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La família Belamy no tiene biografía; dispone de una doena de retratos desgarbados creados por una máquina. Su historia empezó a popularizarse cuando el Retrat d’Edmond de Bellamy fue vendido en la sala Christie’s por 383.000 €, con un precio inicial de partida de 7.000 €. El cuadro al óleo de Edmond -que el día de la subasta compartía espacio con obras de Warhol y Lichtenstein- es el último representante de la saga Belamy, una serie de obras creadas a través de las redes generativas antagónicas por parte del colectivo francés Obvius. El algoritmo generativo (denominado GAN: Generative Adversarial Networks) se alimenta y aprende gracias a una base de datos de más de quince mil retratos canónicos, realizados entre los siglos XIV y XX. Sus programadores lo probaron con paisajes pero decidieron que ·el retrato es lo que, de momento, permite imitar mejor la creatividad».1 El resultado es un óleo impreso sobre tela, con el correspondiente marco dorado para «impactar mejor en el imaginario colectivo», y firmado en el marge inferior derecho con una parte del código del algoritmo.
Es una de esas noticias ideales para llamar la atención de los tertulianos machotes: los que fruncen la nariz preguntando si esto es arte; los que se lanzan a los titulares sensacionlistas del estilo «La inteligencia artificial reinventa la pintura»; los sabelotodos que mencionan a otros artistas como precursores en el mismo terreno; los bienintencionados que se dedican a juzgar las cualidades de la obra e, incluso, hay quien augura un futuro de arte low cost producido íntegramente por máquinas. Apocalípticos e integrados que, o bien ven el futuro de la creación artística, o bien un simulacro, una simple impostura. Muchos de ellos, naturalmente, no dejan pasar de largo el precio conseguido finalmente en la subasta y todo el mundo lo hace con una cierta admiración y condescendencia; como si el simple capricho de unos compradores afanosos para tener la más reluciente última novedad ya fuera un juicio de valor y una carta de naturaleza. El mercado dictando sentencia, ya ves.
Más allá de todas estas opiniones sobre Edmond de Belamy –es un cas que puede reanimar una sobremesa que languidece, probadlo-, se supone que el interés también se puede relacionar con este miedo y fascinación difusa que produce el binomio «inteligencia artificial» y, sobre todo, bajo que parámetros está construida: como la han «enseñado», con qué voluntad y cuál es el propósito del científico loco que crea al Frankenstein moderno con sensibilidad artística. No podemos dejar de preguntarlo porque cada vez somos menos ingenuos (o eso creemos) sobre las bondades de las herramientas de inteligencia artificial, con el conflictivo reverso de la «minería de datos» que también permite controlar, comerciar, influir, espiar… Si tenemos que hacer caso a lo que recoge el Manifesto colgado en la página web del colectivo Obvious, su propósito es más bien pobre. A partir de una ilusoria metáfora que viene a decir que un niño, a base de aprendizaje con el profesor adecuado, puede acabar haciendo Picassos, llegan hasta la explicación técnica que el algoritmo está entrenado para discriminar cualquier intención de apartarse de los modelos humanos previos.
Lo que se podría haber convertido en una historia apasionante sobre la creación de una identitat estética propia, a partir de la memoria colectiva, se convierte en un informe funcionarial de sumar componentes hasta llegar a un sentido común anodino, de pura suma estadística. Ningún resquicio para el error, laimprovisación o la creatividad. El engaño no está no reside en que haya sido capaz de sustituir la habilidad humana, ni siquiera si ha cuestionado el mercado del arte, sino que se trata de un mal impostor incapaz de salir de los parámetros estandarizados. Un simple imitador enchufado a la corriente eléctrica.
Los humanos continuan siendo más entretenidos a la hora de crear relatos. A una escala muy diferente (un caso cercano, local, que he seguido con intermitencia, pero con curiosidad) tenemos el ejemplo de un artista que llega un poco tarde al mundo del arte, pero que cuando lo hace, decide construir una trayectoria a una velocidad sorprendente. Su posicionamiento se aleja de cualquier ideal romántico del creador que se encierra en su estudio a buscar una voz propia, que sufre comparándose con sus ídolos, que lleva una vida desordenada y cree que su obra se expresa por ella misma. Al contrario. Nos encontramos ante alguien que trabaja con fervor para darse a conocer, para acaparar titulares, para conseguir un curriculum vistoso. Y la manera de conseguirlo es como pasar por la centrifugadora un tutorial de cinco minutos de YouTube y un manual abreviado de historia del arte. Si grandes creadores se encuentran incorporados a los movimientos teóricos acotados por la historiografía, él se inventa un -ismo del cual es el único representante: el Surealismo figurativo mediterráneo (son significativos los dos últimos adjetivos). Si es necesario tener obras en los principales museos, nada como dejar un CD con imágenes de sus obras en la mediateca del MACBA y así ya podemos decir que está representado en la colección. Si se acaban las ideas, siempore se puede recurrir a un método infalible: las causas solidarias; hay un montón a las que adherirse… Finalmente, cuando tienes a la prensa acostumbrada a tu estatus artístico, un viaje puede servir perfectamente para enviar un comunicado -con una fotografía dentro de la galería de arte, por ejemplo -que diga «el conocido representante del Surrealismo figurativo mediterráneo se encuentra en Nueva York preparando su próxima exposición». Su listado de logros noticiables es largo y, a cierto nivel funciona.
Es un procedimiento directo (de picaresca o pillería; de ingenuidad o grosería, según como se mire) que no cuestiona nada, solamente aprovecha atajos conocidos, aunque sea con una estrategia distorsionada y construída con cuatro conceptos mal asimilados. Sin ningunear la capacidad metafórica -deforma indirecta, acaba señalando debilidades del propio ecosistema artístico- faltan ingredientes para convertirse en una buena parodia. Bien mirado, sin embargo, es una historia ejemplar en un sentido que probablemente su protagonista no es capaz de intuir. Podría ser objeto de estudio, o de una exposición… pero sin la producción física, solamente el curriculum desplegado por la sala y documentado con toda la sucesión de recortes de prensa, fotografías y demás «reconocimientos». Sería el grado que le faltaría para añadir interés.
Y mientras las máquinas y los humanos todavía se muestran tal como son, la impostura en el mundo del arte continúa con una extraordinaria mala prensa. Sólo es necesario incorporat estos dos conceptos en el buscador de Internet para que aparezca un montón de entradas con artículos de opinión que intentan desenmascarar las mentiras pero, sobre todo, pretenden estipular los límites de lo que es arte de verdad y lo que no lo es. Si lo hacéis -no os lo recomiendo- llegaréis al denominador común de tres o cuatro expertos que agitan el fantasma de Marcel Duchamp como el origen de todas las catástrofes del arte actual y, un poco más abajo, os toparéis con la sacerdotisa mexicana de la corrección estética (cuyo nombre no mencionaremos para no hacernos mala sangre). Bien mirado, el simulacro, la impostura -con sus declinaciones irónica y juguetonas-, podría ser un terreno magnífico para agitar la inercia académica de las identidades prefijadas. Mientras tanto, los Belamy n han podido invertarse su curriculum y, como mucho, funcionan como un pálido reflejo de sus precedentes.
1Todas las declaraciones de intenciones están extraídas de su página Web: www.obvious-art.com/
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)