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“Està prohibit fumar a les andanes del Metro” era la única frase que P. sabía decir en catalán. Conocí a la artista al principio de su estancia en Barcelona y repetía la exhortación con sorna, imitando la misma voz enlatada que se puede escuchar en las galerías subterráneas del ferrocarril. Podemos pensar que, de entrada, lo hacía como una burla hacia lo que estas palabras representan: la cultura institucional y la preservación del orden. Pero, por contagio, sus palabras también se convertían en una burla hacia el catalán mismo, que, más que como un elemento cultural, la artista probablemente estaría percibiendo como un mecanismo del aparato de estado.
Entre la comunidad artística local, P. casi no debía oír hablar en catalán y, en contrapartida, esta idioma quedaba impregnado de los mismos mensajes instructivos y coercitivos con que sentía que se utilizaba. Según su percepción, podría haber sido como si Barcelona dispusiera de un lenguaje especializado en relación con el «monopolio de la violencia legítima» que Max Weber apuntó como definitorio de la formación estatal. Y, si es así, como idioma que las instituciones catalanas se esfuerzan en preservar, tendremos que admitir que, finalmente, el catalán habría pasado a percibirse como un lenguaje especializado para la preservación del orden.
O por lo menos, así me explico porque esta artista en concreto, así como tantos otros, y probablemente una parte importante del sector de la creación artística contemporánea de Barcelona, nos hemos acostumbrado a desdeñar las peculiaridades culturales catalanas. Un contexto artístico que de entrada estaría abocado al análisis cultural, a la fascinación por los particularismos locales, las culturas minoritarias y el discurso poscolonial: ¿cómo puede ser que haya tendido a adoptar posiciones que tan a menudo, artísticamente pero también políticamente, parecen estar más cerca del anticatalanismo?
«Hay ’catalanistas’ porque hay ’españolistas», escribió Joan Fuster en 1980 [1]. Según el ensayista valenciano, figura clave del catalanismo de la segunda mitad del siglo XX, el nacionalismo catalán no habría surgido espontáneamente ni se habría estructurado de manera autónoma, sino que lo habría hecho como una reacción hacia el nacionalismo español y a la eliminación de derechos de los catalanes que con esta ideología se habría llevado a cabo. Siendo así, la cultura catalana se podría contar entre las culturas oprimidas que, según Hal Foster, han despertado el interés en artistas de todo el mundo, especialmente a partir de la década de 1990 y con la irradiación de lo que llama el «paradigma de el artista etnógrafo». Según el crítico norteamericano, en el contexto de la globalización, los artistas han percibido las culturas oprimidas como unos lugares desde los que subvertir las culturas dominantes, y han procedido a interesarse así por “el otro cultural, oprimido poscolonial, subalterno o subcultural” [2].
Pero si volvemos a Fuster, nos damos cuenta de que, cuando se refiere al catalán no lo hace tanto para hablar de una cultura oprimida, sino que de un «nacionalismo oprimido». Según el escritor, «los nacionalismos – estatales han tenido la misión histórica de hacerse la guerra unos a otros» y, por ello, «tan repugnante es un nacionalismo como el otro». Aún así, Fuster cree que «deberíamos hacer una concesión al nacionalismo de los oprimidos: de las nacionalidades oprimidas». Y el caso del nacionalismo catalán lo considera, por tanto, legítimo, como «un mal menor», ya que, en definitiva, el culpable es el españolismo [3].
Recorremos, sin embargo, a Ernest Gellner, antropólogo y teórico del nacionalismo, para darnos cuenta de que, si aplicamos la prerrogativa de Fuster, en realidad cualquier nacionalismo debería pasar a ser considerado como «un mal menor». Según Gellner, la habilidad del nacionalismo es presentar la formación estatal como algo que es natural y propio para una cultura determinada: «el nacionalismo sostiene que (estado y nación) están hechos el uno para otro» [4]. Sin la cuestión del estado el nacionalismo no tiene sentido y, así , podemos pensar que la diferencia que plantea Fuster entre «repugnantes nacionalismos – estatales» y unos «nacionalismos oprimidos» no tiene razón de ser. La misma ideología nacionalista lleva implícita la existencia de estado y, un nacionalismo sin estado, no puede tener ninguna otra vocación que la de querer conseguir uno propio.
Probablemente, Fuster también haya considerado el nacionalismo catalán como un «mal menor» ya que lo ve «tímidamente reivindicativo» [5], y probablemente pasajero, que se disipará una vez que este alcance su meta. Pero, según Gellner, es improbable que ocurra, ya que, cuando se dispone de un estado el principio nacionalista sigue velando para que sus principios no se vean violados y se mantenga la congruencia entre la unidad nacional y la política. Para un nacionalista catalán, por tanto, la mala noticia es que a ojos de Gellner no hay exención para la víctima, y que la frase de Fuster «hay catalanistas porque hay españolistas» es, efectivamente, tan cierta como también lo es su reverso: «hay españolistas porque hay catalanistas».
Al nacionalista catalán no sé hasta qué punto le parecerá una buena noticia, en cambio, que, a ojos de P., la cultura catalana ya se haya convertido perfectamente articulada como nacional, hasta el punto de confundirla por una estatal y que en ningún caso la percibiera como una oprimida. Aunque con la contrapartida de que esta cultura le resulte anodina y poco interesante. A los artistas etnógrafos o multiculturalistas no creo que sea el nacionalismo propiamente o las aspiraciones soberanistas lo que les tira para atrás a la hora de atender las particularidades de la cultura catalana con sus proyectos. Se trata de algo que se deriva de ello: es la articulación de la cultura como nacional, que pasa por presentarla como un todo autosuficiente, congruente, protegido institucionalmente y como natural para una comunidad determinada. Tal y como señala Zygmunt Bauman: «Para transformarse en nacional, la cultura tenía que empezar por negar que se trataba de un proyecto, tenía que disfrazarse de naturaleza» [6].
El énfasis que las instituciones catalanas ponen en una interpretación de la cultura en clave nacional, junto al impacto relativo -o, en todo caso, mestizo-que el catalán tiene en muchos ámbitos sociales, no puede generar otra cosa que no sea desafección hacia la vertiente oficial de la dicotomía. En cualquier caso, para una buena cantidad de personas que hemos integrado una cantidad importante de patrones culturales identificables como catalanes en el formateado, y que, al mismo tiempo, somos afines al relativismo y al discurso multicultural, sigue siendo inquietante a día de hoy encontrar una posición en la que situarnos respecto a este debate: entre un catalanismo que se ha tendido a disfrazar de víctima y de «mal menor», pero que al fin y al cabo procede a la articulación nacional de los elementos culturales con la misma «repugnancia» que lo han hecho los estados-nación, y un anticatalanismo exacerbado que, salvando algunos altavoces oficiosos y oficiales -o quizás debido a estos mismos-, sigue inundando la vida cotidiana.
«Vivimos unos tiempos en los que ya es posible utilizar la Ikurriña como Jasper Johns utilizó la bandera americana, es decir, con distanciamiento crítico-irónico y con ausencia de sentimentalismo» [7]. Peio Aguirre publicaba esta declaración de Txomin Badiola en 2000, en un artículo en el que hablaba entorno al «factor local» que en aquellos momentos empezaba a proliferar entre los artistas del País Vasco. Por «factor local» consideraba la utilización de la iconografía local en los proyectos artísticos, que es una constante en el caso de Badiola: «encapuchados , el Atlético, carteles históricos del nacionalismo vasco, Oteiza, imágenes de la ’cultura de la violencia’, etc., «los cuales el artista trata indistintamente a la «apropiación de drag-queens o la estética del camuflaje de New York» [8].
En una entrevista coetánea con Manel Clot, Badiola ponía énfasis en esta «dimensión política» que lo invade todo en el paisaje cultural vasco y que resulta ineludible al tiempo que comparece «postmodernizada» y con una esquizofrenia creciente entre «lo que se defiende y el modo de vivir» [9]. «El deseo, la irracionalidad y la fragmentación del sujeto» son aspectos que, según Aguirre, definen la obra de Badiola, a pesar de su «factor local» [10]. O, precisamente, a través este mismo y debido a una experiencia con la cultura nacional que se ha convertido en irremediablemente desgarradora y traumática; por el conflicto de la acción terrorista, tal y como señala Aguirre, pero también por los pactos que la cultura vasca ha establecido con la globalización y precisamente a través de poner en juego las artes visuales, con el Guggenheim de Bilbao como buque insignia.
En cualquier caso, según Aguirre, Badiola, así como también Asier Pérez, Jon Mikel Euba, Ibon Aranberri, Iñaki Garmienda o Asier Mendizabal, han dado lugar a una «mirada antropológica y sociológica» de su contexto que aproxima al artista «al rol de embajador cultual o político». Asimismo, considera que desde esta posición, se estaría utilizando el arte «como un medio que permite renegociar el concepto de identidad y de nacionalismo sin que por ello deba tratar el asunto de manera agresiva, excluyente o dogmática» [11].
Hal Foster previene al artista etnógrafo que, cuando recurre a la cultura oprimida con su expectativa de subversión de la cultura dominante, no acabe por sobreidentificarse con el otro cultural y alinearlo según los propios parámetros y supuestos. Por esta razón le pide distancia crítica y la capacidad de poner en relación la representación de la alteridad con un análisis de su propio punto de vista, esto es, la propia trama cultural, donde el artista se encuentra igualmente inmerso cuando entra en interacción con el otro cultural. «Enmarcar al enmarcador cuando éste enmarca al otro» es la conocida sugerencia de que, finalmente, Foster hace al artista etnógrafo a la hora de adaptarse al «contradictorio status de la otredad» [12].
Con el «distanciamiento crítico-irónico y con ausencia de sentimentalismo» que pregona Badiola al respeto de la Ikurriña, así como con la consideración de Aguirre de que en las obras de los artistas vascos difícilmente se puede interpretar un «estar a favor o en contra» al respeto de la cultura nacional [13], estos «embajadores» y etnógrafos de los propios entornos culturales habrían logrado erradicar, como mínimo, la sobreidentificación reductora de la que habla Foster. En relación con las particularidades locales, sus proyectos pueden considerarse en buena parte como unos tanteos, entre los que la cuestión nacional de la cultura, más que como un monolito autosuficiente, sería explorado como un espacio más de negociación con la diferencia.
No entraremos ahora a valorar los correspondientes proyectos en detalle. En nuestro caso, señalar la relación que estos artistas mantienen con el «factor local» sólo quiere servir para contrastarlo con la situación en Cataluña, donde, justamente, el peligro de la sobreidentificación que señala Foster, probablemente se debe sustituir por su contrario: el peligro de la desidentificación. Un exceso de distancia hacia la cultura catalana y, en especial, hacia los elementos y símbolos identificables como nacionales, habría hecho prácticamente desaparecer estas cuestiones de los relatos que efectúan los artistas sobre las prácticas culturales y las construcciones identitarias. Y esto, tanto en lo referente al trabajo de artistas autóctonos como con respecto al de los artistas etnógrafos foráneos.
Frente a una cultura nacional que se establece como un continuo, prácticamente sin fisuras, que se presenta como ajena a la discrepancia, el mestizaje, y como algo a preservar inmaculado, podemos pensar que el sujeto contemporáneo fragmentado y la ironía de Badiola lo tienen más difícil para encontrar un lugar. Contrariamente, entre los pocos proyectos que me vienen a la mente y que hacen referencia explícita a aspectos de la cultura nacional, ocupan un lugar especial los de perfil caricaturesco, como es el caso de «Tothom estima a Catalunya» (2008), de Ana García -Pineda o bien la historieta de David Bestué y Marc Vives, «Moments rellevants de la Catalunya contemporània» (2005).
Aunque el humor -más que la ironía- es un elemento clave entre los artistas de la misma generación que Ana garcía Pineda o Bestué-Vives, creo que no deja de ser sintomático que los símbolos nacionales catalanes no aparezcan en el arte contemporáneo si no es por medio del mismo «exceso de distancia» que, en estos dos casos, provee la burla. La cultura catalana se suele identificar como una construcción depurada, sin conflicto, estabilizada e inofensiva, incluso naif. Más que como un espacio para la negociación cultural, la hibridación y el despliegue de identidades desde una perspectiva postmoderna y postcolonial, en la producción artística actual, la cultura catalana comparece generalmente como una particularidad que, en realidad, parece haberse escindido de la vida cotidiana, como algo que es prácticamente extemporáneo.
«No creo que quienes nos oponemos a que aumenten las limitaciones legales puestas al aborto seamos proabortistas en el sentido de que pensemos que el aborta es una cosa estupenda y defendamos que cuantos más abortos se produzcan mayor será el bienestar de la sociedad; somos ‘anti-antiabortistas» [14].
La demostración que Clifford Geertz hace con el caso del aborto, creo que es la más clarividente para explicar la posición que este antropólogo planteó en la conferencia que pronunció en 1983 con el título «Anti-antirelativismo». Este concepto, el «anti-antirrelativismo», sirvió a Geertz para rebatir a la vez el relativismo y el antirrelativisme, al mismo tiempo que sugería la posibilidad de abrirse paso en la dicotomía a través de sondear una tercera vía alternativa y que era fruto de la misma «doble negación» [15].
Sobre el primero, el relativismo, Geertz cuestionaba el punto de observación supracultural y suprahistórico que suele atribuirse al analista cultural. Por mucho que desarrolle su trabajo desde una academia o vinculado a un laboratorio, es una fantasía del relativista pensarse al margen de las determinaciones de cualquier trama cultural y presentarse frente a las controversias tan imparcial y tan «escéptico en las emociones como su bata blanca» [16]. Pero no por ello, Geertz estaba dispuesto a sucumbir al lado contrario, el del antirrelativismo, que en realidad consideraba aún más inadmisible. En este caso, por aquello que el antirrelativismo tiene de etnocentrista y por la transposición que hace de unas particularidades culturales determinadas a valores universales.
Llegados a este punto, el antropólogo considera que el atractivo de la «doble negación» radica en que ésta no funciona tal y como lo hace según la lógica habitual y en la que anti + anti = pro. Tal como fácilmente demuestra con el caso del aborto, la doble negación en algunos casos también «nos permite rechazar algo sin comprometernos con lo que ese algo rechaza» [17]. Es decir, según Geertz, también es posible un anti + anti ≠ pro. Y, así, con el concepto «anti-antirrelativismo», Geertz niega el antirrelativismo sin por ello querer identificarse de nuevo con el término de partida.
Tal como lo plantea, el anti-antirrelativismo debería servir como una especie de corrector en relación al relativismo: el etnógrafo, al tiempo que requiere del relativismo para un análisis en el que los marcos de referencia del otro cultural incidan en la articulación de los criterios de objetividad, finalmente también tendrá que considerar su propio punto de vista, no como algo imparcial y una posibilidad de prisma a-cultural, sino como una construcción que por igual está culturalmente determinada. De ahí, que para establecerse una negociación entre los puntos de vista del nativo y del explorador en términos de equidad, este último deberá aplicar, finalmente, una perspectiva anti-antirrelativista que le lleve a visualizar como el propio sistema de creencias también entra en juego en el mismo proceso de interacción cultural. En este sentido, el anti-antirrelativismo probablemente dista poco del «enfoque paralelo láctico» que años después ha popularizado Hal Foster en relación a la práctica artística y que hemos comentado anteriormente.
En todo caso, la insatisfacción que en nuestro caso hemos planteado entre la posición pro y la posición anti en relación con el catalanismo, es lo que me lleva ahora a experimentar con la posibilidad de aplicar la fórmula de Geertz sobre este caso. La voluntad es la de proponer la posibilidad de un «anti-anticatalansimo»; un ejercicio que, en realidad, requiere cambiar la direccionalidad con que el antropólogo resolvía su diatriba: a diferencia del anti-antirrelativismo, en esta ocasión el reto no es el de plantear como una particularidad local un punto de vista que, como es el caso del relativismo, se ha proyectado como supracultural [18]. En este caso, con la doble negación nos referimos, inversamente, a la posibilidad de inyectar nuevas dosis de relativismo a la hora de aproximarnos e interactuar con las particularidades etnográficas de Cataluña.
Siguiendo la fórmula de Geertz, planteamos, así, el anti-anticatalanismo como una posición que se enfrenta abiertamente al anticatalanismo, si bien no por ello retorna a la cultura catalana para defenderla en clave nacionalista. Tal y como hemos visto, mientras que el catalanismo es vivido actualmente como obsoleto por una parte importante del sector de la creación artística, un posicionamiento anticatalanista probablemente también es inadmisible en una buena parte de sus agentes.
El anti-anticatalanismo plantea que los particularismos locales y los símbolos catalanes también forman parte de las tramas que nos constituyen, aunque, más que su naturalización como cultura nacional, propone la invención de soluciones prácticas e interpretativas para ponerlos en relación con los desafíos del tiempo presente. El anti-anticatalanismo es una invitación para ir más allá del mero «estar a favor o estar en contra» y rearticular así aspectos de la cultura catalana con la producción cultural de hoy en día, en tanto que este sustrato es algo que también existe en nuestras construcciones individuales y colectivas, así como lo hace en múltiples dimensiones y aunque sea de una manera híbrida y mestiza. Porque, en definitiva, la misma circunstancia que hace que aspectos identificables como catalanes se obvien cuando nos referimos a la producción de cultura contemporánea, en realidad, es tan dañina como cuando se plantea la cultura catalana como una unidad autosuficiente y clausurada.
«Seremos un caballo de Troya de las clases populares en el Parlamento de Cataluña» ha sido la declaración más recordada del mitin central de la CUP, Candidatura d’Unitat Popular, en las últimas elecciones autonómicas de la Generalitat de Catalunya, en noviembre de 2012 David Fernández [19], cabeza de la lista, convocaba así un pasaje de la mitología griega que también tiene una resonancia precisa en el sector artístico: el caballo de Troya, el mismo que Lucy R. Lippard planteó en su famoso ensayo como «quizá, la primera obra de arte activista» [20].
El anti-anticatalanismo quiere servir para tantear la posibilidad de un posicionamiento cultural y de política cultural, más que servir de atributo para explicar proyectos artísticos o bien para detectar una tendencia. Aún así, me gustaría terminar haciendo una mención a un proyecto en concreto, «El Gigante-Menhir», de Lola Lasurt, en el que estuve implicado como comisario en el Museo Joan Abelló de Mollet del Vallés en 2011. Se trató, precisamente, de un caballo de Troya, con el que se intentó introducir una problemática urbanística y social en la esfera pública de la ciudad. En esta ocasión, sin embargo, más que un caballo de madera, como camuflaje de la artillería se desplegó una amplia batería de «factores locales», tales como elementos de la historia del lugar y símbolos vinculados a la cultura catalana.
El proyecto partía del menhir gigantesco que se había encontrado en Mollet del Vallés un par de años atrás. Con la excusa de realizar un gigante para homenajearlo, se inició un proceso colectivo con entidades y habitantes de la ciudad para confeccionar la leyenda que debería relacionarse con el artefacto, tal y como establece la tradición de gigantes en Cataluña. Aún así, Lasurt sabía de entrada que, con la solicitud de una historia a la comunidad, ineludiblemente rezumarían los rumores y críticas que en aquellos mismos momentos circulaban en torno a las condiciones que habían permitido el mismo hallazgo del menhir: un caso de especulación urbanística y la truculenta historia del derribo de un hotel de entidades. La construcción de «El Gigante Menhir» implicaba, así, la posibilidad de inscribir estas controversias en la epidermis de un menhir que rápidamente se había convertido en un símbolo local, y que pasaría no sólo a informar de la cultura neolítica sino también a hacerlo de circunstancias de la actualidad.
La confección colectiva del gigante, el diseño del correspondiente cercavila y la realización de una historieta con la que se narraba la leyenda, fueron los elementos que permitieron filtrar nuevos enunciados en la esfera pública. Al tiempo que, estos mismos elementos, se sometían a un proceso de deconstrucción y, sobre todo, de reactivación hacia direcciones que de entrada se considerarían inapropiadas. De su fosilización en la cultura nacional y la edulcoración folk, el proyecto conectó un símbolo como es el gigante, así como también el auca como forma narrativa, con problemáticas del presente; al mismo tiempo, estos elementos proporcionaban nuevas maneras para abordarlas y ponerlas a debate.
Según Lippard, el arte activista que identifica con el caballo de Troya, actúa al mismo tiempo «hacia dentro y hacia fuera». Es decir, «a partir de la subversión, por una parte, y la movilización, por otra, el arte activista actúa tanto en el interior como más allá de las fronteras de esa asediada fortaleza que es la cultura oficial o el ‘mundo del arte» [21]. En el caso de «El Gigante Menhir», la simbología catalana es lo que permitió la infiltración del dispositivo artístico y la controversia local en el tejido social. Así como, si seguimos el patrón que expone Lippard observamos que también incidió hacia el interior del sistema artístico, con la presión que inevitablemente este proyecto ejerció en los límites del museo local desde donde se produjo. Finalmente, en relación a la vocación anti-anticatalanista de «El Gigante Menhir», también se puede valorar un cierto impacto del proyecto en relación con su otra articulación institucional, cuando el ejercicio de apropiación y desnacionalización de los símbolos catalanes se llevó a cabo con la colaboración de la Colla Gegantera y otras entidades de perfil catalanista de la ciudad.
El anti-anticatalanismo es un posicionamiento desde el que erradicar el lastre que el nacionalismo ha puesto sobre ciertos aspectos de la cultura catalana y que, si por un lado los naturaliza como una cultura de estado, por otra dificulta que se pongan en correspondencia con los retos de la actualidad y que se articulen con la producción cultural contemporánea. Aún así, ¿realmente es imaginable una producción artística local reconciliada con la cultura catalana? Y en correspondencia, ¿podemos imaginar que procesos experimentales como los que se plantean con «El Gigante-Menhir» incidan también en la revivificación de aquellos aspectos culturales que las instituciones resguardan?
En todo caso, dudo que un proyecto como éste sea suficiente para convencer siquiera a P. de que la cultura catalana tiene unas posibilidades plásticas que van más allá de la voz enlatada que nos prohíbe fumar en el metro. Así como, con respecto al aspecto institucional y de las políticas catalanistas, seguro que también nos encontramos a años luz de que el grito de guerra de la CUP sea genuinamente anti-anticatalanista, y sustituya el caballo de Troya a favor de contextualizarse más explícitamente a la vez que se libra del corsé nacional. Una posibilidad: «Seremos un Gigante-Menhir de las clases populares en el Parlamento de Cataluña».
[1] FUSTER , Joan (1980): «prólogo», en: Xavier Arbós y Antoni Puigsec: Franco y el españolismo. Curial, Barcelona. p. 12 .
[2] FOSTER, Hal (2001): «El artista como etnógrafo», en: El retorno de lo real. La vanguardia a finales de siglo. Akal, Madrid. P. 177.
[3] FUSTER, op. cit., p. 12.
[4] GELLNER, Ernest (1988): Naciones y nacionalismo. Alianza Universidad, Madrid. P. 19.
[5] FUSTER , op. cit., p. 7.
[6] BAUMAN, Zygmunt (2002): La cultura como praxis. Paidós, Barcelona / Buenos Aires / México. P. 60.
[7] AGUIRRE, Peio (2001): «Basque Report 2.0 «, en: Lápiz. N. 178. P. 54. Publicado originalmente en artzim.net en diciembre de 2000. Agradezco a Asier Mendizabal haberme facilitado esta referencia, así como la conversación que tuvimos en torno a los planteamientos que desarrollo con este texto.
[8] AGUIRRE, op. cit., p. 50.
[9] CLOT, Manel (2002): «vivir su vida», en: Malas formas. Txomin Bodiola, 1990-2002. Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona, Barcelona. P. 161.
[10] AGUIRRE, op. cit., p. 50.
[11] AGUIRRE, op. cit., p. 57.
[12] FOSTER , op. cit., p. 207.
[13] AGUIRRE, op. cit., p. 57.
[14] GEERTZ, Clifford (2010):» anti-antirrelativismo «, en: Los usos de la diversidad. Paidós, Barcelona / Buenos Aires / México P. 96.
[15] Clifford Geertz explica que durante la guerra fría diferentes intelectuales de Estados Unidos recurrieron a identificarse como «anti-anticomunistas», por su oposición a la caza de brujas impulsada por el senador McCarthy. Según explica Fredric Jameson, en cambio, la fórmula del «anti-anti» la habría formulado por primera vez Jean Paul Sartre, también en relación a su posición respecto al comunismo: «este ingenioso lema político que Sartre inventó para encontrar su camino entre un comunismo imperfecto y un anticomunismo aún más inaceptable «. JAMESON, Fredric (2009): Arqueologías del futuro. El deseo llamado utopía y Otras aproximaciones a la ciencia ficción. Akal, Madrid. P. 13.
[16] GEERTZ, Clifford (2010): «El pensar en cuanto acto moral: las dimensiones éticas del trabajo de campo en los nuevos estados», en: Los usos de la diversidad. Paidós, Barcelona / Buenos Aires / México P. 60.
[17] GEERTZ, op. cit., p. 96.
[18] la cuestión del relativismo como particularidad de la cultura occidental la desarrolla sobre todo Richard Rortry en su respuesta a la misma conferencia de Clifford Geertz. RORTRY, Richard (1996): «Sobre el etnocentrismo: respuesta a Clifford Geertz», en Objetividad, relativismo y verdad. Paidós, Barcelona / Buenos Aires / México. Pp. 275-284.
[19] David Fernández: ‘Serem un cavall de Troia de les classes populars al Parlament’”, a: Ara. 18-11-2012.
[20] Lippard, Lucy R. (2001): «Caballos de Troya: arte activista y poder», en: Brian Wallis (ed.), Arte después de la modernidad. Nuevos planteamientos en torno al representación. Akal, Madrid. P. 343.
[21] Lippard, op. cit., pp. 343 y 344.
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