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Manifesta decidió innovar: por primera vez la entidad anfitrión de la bienal europea no será una ciudad, sino un museo, y uno de los más venturosos del mundo: el Ermitage. Y por primera vez dicha entidad se encuentra fuera de Europa, y más exactamente en Rusia, un país en el que los ciudadanos de los países Schengen tienen que presentar visa al entrar. Algunos motivos para la decisión se perfilan con claridad: San Petersburgo es una ciudad en cuyo trazado y en cuyos palacios está cifrada la presencia de la cultura europea en su vecindad más próxima. Y la historia del Ermitage, en sí misma, es un diario íntimo de la relación entre Rusia y Europa. Más que buscar un punto ciego al interior de la geografía europea, como en ocasiones anteriores, la bienal busca hacer pie fuera de su jurisdicción natural: en un país, una ciudad y un museo que históricamente se autoafirmaron en una relación muy conflictiva y libidinal con Europa.
La última edición de Manifesta fue una cómoda exploración del legado minero de Limburg que sirvió para hacer reajustes presupuestarios, pero que resulta poco conflictiva hasta en su enunciación (por más acentos épicos que quisiera darle su curador, Cuauhtémoc Medina). Con su excursión a la ciudad de las noches blancas, la movediza bienal europea vuelve a sus niveles históricos de controversia. Ni siquiera hacía falta que el Kremlin moviera un párpado y algunos vehículos blindados en la dirección del problema ucraniano para que Manifesta diera que hablar.
Ya era para preocuparse una campaña online que circuló el año pasado, pidiendo un boicot a la bienal en resistencia a las medidas del gobierno ruso contra la llamada “propaganda homosexual”. El argumento no necesita ulteriores parodias. (¿Cancelar alguna de las ediciones recientes de la trienal del New Museum por Abu Grahib, quizás?) Y sin embargo la respuesta de Manifesta Foundation, en ese momento, fue interesante: con tantos puentes rotos entre Rusia y occidente, lo que menos necesitan los activistas de la comunidad homosexual que trabajan en el terreno es mayor aislamiento. La mera existencia de una bienal europea en San Petersburgo puede echar luz y recursos sobre problemas que a la fecha vemos imperfectamente, a través de las antiparras de las agencias de noticias.
Hace unos días se distribuyó una nueva gacetilla para ratificar por el momento (“as of today”) la continuidad de la bienal. En medio de la esperable cantidad de lugares comunes que puede tener una gacetilla de estas características, hay otro argumento (geopolíticamente) interesante: con una especie de guerra tonta ya en marcha, la decisión de cancelar una bienal, aun si corresponde al humilde directorio de la Manifesta Foundation, sería una forma involuntaria de escalar el conflicto. En verdad, la bienal en sí misma es un intento de acercamiento que permitiría sublimar al menos una parte de las pulsiones inconscientes y los deseos irrealizados que pueblan de ambos lados la relación tortuosa entre Rusia y occidente. (Manifesta 10 se diferencia en eso de la nunca realizada y ampliamente historizada Manifesta 6, que quería actuar en la frontera entre Grecia y Turquía y terminó actuando en Friedrichshain, Berlín, en una suerte de versión de cámara.)
Una bienal cuyo foco es el patrimonio del Ermitage y que posiblemente sea el último trabajo curatorial de gran escala de Kasper König, en el contexto actual, es una oportunidad para suspender al menos temporalmente los berrinches típicos de una izquierda cultural demasiado acostumbrada al confort de las mesas redondas. Una bienal puede ser muy mala, pero en todo caso es mejor que tantas otras cosas que han pasado en la historia de las relaciones internacionales. Tomarlo en cuenta ya es bueno para soplar la espuma de la corrección política, que a veces no deja ver el café.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)