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El presente del arte contemporáneo, y sus referencias en décadas anteriores, puede entrar en algo así como un estado para la reflexión mediante la exposición de recuperación histórica de la obra de Marta Minujín en el MALBA. ¿La narración emotiva de obras pasadas las convierte ipso facto en objetos deseables para los museos?
La exhibición del arte de los años sesenta en productos institucionales blockbuster sería la mejor prueba de que el sistema artístico del presente está diseñado para obliterar el cambio histórico, al reducir la dinámica cultural de aquella época a un puro repertorio formal de variedades sin variación, un arco inaudito de libertades creativas cuya puesta en circulación toma la forma de la tautología pedagógica. La pequeña profecía implícita en la idea de Harald Szeemann de “que las actitudes devengan forma” llega a realizarse al pie de la letra en este tipo de exhibiciones, que cumplen un rol preciso al interior del sistema artístico en su conjunto: el pluralismo total que caracteriza al arte de la actualidad toma muchas de sus premisas del arte de los sesenta, pero de una manera solidificada, al reconcebirlas como producto y no como acto, como enumeración de posibilidades pero no como antagonismo concreto, como conflicto entre el pasado y el futuro. El precio del pluralismo reinante es la renuncia a la dimensión histórica del presente y, en ese proceso, la reproducción institucional de las proezas de las vanguardias de posguerra tuvo un rol clave, al recuperar todo lo que produjeron menos la idea más sencilla que las impulsaba: cambio.
Una retrospectiva de Marta Minujín (1943) en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires podría ser emblemática de este largo proceso, en cuanto Minujín encarna a la perfección los ideales de la desmaterialización visionaria y también el tipo de práctica artística de alto impacto que las instituciones mainstream reproducen hoy día con visible fervor. Sin embargo, la muestra curada por Victoria Noorthoorn (sintéticamente titulada Marta Minujín. Obras, 1959-1989) puede leerse como un paso en el sentido inverso, en cuanto cuestiona la literalidad de la traducción del legado de la neovanguardia al marco de la institución museográfica actual, y situar al público en relación con los términos de esta historia.
Este impulso se manifiesta en la separación nítida del presente y el pasado, encriptados en la misma trayectoria de Minujín y en un despliegue de estrategias que vuelven exhibible un cuerpo de obras de naturaleza efímera, de las que muchas veces ni siquiera se han conservado registros. El aquí y ahora del museo es sistemáticamente enfrentado con experiencias originales que datan de hace casi 50 años. Concebida en su mayor parte como una red de espacios inmersivos, la muestra tiene entre sus fundamentos la incorporación de diferentes testimonios (grabaciones, recortes, etc.) que confrontan al espectador con la instancia de recepción primaria de las acciones, happenings y environments que Minujín realizó desde mediados de los sesenta. Incluso las reconstrucciones incluyen textos aclaratorios, descriptivos y a veces de tono muy sensorial, que desmontan la misma operación de reconstrucción al contraponer lo que el espectador puede ver en presente con la memoria conservada de las acciones originales. Material de video del público esperando para meterse en La Menesunda en la entrada del Instituto Di Tella, reseñas periodísticas de distintos proyectos e incluso narraciones orales de parte de la misma artista incrustadas en el recorrido de la exposición aumentan este efecto de contraposición de públicos y épocas. De esta manera, la exhibición entreteje efectos de cercanía y de distancia, simultáneamente sensoriales y críticos, para que el espectador pueda tomar distancia de la experiencia inmersiva que se le ofrece.
En el ensayo que abre el catálogo, Noorthoorn se refiere a la “presencia delatora del pasado” en el material de archivo muchas veces imperfectamente conservado; la idea es transitiva a toda la exhibición, uno de cuyos logros es el de permitirle a los espectadores cuestionar la traducción de los procesos artísticos y sociales de hace medio siglo a los formatos de la exhibición para todo público del presente. Como si pudiéramos volver a sentir el tiempo, alejarnos de nosotros mismos y suspender, momentáneamente, la ilusión omniabarcadora de lo contemporáneo.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)