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El Guggenheim de Bilbao presenta «Haunted», una exposición que se aleja de la dinámica habitual del museo aunque, al mismo tiempo, aparezcan algunos de los nombres clave que definen lo que es la «marca Guggenheim».
Llego al Guggenheim para una visita guiada con los comisarios de la nueva exposición. Conmigo un periodista de la sección de cultura de un periódico general del sur de la península, uno de esos profesionales que bien podrían haber trabajado en “Política” o en “Sucesos”, que alaban a Almodóvar por inercia y se limitan a copiar las notas de prensa de todo lo demás. Él viene con viaje y comida pagados por el museo, supongo que a cambio de un amplio reportaje hagiográfico. En la visita, los comisarios Jennifer Blessing y Nat Trotman, de la casa madre de Nueva York, explican la tesis de la exposición. Comentamos varios puntos, mientras mi colega mira extasiado a los americanos y se limita a expresarnos cómo le gustan Warhol y algún otro “genio”. Al salir, me dice: “Está muy bien esta expo, ¿no? Es, cómo lo diría… muy conceptual, ¿no?”.
Así se resumen los puntos a abordar en torno a Haunted, o mejor dicho, en lo que puede significar y evidenciar Haunted de las políticas de la lata de arte americano de Bilbao. Por extraño que parezca, es realmente novedoso que el Guggenheim local nos deleite, simplemente, con exposiciones con tesis comisarial. No hablo ya de principios revolucionarios, de salir de las exposiciones extasiados por nuevas ideas, o escandalizados por osadías provocativas. Hablo básicamente de, en vez de trazar vida y obra de un artista, normalmente hombre, monumental, aceptable por las masas y espectacular (Anish Kapoor, Robert Rauschenberg, Frank Lloyd Wright, Cai Guo-Qiang, Cy Twombly, Richard Serra…), o en lugar de mostrar el desarrollo cronológico y superficialmente temático de la historia del arte más oficial de un lugar (Estados Unidos, Rusia, ahora Flandes), escoger una serie de obras de arte que puedan, además de hablar de sí mismas, funcionar en conjunto para crear una narrativa adicional, ni personal, ni cronológica, ni nacionalista. Algo excepcional, querido público.
Es normal, por tanto, que flote una cierta preocupación en el ambiente sobre cómo van a reaccionar los visitantes. A fin de cuentas, ya se nos han acostumbrado a aceptar esas maravillosas piezas del arte americano-universal que les resultan bizarras, pero ante las que no tienen autoridad para quejarse, porque son obras maestras y punto. Han aprendido a seguir fechas, a ver evoluciones formales, a admirar instalaciones enormes y multimillonarias, espectaculares y a veces incluso explosivas, a salir del museo con el corazón arrebolado. ¿Qué van a opinar de esta serie de obras pequeñas en tamaño, algo lúgubres, incluso fantasmagóricas? ¿Y de esa serie de ideas que se tejen entre las salas, con nombres tan poco populacheros como “apropiación y archivo”, o “documentación y reiteración”? A fin de cuentas, la gente viene al Guggenheim para entretenerse, y esta expo no puede calificarse de divertida.
No es que el tema sea conceptualmente inalcanzable; ni mucho menos. Simplemente, vuelve sobre la manida teoría de que los medios de reproducción son una forma de reactivar el pasado en el presente, de trasladar un momento y un lugar a otro; que tienen por ello una carga nostálgica, melancólica y casi fantasmal, y la capacidad de rememorar, pero también de inquietar, puesto que lo muerto y lo desaparecido se encuentra en ellas (de ahí el título Haunted, “encantado”). Y en ese sentido, la expo no está mal. Obviamente, no podían faltar Warhol y Rauschenberg, no sólo por mérito propio sino por ser los dioses de la colección, así como muchos artistas neoyorquinos de los 50 a los 70, puesto que, según la franquicia, fue el momento y el lugar de producción artística más interesante del universo. Pero hay que reconocer que su inclusión está bien argumentada y aporta una cierta lógica al desenlace, con las hermosísimas grabaciones en 16 milímetros de Tacita Dean de la interpretación de Merce Cunningham de 4’33, poco antes de su muerte.
Hay piezas interesantes, tanto de artistas consagrados (Jeff Wall, Joan Jonas, Ana Mendieta, Martha Rossler, Pierre Huyghe), como de más jóvenes, principalmente americanos (porque casi todas las piezas vienen de Nueva York, ya se sabe que en Bilbao no se arriesga, se compra antes un Warhol de quinta que un Lara Almárcegui de primera), algunos tan escandalosamente nuevos para lo que estamos acostumbrados como Nate Lowman (1979), Lia Halloran (1977) o Idris Khan (1978). En general es una muestra aceptable, correcta, con algunas piezas muy buenas, de la que no se hablaría de más ni en Paris ni en Londres, ni en lugares en los que se tuviera un poquito más los pies en la tierra que en Bilbao.
Porque el problema principal no es Haunted, ni que el Guggenheim sea más americano que Bush: el problema es que nos creemos algo por tener un museo que se ha ido vaciando de contenido hasta tal punto que no podemos arriesgar un año sin grandes clásicos de la Historia del Arte (dos de arena y ninguna de cal), que estamos dispuestos a hacer una residencia para que los pocos artistas que han llegado a millonarios se pasen unos mesecitos de vacaciones con vistas a la playa de Mundaka mientras los locales trabajan de camareros por las noches, y que los políticos han acabado por asimilar un millón de visitas anuales (en declive desde hace unos años) como único éxito cultural exigible a todos los demás. Sí que estamos Haunted..
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)