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Damos mil vueltas para subir al Monte Gaiás, a la Cidade da Cultura de Santiago de Compostela. Nos hemos saltado la salida apropiada (entre otras cosas, porque no estaba marcada), y ahora una señal nos mete por una calle estrecha para dos coches, con casas más bien feúchas y descuidadas a ambos lados. Me pregunto si quedó en el limbo una carretera más monumental por la paralización de las obras, o simplemente no se molestaron en pensar en el acceso. Encajaría perfectamente con la mentalidad del proyecto: no pensar demasiado, y sobre todo, no pensar en las necesidades reales.
No es la primera vez que voy a la Cidade, pero nunca deja de asombrarme la estupidez de su concepción, la enormidad de sus miembros cercenados (quedarán dos edificios sin construir por falta de dinero y exceso de vergüenza) y la soledad de sus explanadas castigadas por el sol, sin una mala sombra, como en una cárcel de alta seguridad. Se ve Compostela abajo y lejos, más lejana de lo que está en el espacio, llena de vida y de gente, como desde un páramo desolado. En la Cidade se escucha el suave runrún de las obras que intentan parchear lo que queda y ocultar lo inocultable: el fracaso total de la empresa faraónica, auspiciada por el boom de las construcciones culturales sin contenido y sin sentido que acompañó al otro boom, el del ladrillo. El que nos ha llevado a donde estamos. A un páramo desolado.
Hay una pequeña exposición de los proyectos finalistas en uno de los titánicos edificios. Reconozcamos que las maquetas siempre lucen. Reconozcamos también que el ganador, el que vegeta sobre las lomas del Gaiás, era el más grande, el más visible, el más prepotente. Tiene la extensión exacta del casco original de la ciudad vieja de Compostela, nada desdeñable. Las líneas de las viejas calles marcan la separación entre los nuevos edificios (y no hay que ser un lince arquitectónico para apreciar que, de haberse construido todos, habrían estado demasiado juntos). ¿Un nuevo centro de peregrinación cultural?
Puedo describir los estantes vacíos de la biblioteca, pero la imagen ya la mostró el Follonero; no hurguemos en la herida. Casi me emocionó ver que de las seis personas que utilizaban el recurso (un grupo de peregrinos jóvenes, vete tú a saber qué desalmada guía turística superviviente a base de comisiones los mandó allá), dos dormían como angelitos en unos sofás. Por lo menos alguien se siente a gusto aquí.
Fuimos a la Cidade para enseñársela a una amiga artista, Andrea Acosta. Miraba los materiales, las curvas de las ventanas, y no hacía más que repetir lo viejo que parecía todo; podría haber sido ochentero, incluso setentero; postapocalíptico; un paisaje digno del Planeta de los Simios (sólo que al final encontrarían los campanarios del Obradoiro en vez de la estatua de la Libertad). Andrea sacó una foto del esqueleto abandonado entre dos edificios construidos, y dijo: “deberían dejar esto así, sin acabar, para no olvidar lo que se ha hecho, para que se lo piensen mejor la próxima vez.”
El arquitecto de la Cidade da Cultura, Peter Eisenman, construyó también el Monumento a los Judíos Asesinados de Europa en Berlín. Son curiosos los puntos en común. Dicen las malas y las buenas lenguas que la Cidade siempre representó el mausoleo de Fraga, un memorial imponente e impositivo. El de Berlín es un monumento espacial, arquitectónico, surcado por calles estrechas, que funciona como un espacio lleno de tumbas anónimas. Su estructura es por tanto similar a la Cidade, sólo que racional y realizable. Su carácter monumental se une con la historia del holocausto, con el objetivo de no olvidar lo ocurrido. Recordar para reflexionar, para no repetir, como función del monumento contemporáneo. La Cidade hoy sólo cobra sentido como monumento a sí misma y a todos los desmadres arquitectónicos irresponsables de la Península (el “nunca máis” gallego nunca fue más universal): el Gran Monumento Inmóvil al Elefante Blanco.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)