasgos de gran parte de la literatura más relevante de los últimos años: su aparente improvisación e instataneidad, su voluntad de inducir un trance, su aspiración a ser mutante, su relación con prácticas de cooperación local (en un ensayo anterior, Estética de la emergencia, el autor había examinado con atención justamente las estrategias de producción colaborativa de nuestro cambio de siglo). Sus ejemplos son obras de César Aira, de Mario Bellatin, de João Gilberto Noll, de Fernanda Laguna o de Cucurto. Pero esos rasgos de unas obras que simulan una escritura en directo, que se muestran su tramoya, que son tanto experiencias de lectura como experiencias de lectura y, por tanto, obviamente performáticas, podemos también detectarlos en títulos de Victoria de Stefano, Agustín Fernández Mallo, Antonio José Ponte, Gabriela Wiener, Cristina Rivera Garza o Manuel Vilas.

Todas esas consideraciones acerca de los vectores que rigen la relación en nuestros días entre literatura y arte contemporáneo nos permiten observar la mutación mayor: del papel al píxel. Una mutación que, como sugiere la multiplicación de los jams de escritura, ha espectacularizado al escritor, quien ya no sólo produce obra diferida (primero escrita y corregida, después editada y publicada), sino que también produce obra en directo (a principios de la década pasada, Arcadi Espada hizo en su blog varios ejercicios de crónica en tiempo real: hoy es una práctica en todos los diarios digitales, por ejemplo en los partidos de futbol, y en las redes sociales y otras plataformas). El fenómeno más importante en lo que respecta a la digitalización de la literatura tal vez fuera la explosión de blogs a finales de los años 90 y principios de este siglo, una de las muchas facetas de la proliferación de escrituras que tuvo y tiene lugar en la red. Aunque la producción profesional de discurso escrito, a menudo literario, se fuera mudando de las superficies tradicionales a las digitales, probablemente sea más relevante la multiplicación de textualidad amateur. Las malas escrituras, así, se dividieron entre las intencionadas y las naifs.

Algunas de las mutaciones más importantes de los últimos años provienen, justamente, de esa tendencia. Pienso en Hernán Casciari, que antes de 2005 ya había publicado una novela y había ganado el Premio Juan Rulfo de cuento, pero que a partir de esa fecha se hizo muy conocido gracias a Más respeto, que soy tu madre (Plaza y Janés), el volumen que recopilaba los textos de su famoso blog narrativo. El blog, la novela y la adaptación teatral: tres encarnaciones de una misma obra, las tres igualmente populares. Finalmente, tras el éxito de un nuevo blog, el de teleseries de El País Digital, y la ruptura con los grandes medios de comunicación, con las corporaciones, Casciari inició a principios del año pasado un proyecto que busca nuevas rutas de circulación de la cultura. Orsai nació porque varios miles de lectores se comprometieron a apoyarla. Funciona por un sistema de suscripción avanzada: hasta que no tienen el número suficiente de lectores, no se imprime la revista. Además de revista, es también editorial e incluso una suerte de cooperativa empresarial, que ya ha abierto una pizzería en Buenos Aires, con clara vocación de centro cultural. De lo virtual a lo performativo. De la cooperación virtual o la cooperación física. Sin barreras nacionales ni en el polo de la producción ni en el de la distribución. Esa misma doble naturaleza la encontramos en las acciones del grupo mutante español Hotel Postmoderno, que tanto publica libros en papel (Hotel Postmoderno, Inéditor, 2008; De La Habana un barco, Lengua de Trapo, 2010) como realiza sofisticadas obras on-line, como suicídame y los7vampiros. En ninguno de sus proyectos participan los mismos artistas: los escritores, los músicos, los diseñadores, los actores y actrices varían según lo hacen las características de la propuesta. Está claro que el trabajo en red es uno de los signos de nuestra época, en un nivel transnacional y en un tiempo real que nunca pudo ser tan alto. Pero también lo es la alternancia entre relaciones digitales y relaciones corporales, entre textualidad electrónica y texto impreso en papel, entre proyectos no remuneraros y no lucrativos y proyectos sujetos a las leyes del copyright. Se podría pensar que eso es propio de una época de transición, pero mientras la escritura se produzca tecleando (la presión física de los dedos sobre el teclado) y la familia sea el núcleo fundamental de las sociedades humanas, es de suponer que la coexistencia de la virtualidad y de lo objetual o corporal va a seguir siendo una característica del trabajo de escritura. No hay más que fijarse en la cantidad de revistas anglosajonas que, tras una exitosa existencia en la red, se han encarnado en objetos impresos. O en cómo los recitales de poesía siguen siendo la mejor manera de difundir el libro o los libros que generalmente los justifican y sustentan.

Después de su Escuela Dinámica de Escritores o de su Congreso de Dobles, dos operaciones performativas y colaborativas, Bellatin está llevando a cabo una obra que justamente interviene críticamente en ese contexto que trato de esbozar. En Los 100.000 libros de Mario Bellatin, el escritor peruano-mexicano ha reformado su casa para alojar en el salón una editorial y un almacén, donde gracias a la cooperación de un diseñador industrial y de un diseñador gráfico, se van a ir acumulando, en cien anaqueles, el millar de ejemplares que va a ir editando de cada una de sus obras recuperadas. La instalación se ha convertido en un termómetro de su vida: todavía no ha escrito cien libros, de modo que el tiempo futuro, vital y de escritura, es medido por los estantes ocupados y por los vacíos, como una cuenta atrás. ¿Qué quiere decir recuperadas? Que se trata de libros que Bellatin ha publicado en varias editoriales de países distintos, algunos de ellos con un contrato de derechos todavía vigente, pero que ninguna ley impide que los autoedite mientras no los distribuya comercialmente. El escritor se reapropia de sus libros y los lleva consigo, en una maleta que es heredera de la de Duchamp, y los intercambia (por dinero, por objetos, por favores) en las ferias literarias a las que acude. A veces anuncia en Facebook que estará a tal hora en tal parque, paseando a sus perros, y que llevará consigo la maleta. Habrá quien se acerque con un libro suyo o ajeno, con una botella de vino o con 100 dólares para propiciar el trueque.

Se trata de algunos ejemplos que ilustran la voluntad de reaccionar contra el modo en que se ha codificado la industria mediática y editorial, que en los últimos años ha destacado por retrasar intencionadamente el cambio de paradigma de consumo, del libro tradicional al digital. Sigueleyendo.es, la iniciativa barcelonesa liderada por Cristina Fallarás, se propone justamente simplificar los procesos relacionales entre escritores y lectores, mediante novedosos métodos como el de compra de textos sin protección electrónica, es decir, sin mecanismos antipirateo, apelando al sentido común del comprador/lector mediante el siguiente mensaje: «Nuestros libros no están protegidos. Son fruto del trabajo de un escritor o escritora, una editora, una correctora, un técnico en digitalización, una diseñadora web, un web master y un productor. Si lo piratea, ya sabe a quien roba”. En el fondo, como Hotel Posmoderno o como Orsai, lo que se propone Sigueleyendo.es es crear una comunidad.

Cada vez más difuminadas las distancias entre escritores y lectores, en la supuesta horizontalidad de las redes sociales, todo escritor es un autogestor que pertenece simultáneamente a varias comunidades de productores de discurso o de «me gusta». Todos los usuarios de Facebook, sean lectores o escritores, son microcríticos que gestionan una cantidad ingente de información cultural y mueven hacia un lado o hacia otro los flujos de consumo y de lectura. El proyecto Heartbeaters, de la artista española Dora García, consistió precisamente en eso: en la creación de una comunidad. Una comunidad que partió de la existencia de un relato on-line hipertextual, en la fértil frontera entre el arte contemporáneo y la literatura (y viceversa y sin la y copulativa: la literatura es arte contemporáneo). El arte relacional de los 90 prefiguró los modus operandi habituales en la cultura escrita de nuestro siglo. Unas formas de operación y de intervención que están en fase de laboratorio, que son todavía titubeantes, que se van definiendo progresivamente, sin que nadie sepa si avanzan en la dirección correcta. No hay más que ver la inflación de community managers y el extravío de las empresas en su gestión de las redes sociales. Como ellas, cada escritor del siglo XXI busca su propio norte, al tiempo que se relaciona conflictivamente con las editoriales, descree de los suplementos culturales pero sabe que aún son ellos los que deciden parte del prestigio, encuentra en ciertos blogs y en ciertos perfiles -internacionales- criterios que le interesan, conversa con interlocutores que hasta hace cuatro días le estaban vedados (en una cantidad y una calidad inconmensurable, a menudo secreta, esa epistolaridad virtual que en pocos casos se revelará, parcialmente, algún día), recibe más estímulos audiovisuales que ningún escritor del pasado y expande su producción artística gracias a herramientas que ya no precisan de formación profesional (Photoshop, editores de video, páginas web, procesadores de texto e imagen, etc.). E incluso, en el caso quizá más extremo, trabaja en el ámbito de la literatura digital, junto a un programador o programando él mismo, totalmente ajeno al mercado, a las leyes de la oferta y la demanda, a la conservación de su obra en bibliotecas, a todo aquello a lo que estábamos acostumbrados y cada vez es más raro, más excepcional.

Jorge Carrión es escritor, profesor asociado de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona y agitador cultural. Sus especialidades son múltiples y contradictorias: literatura hispanoamericana, teoría del viaje, teleseries norteamericanas y mundos librescos. Es autor de, entre otros títulos, Teleshakespeare (Errata Naturae, 2011) y Librerías (Anagrama, 2013). Colabora en varios medios, como Cultura/s de La Vanguardia y El País Semanal.

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