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Hackeo cultural, soft power y nuevas interpretaciones del Estado

Magazine

11 agosto 2025
Tema del Mes: Desaparición de las políticas culturalesEditor/a Residente: Jorge Sanguino

Hackeo cultural, soft power y nuevas interpretaciones del Estado

Cultura subliminal

En mi colegio católico algunos profesores hablaban con una campante ignorancia y una excesiva autoridad sobre los mensajes subliminales de las series de anime japonesas y las canciones de algunos géneros musicales. Llevaban sus hojitas impresas de información extraída de la naciente internet y exponían las razones que justificaban tener cuidado con la luz emitida en una batalla o con ciertos acordes que contenían en sus pliegues órdenes secretas para hacer daño y reclutarnos en el ejército del mal. Según ellos, por estos productos culturales corría una corriente subterránea que nuestros cerebros en formación no atinaban a captar. Nosotros los escuchábamos con descuidado escepticismo, pero no sospechábamos que detrás de las angustias místico-conspiranoicas de los profesores se revelaba una asociación y una comprensión que algunos gobiernos mundiales operan con una refinada intencionalidad: la cultura como instrumento subliminal de despliegue de poder.

Así como lo operan, también satanizan su uso con fines políticos (electorales). Lo problemático de esta mirada reside en capturar a la cultura como un elemento subsidiario de la política, como una serie de expresiones instrumentalizables para la puesta en escena de un determinado horizonte electorero. Sin embargo, no se pueden reducir los sentidos culturales a un despliegue del poder estatal. Pero si somos sinceros, esta mirada dicta parte de la distribución de los recursos estatales al sector cultural.

Extensión y ejemplos del soft power

El politólogo Joseph S. NYE Jr. acuñó el concepto de soft power en 1990. Lo definió así: la capacidad de influir en otros para obtener lo deseado, ya no a través de la coerción sino de la atracción. Destacaba tres pilares para ejercerlo: cultura, valores políticos y políticas exteriores. Además, señaló al soft power como la clave para el triunfo durante la Guerra Fría. Los mecanismos para ejecutar este tipo de diplomacia van de los medios con efecto goteo (libros, intercambios, arte) hasta aquellos que producen un impacto acelerado y evidente (cine, radio, medios informativos).

Veamos tres ejemplos muy diversos entre sí.

Brasil fue el primer país del mundo en importar el estándar japonés de Televisión Digital Terrestre (TDT). Según la autora Angela S. Brandão, el uso de esta tecnología hizo parte de una estrategia de soft power durante el gobierno de Lula para influir en los países vecinos y fortalecer su liderazgo regional a través de la integración sudamericana, a falta del poderío militar de potencias emergentes como China o India.

La recién desmantelada agencia USAID por parte de la administración Trump es quizás el ejemplo más sofisticado de esta clase de influjo geopolítico: inyección de dinero para programas sociales en países sobre los que se pretende una decidida influencia.

En el marco de la Guerra fría, los soviéticos usaron el ajedrez como símbolo de supremacía intelectual. De hecho, crearon toda una institucionalidad para fomentarlo. Este deporte era obligatorio en todas las escuelas durante la época. Los estudiantes talentosos eran invitados a continuar su formación ajedrecística en los palacios de jóvenes pioneros. También desarrollaron robustos programas de formación y entrenamiento, usados aún hoy, que les permitieron dominar el campeonato mundial de ajedrez por veinticuatro años (1948-1972: Botvínnik, Smyslov, Tal, Petrosian y Spassky). Hasta que Fischer derrotó al último de estos en el legendario match mundial de Reikiavik en 1972. Bobby había aprendido ruso durante su adolescencia para acceder al material de entrenamiento desarrollado por los soviéticos. Aprendió lo suficiente para leer los manuales y ahí se detuvo. Leerlo y entenderlo, nada más. (El aprendizaje de una lengua como demanda de una hegemonía cultural. La posibilidad de hackear dicha hegemonía aprendiendo su lengua).

Fischer logró la hazaña convirtiéndose en una especie de hacker cultural, es decir un antropófago. Un hacker que, a pesar de la inmensa desventaja institucional, por supuesto como ícono y exaltación del particular individualismo norteamericano, venció por un breve periodo al aparato de un Estado de grandes proporciones. Imagino a Fischer como una especie de antropófago brasileño de los años veinte. Hacia el final de sus años, Fischer abjuró de su nación y murió exiliado en el lugar donde se había convertido en leyenda.

No cabe duda de que la historia del soft power sería una historia retorcida y alucinante, la de un poder flácido que quiere penetrar de cualquier manera en las mentes domésticas o extranjeras. Pero la lógica de la Guerra Fría ya no sirve como prisma para pensar la realidad mundial. Y en todo caso, estos ejercicios de soft power no necesariamente funcionen para explicar todo el contexto latinoamericano. Por eso considero necesario reformular la relación de dependencia entre lo cultural y lo político.

Cultura y Estado

Existen desconfianzas mutuas entre política (Estado) y cultura. Estas provienen justamente de esa lectura de lo cultural como un despliegue de poder o como una sensibilidad susceptible de captura por fuerzas burocráticas. Sobre todo, porque reducimos lo político al escenario de la administración de los recursos públicos y entendemos que a partir de la capitalización política se ordena el gasto.

Según estudios como los del convenio Andrés Bello o el desarrollado por la OMPI y la Dirección General de Derechos de Autor, el aporte de la cultura al PIB se ubica entre 1,8% y el 3,3 respectivamente. Si nos restringimos únicamente a esa clase de transacción dibujada a través de la distribución del presupuesto, cualquier análisis diría que en un país como Colombia la cultura no ha recibido lo suficiente. Nos hablaría, en últimas, del desprecio por la cultura como instrumento de incidencia en la sociedad.

En términos nominales, el presupuesto destinado al Ministerio de Cultura ha aumentado durante los últimos siete años. Sin embargo, en términos de su representación como porcentaje del presupuesto general de la nación apenas se ha mantenido. Al ver la siguiente tabla, constatamos la escasa participación presupuestal de la cultura.

Elaboración propia

Nuevo paradigma

La reorganización geopolítica actual representa una transformación en el paradigma del sotfpower, es decir en la destinación de recursos a campos como el de la cultura o la educación. Tal vez de allí la radiografía que varios atinan a definir como un desmonte de la cultura desde la política pública. Lo que se ve como desmonte es en realidad un cambio de paradigma geopolítico. Y lo anterior no oculta, sino que justamente es el síntoma de un mundo que se ha desestatalizado.

Pero debemos superar el ámbito de un análisis puramente presupuestario. Es allí entonces donde surge la inquietud sobre otras formas de relacionamiento entre lo político (estatal) y lo cultural, y sobre qué otros síntomas se entreven en nuestra época dentro de esa relación. Para esto habría que partir del hecho de que las conversaciones culturales son bien diversas y dependen del territorio donde ocurren, y de la mayor o menor hegemonía geopolítica del Estado dentro del cual se desarrolla y de la importancia de lo periférico para constituir una sensibilidad ¿nacional? Principalmente porque muchas de las culturas en la periferia existen sin la atención de un Estado.

Bárbara Muelas, la primera mujer indígena en integrar la Academia Colombiana de la Lengua, mencionó en su discurso de ingreso el desafío que representó traducir el término “Estado” a la lengua namtrik, en el ejercicio de volcar la Constitución política de Colombia en dicha lengua indígena, pues este concepto no existía allí. Al final lo tradujeron como “territorio mayor”. Es así como opera la cultura, como expresión humana no siempre integrada a un entramado institucional. El ejercicio de traducción del que hizo parte Muelas daría pistas sobre el establecimiento de un nuevo paradigma en la relación Cultura-Estado que supere la desestatización y la captura burocrática de la sensibilidad de la primera.

Bárbara Muelas (Crédito fotografía: Comunidades Misak)

Ante este planteamiento, debemos buscar un nuevo paradigma de relacionamiento que no sea exclusivamente transaccional y de proyección de poder, sino que amplíe las posibilidades de sentido. Por eso sería conveniente alinearse con García Canclini, que reconoce a la política cultural como una conversación. En ese sentido, las distintas gestiones que han presidido el Ministerio de Cultura durante el gobierno de Gustavo Petro han puesto su energía y el aparato burocrático en función de plantear distintos diálogos con el sector cultural. Más que un desmonte, lo que está ocurriendo en Colombia es un rearmado, o más precisamente una reconstrucción y un reordenamiento de la conversación.

Es un hecho que las asignaciones para la cultura han sido desproporcionadamente inferiores. En todo caso, esta es preternatural a los Estados modernos. Por eso debemos ampliar la conversación y analizar los síntomas más allá de las partidas presupuestales. Al final de los tiempos los Estados desaparecerán, habrá otras formas de organización y la cultura, como una corriente subterránea, susurrante más allá de nosotros mismos, quedará como evidencia de unas sensibilidades y unas comprensiones del universo. Como una conversación, en fin, más allá de sus hablantes.

[Imagen destacada: Bobby Fischer jugando con niños en la plaza Castelli del barrio Belgrano en Buenos Aires. Crédito fotografía: Harry Benson]

Giussepe Ramírez. Escritor. Estudiante del Ph.D. in Spanish en Johns Hopkins University. Economista de la Universidad del Valle. Magíster en Escritura Creativa del Instituto Caro y Cuervo. Ganador del I Concurso Nacional de libro de cuentos Isaías Peña. Autor del libro de cuentos Formas de estar en la cama (Escarabajo Editorial, 2023). Su rating FIDE clásico actual es 1588. Espera alcanzar los 2000 mientras adelanta su doctorado.

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