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El talento no es una edad. Su ADN nada tiene que ver con la savia indomable del pájaro de la juventud, ni tampoco posee el color del corazón del otoño. Es cierto que en la historia de la cultura se pueden destacar precoces creadores de pulsión madrugadora, de aventajado prodigio. Mary Shelley, Rimbaud, Sor Juana Inés de la Cruz, Mozart, Artemisia Gentileschi. No había salido el sol cuando ya volaban su sensibilidad, su instinto, el descaro de su creatividad. Pero en realidad el talento carece de una fecha precisa de florecimiento. Es más bien un latido que desenvuelve despacio y de manera firme su ritmo, y que en ocasiones tiene espíritu de inesperado volcán que se derrama. Ha sucedido con muchos otros artistas como Gauguin, Defoe, Lucy Schwob, Camille Claude, Vivian Maier o José Saramago, enmarcados por el foco repentino y merecido sobre la madurez de una obra desconocida, arraigada en la progresión del pretérito al presente.
Nunca se sabe por tanto de qué tren desciende el éxito ni a qué estación llega, pero evidentemente en ese tránsito son muchas más las mujeres a las que la luz del triunfo no enfoca cuando la validez de su trabajo lo merece. Unas veces, las menos, por la decisión propia de habitar la sombra a modo de refugio, de declaración de principios contra el mercado, por su vocación de vanguardia más allá de su época. La pintora sueca Hilma af Klint es un ejemplo simbólico. Pionera del arte abstracto antes de que este movimiento existiera, un centenar de obras verifican su discurso plástico un lustro antes de la publicación “De lo espiritual en el arte” de Kandinsky, y de que Malevich se sumase al talento con su también brillante impronta.

Hilma af Klint, Serie La Paloma, Nr. 8, 1915
Las razones de Hilma af Klint se desconocen. No existe registro que alumbre luz alguna, más allá de la intuición de que su decisión avala la idea de que no quiso ser objeto de escrutinio ni de la fama, o expliquen otras causas de su voluntaria hibernación pública porque en secreto mantenía una prolífica entrega productiva. Pocas artistas como ella controlaron las bridas de su destino, sujeta su creatividad a la idea de que el mundo no estaba preparado para entender la vanguardia de su arte. Antes de su muerte dejó por escrito su deseo de que sus cuadros, enigmáticos, de un poderoso cromatismo constructivo y espíritu esotérico, no se exhibieran hasta veinte años después de su fallecimiento. Un poso más de tiempo para su talento en bodega, amaderado, sublime, y que a mediados de los sesenta supondría una eclosión artística. Yo tardé en descubrirla en su amplitud, más allá de algunas referencias. Lo hice en 2013 en la espléndida exposición del Museo Picasso Málaga, maravillado por la modernidad del equilibrio en sus composiciones geométricas, y por el formato monumental de una parte de sus pinturas. Un lenguaje innovador que volvió entonces a brillar con el aplauso del reconocimiento extendido fuera del gremialista mundo del arte.
Otras veces el elogio se demora porque a pesar del talento, las circunstancias sociales y las alianzas sentimentales facilitan una especie de usurpación de identidad, de confinamiento disfrazado de paternalismo frente a la inseguridad del otro, y por supuesto de manipulación. Conocidos son los períodos de trastienda obligada de Sidonie-Gabrielle Colette cuya serie de «Claudine en la escuela», «Claudine en París», «Claudine se va a la ciudad» firmó su primer marido, Willy (Henry Gauthier-Villars). Y en el campo de la pintura el de la norteamericana Margaret Keane, autora en los años 60 de retratos de niños, mujeres y animales con unos enormes ojos introspectivos, de oscura melancolía, de un estilo kitsch, rubricados por su marido Walter Keane agasajado por su talento y cosechando gran éxito entre las compradoras de arte de Hollywood como Natalie Wood, Joan Crawford, o Kim Novak. Sólo al divorciarse Margaret Kane desveló su autoría y en 1986 ganó el juicio en el que el tribunal les pidió a ambos que pintasen allí mismo, delante de los ojos de la ley y del público. Una justicia poética la de la verificación de los ojos públicos y los doctos del arte de la mirada desvalida de sus criaturas con grillos de tristeza en sus pupilas. Su historia de invisibilización la plasmó Tim Burton en la película “Big Eyes”.

Margaret Kane, Little Thinker (detalle), 1963
Este vampirismo no convirtió en su rehén a la francesa Berthe Morisot, esposa de Eugène Manet, que no consiguió el éxito de su hermano Édouard Manet. Aunque sí padeció los intentos de subyugación de los celos de su secundario pintor matrimonial. Su destreza para capturar la luz, el color y la intimidad de la vida cotidiana le abrieron las puertas del Salón de Paris donde formó parte de la primera exposición impresionista junto con Monet, Cézanne, Renoir y Degas cuando contaba con 24 años. A pesar de su magisterio y del elogio de la crítica, sus compañeros y el sanedrín de la crítica, al igual que su marido, la relegaron al boudoir de su estudio, etiquetándola de artista femenina como una manera de trabar su proyección. Pero a pesar de ello, diez años después, en 1874, Berthe Morisot se convirtió en una figura fundamental del movimiento impresionista. Un talento a salvo en el Museo Marmottan Monet de Paris en el que ella reina como una de las grandes damas de la pintura.

Berthe Morisot, La lectura, 1873 (Wikimedia commons)
¿Cuándo es mejor que suceda el reconocimiento al trabajo? ¿Es preferible su manifestación cuando el gusano del don creativo se transforma en una hipnótica mariposa que sorprende con su vuelo? ¿Es lo ideal que se produzca como una evaluación sobresaliente a una trayectoria de mérito y consolidada? ¿Puede el reconocimiento prematuro quemar con su llama? ¿De qué sirve si se alcanza cuando el artista ya no vive y no puede gozarlo? A las últimas preguntas podemos responder con las alas rotas del inconmensurable Rimbaud, enfant terrible de la poesía, y con las pasiones autodestructivas de Modigliani o de Van Gogh víctimas de la precariedad económica y de la incomprensión artística antes de apagar el ruido y los colores de su angustia y temperamento. De las primeras podemos tejer debates diversos, y concluir que lo importante es que ese reconocimiento se produzca, y que éste sea un acicate para progresar en el camino, en el reto de la creatividad, de la insatisfacción, de la búsqueda y del hallazgo.
Hay veces que esa comunión acontece en el último tramo de la vida y de la carrera plástica. Botón de hierro, de tejidos y de madera es el talento de Louise Bourgeois, incansable desde su juventud con sus primeras exposiciones de escultura en 1945 y su primera individual “Seventeen Standing Figures in Wood” en 1949. El éxito le iba abriendo paso con una mano frágil, envuelta en el incómodo guante del underground, procurándole escalones que ascendía con pie firme como la exposición de 1978 “Confrontation” en la Hamilton Gallery of Contemporary Art de Nueva York, y su performance “A Banquet: A Fashion Show of Body” que se presentó dentro de la instalación, donde los modelos desfilan con trajes de látex. Fue el momento donde el foco la orló. Bourgeois tenía 67 años y hubo de esperar cuatro más para que el MoMA de Nueva York le dedicase su primera retrospectiva en 1982, la primera que el museo otorgaba a una mujer. La consagración. Ese vuelo a la cumbre a sus 71 años alimentó su catarsis autobiográfica resuelta con lenguaje plástico y trabajos indagatorios de la figura humana y sus fragmentos, abordando temas como la traición, la ansiedad y la soledad.
En 2011, un año después de su muerte a los 99 años, uno de sus trabajos, la célebre “Araña”, se vendió en Christie’s por 10.7 millones de dólares, el récord en aquel momento para una obra en subasta y el precio más alto pagado por el trabajo de una mujer. No se sabe si al adjudicarse su obra, una mariposa azul sobrevoló la famosa dejando caer en la sala el polvo dorado que al arte le confiere su inmortalidad.
(Imagen de portada: Louise Bourgeois, Arch of Hysteria, 2000, (CC) procedente de instagram de la Galeria Karsten Greve)
Guillermo Busutil es escritor, periodista y gestor cultural, galardonado con el Premio Nacional de Periodismo Cultural 2021. Es miembro de la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona. Responsable de La Ventana del Nautilus en El Ojo Crítico Fin de Semana de RNE, y crítico de arte en el suplemento de Cultura de La Vanguardia; crítico literario en Zenda y Litoral, y participa en la tertulia política de Hoy por Hoy de la SER Málaga. Ha comisariado expos de fotografía y pintura como Petricor; El perfume de la lluvia, El artista en su laboratorio y Maximov, entre otras. Además de autor en catálogos expositivos de Manuel Rivera, Juan Béjar, Diego Santos, Rafael Alvarado y José Seguiri.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)