close

En A*DESK llevamos desde 2002 ofreciendo contenidos en crítica y arte contemporáneo. A*DESK se ha consolidado gracias a todos los que habéis creído en el proyecto; todos los que nos habéis seguido, leído, discutido, participado y colaborado. En A*DESK colaboran y han colaborado muchas personas, con su esfuerzo y conocimiento, creyendo en el proyecto para hacerlo crecer internacionalmente. También desde A*DESK hemos generado trabajo para casi un centenar de profesionales de la cultura, desde pequeñas colaboraciones en críticas o clases hasta colaboraciones más prolongadas e intensas.

En A*DESK creemos en la necesidad de un acceso libre y universal a la cultura y al conocimiento. Y queremos seguir siendo independientes y abrirnos a más ideas y opiniones. Si crees también en A*DESK seguimos necesitándote para poder seguir adelante. Ahora puedes participar del proyecto y apoyarlo.

Artistas como interfaces

Magazine

18 agosto 2025
Tema del Mes: Desaparición de las políticas culturalesEditor/a Residente: Jorge Sanguino

Artistas como interfaces

Subjetividad, deseo y capital

En la actualidad, la identidad ha cobrado la forma de la pregunta. Pero en el arte contemporáneo muchas veces viene dada como respuesta. No porque resuelva algo hacia afuera, sino porque llega ya determinada desde adentro: visibiliza, denuncia, representa algo que ya está ahí y de lo que la obra da testimonio. El arte se vuelve, entonces, un campo de validación afectiva más que un espacio abierto al arrojo de la existencia. Hace poco una amiga artista me reenvió una de las preguntas que le hacían para una entrevista institucional: “¿Cuál es el núcleo curatorial de la muestra?”. Yo le repetí la pregunta con más palabras, a ver si le daba una mano. Al rato me mandó un audio: “no sé, estoy tratando de no tener un núcleo curatorial”. Emoji de corazón.

¿Cómo resistir la presión por reducir la subjetividad a una interfaz que debe performar constantemente su singularidad (y hacerlo en un lenguaje predefinido, estandarizado, parametrizado)? ¿Qué hacer cuando toda forma de creación parece exigida a ser monetizada o a vivir en riesgo de ser cancelada? ¿Desde dónde se habilitan hoy las categorías “arte” y “artista”? ¿Qué se está descartando cuando una obra entra sin fricciones en el repertorio de lo visible? Con estas preguntas en mente, me gustaría recorrer algunos de los vericuetos del cruce actual entre arte, expresión, representación y difusión para intentar pensar qué clase de subjetividad está produciendo hoy el arte contemporáneo, entendido no como campo de prácticas, sino como régimen de diseño existencial.

Hay algo fatigado en las palabras que rodean al repertorio que va de la disrupción al archivo, ajustado a las agendas y los templates. También hay gestos que aún persisten, que no entran bien en el lenguaje de las convocatorias ni en las métricas de lo visible. No son gestos heroicos, ni siquiera claros: a veces apenas se notan o ni siquiera se buscan. Una interrupción mínima, un desvío de intensidad, una forma de no terminar de encajar. Eso, quizás, sea lo que hoy queda de la pregunta por el arte: una insistencia menor, leída como error de arrastre o falla en la comunicación ultra targetizada. Entonces, ¿qué se espera de un artista hoy? No tanto en términos de obra, sino de forma de existencia.

Una de las paradojas de la época es que el sistema del arte contemporáneo funciona como un dispositivo de individuación al mismo tiempo que multiplica sus declaraciones en nombre de lo colectivo. La figura del artista como gestor de su identidad, como diseñador de sí, como productor de visibilidad, parece haber reemplazado al viejo sujeto inspirado, pero también al obrero del concepto o al militante visual. Lo que emerge no es una subjetividad singular, sino un ropaje: el artista como interfaz, como nodo relacional optimizado para exhibir sensibilidad política, identidad situada y producción constante de signos. No importa tanto la obra como quien la produce. No importa tanto quién la produce como su statement.

En un giro irónico, la insistencia en situar cada práctica terminó por sobreidentificar a los artistas con su sitio de enunciación. Lo que en un principio fue un gesto de apertura crítica frente a la abstracción universalista, hoy corre el riesgo de solidificarse en una cartografía de legitimidades cerradas: sólo puede hablar quien lo vive, quien lo ve, quien lo porta. Y así, lo situado pierde su potencia relacional para volverse posición fija, encerrada en la condición de lo irrepetible. La traducción se vuelve sospechosa, el desplazamiento es leído como apropiación, y el resultado es una subjetividad de artista que, para ser válida, debe volverse cada vez más específica, literal y autorreferencial. Basta con decirse artista para serlo. Pero esto, además de democratizar el poder de nombrar, termina, muchas veces, desvaneciendo sus efectos, pues se espera que cada artista narre su lugar, su herida, su diferencia, su causa y que lo haga sin fisuras. De ahí que esté lleno de artistas más extenuadxs, estresadxs, empobrecidxs y angustiadxs por el peso del mundillo que por el peso del mundo.

Ricardo Basbaum. diagram [la société du spectacle (&NBP)], dimensiones variables. Colección Fundación ARCO. Cortesía del artista

Aunque lo atraviesa sin tregua, esta lógica no es exclusiva del ámbito del arte. Es parte de una economía política más amplia, en la que el deseo se piensa como un factor autoevidente que ya no puede fracasar. El deseo debe actualizarse, realizarse, mostrarse. La demora, el rodeo, la opacidad y, sobre todo, la metáfora pierden valor. Lo que importa es escucharse, decirse y producirse como experiencia compartible. Lo que se valora no es la pregunta, sino el origen; no la imaginación, sino la experiencia. Se exige una narrativa que garantice inteligibilidad. Pero lo paradójico es que cuanto más literal se vuelve esa inscripción, más se pierde la potencia de colectivizar los sufrimientos. Se produce bajo vigilancia, como si cada obra estuviera obligada a anticipar su recepción. Y en esa normalización del gesto se desvanece, sin hacer ruido, la posibilidad misma de decir algo que no sabíamos que podía ser dicho.

Cada artista se vuelve así una especie de microplataforma afectiva, un sistema de autoexplotación sensible que produce obra, relato, pedagogía, archivo y comunidad en simultáneo. No es casual que en muchas escenas el taller haya sido reemplazado por la residencia y el proceso por el registro. El tiempo extendido de la contemplación cede ante la urgencia de producir algo que pueda circular. Parte del trabajo de artista es hoy convertirse en profesional de la visibilidad. Se le exige (a veces de manera obvia, pero en general de modos sutiles y capilares) crear, pero a la vez explicar, representar, situarse y, si es posible, intervenir también de manera concreta en las contradicciones del mundo. El sí-mismx como obra, funcionando en una economía que premia lo singular pero lo consume a velocidades inasibles. Que necesita diferencia, que se alimenta del hype, pero exige su traducción permanente.

Todo esto ocurre en un contexto en el que los grandes relatos han sido archivados (con lo bueno y lo malo que eso conlleva) dejando un vacío conceptual (y poco deseo de teoría) y llevando a un estado de las cosas en el que las estructuras de sentido parecen negociarse en tiempo real. El mercado del arte ya no necesita solamente grandes nombres, sino ser impulsado por flujos constantes. Incluso las instituciones culturales parecen funcionar bajo vectores de programación que les permitan seguir en circulación. Pero no todo es inmediato y urgente. Si confiamos en que existe (o sigue existiendo) una dimensión de lo sensible que no se deja del todo capturar por el capital financiero, ni por el político-partidario, podríamos tal vez amplificar la atención hacia una zona que, lejos de necesitar ser sacralizada, a veces se parece a un temblor difícil de aferrar.

No se trata de nostalgia por una bohemia perdida (todo lo contrario), sino de advertir que la subjetividad artista del presente vive bajo el régimen del diseño total. La persistencia de la pregunta, más que un gesto heroico, es una forma de inadecuación activa. No una interrupción desde afuera, sino una mera interferencia, disonancia o malestar menor. No hay afuera, es cierto. Pero hay formas y formas de habitar el adentro. Una de ellas es usar ese desajuste entre acción y sentido como método. Quizás sea ahí donde se pueda buscar una forma de afirmación que no sea salvación ni refugio ni garantía. Una mínima suspensión, una forma de presencia que no pide ser interpretada, pero tampoco se deja ignorar.

Uno de los desafíos a pensar es cómo devolverles a las prácticas artísticas la posibilidad de traicionar lo que se da por sabido. Traducir mal, traducir raro y deforme para forzar la aparición de lo común. Tal vez se trate de sostener zonas opacas en medio de la hiperlegibilidad, y la búsqueda no sea por señalar un sentido garantizado, sino la precariedad estructural que define nuestras condiciones materiales. Si hay algo que el régimen actual del arte produce de forma eficiente es el aislamiento subjetivo. Frente a eso, imaginar nuevas formas de organización (colectivos inestables, alianzas difíciles), más allá de la yuxtaposición de voces, hacia la construcción de espacios donde las causas puedan confluir. ¿Es posible hacerlo usando las mismas plataformas que nos moldean? ¿Queda espacio para volver ineficientes ciertas cadenas de sentido? Eso está por verse. Pero si no es cierto que las tecnologías digitales están condenadas a reproducir el orden neoliberal, aunque hoy se vean bloqueadas a favor de ese régimen, tal vez haya que copiar el gesto de sus dueños y producir herramientas que no se sabe para qué sirven.

Finalmente, en este contexto de vigilancia del sentido, está en juego la autonomía del trabajo artístico. Ser artista no es algo abstracto, mucho menos hoy, fuera de la producción y reproducción de la vida. Si la subjetividad artísticamente situada se convierte en sitio de trabajo en sí, también debería ser trabajo para sí y para otrxs. Sería útil repensar el trabajo artístico como ensamblaje de saberes y como intento por desbordar las divisiones entre lo legal y lo marginal. Si el trabajo es hoy explotación del ser y de la atención, entonces resignificarlo en modos colectivos e intermitentes puede ser un gesto efectivo para ensamblar subjetividades dispares en praxis coordinadas.

La entropía cultural actual traduce todo sin fricción, es el imperio de la desimaginación. Frente a eso, la práctica artística podría funcionar como montaje parcial, fragmentario, desequilibrado. Un contrapunto, capaz de alojar tensiones sin resolverlas, de pequeños dispositivos de desorden que no reemplacen una jerarquía por otra. Frente al imperativo de lo literal, nos toca restaurar la mediación, el rodeo, lo impreciso, la demora, el camino que viene después de la experiencia inmediata. En medio del colapso, cuando todo lenguaje parece agotado y toda visión de futuro se achica hasta volverse supervivencia, imaginar es una necesidad política. Pensar sin saber para qué, pero sabiendo que sin ese pensamiento no hay mundo posible. Un pensar más estridente, como el ruido.

 

[Imagen destacada: Ricardo Basbaum. diagram (me-you series), 2002. Dimensiones variables. Para el museum in progress, Viena para el proyecto «urban tension». Cortesía del artista].

Hernán Borisonik es doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires e investigador del Conicet. Es profesor adjunto en la Escuela de Humanidades de la Universidad Nacional de San Martín, donde dirige el Centro Ciencia y Pensamiento. Coordina diversos proyectos en filosofía y teoría política que exploran problemas vinculados al dinero, la sacralidad, la política y las artes. Realiza episódicamente tareas de curaduría, performance y crítica de arte. Obtuvo el segundo lugar en el Premio Nacional argentino de ensayo filosófico en 2020. Editó varios volúmenes académicos y de divulgación y publicó, entre otros, los libros «Dinero sagrado», «Soporte» y «Persistencia de la pregunta por el arte».

Media Partners:

close
close
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)