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La España franquista creó trescientos pueblos nuevos entre los años cuarenta y setenta. Un proceso de colonización agraria bastante reciente y de gran magnitud que muchos españoles desconocen.
Un campesino español en la posguerra civil tenía todas las cartas para morirse de hambre: él, su mujer o cualquiera de sus cinco hijos. Demasiadas familias enteras sobrevivieron sin demasiado que perder. Franco lo sabía muy bien, por eso no tuvo reparos en culminar el proceso de colonización interna que venía intentándose en España desde hacía décadas, incluso siglos atrás.
Entre los años cuarenta y setenta del siglo XX, en el país se fundaron alrededor de trescientos nuevos pueblos, la gran mayoría en torno a las cuencas de los principales ríos de Andalucía, Extremadura, Castilla y Aragón. Un proceso que implicó el traslado de 55.000 familias y que, en magnitud poblacional, podría emparentarse con la migración del millón de andaluces a Catalunya que se dio por la misma época. A diferencia de esta última, de la migración que nos ocupa en este texto no se ha hablado ni la mitad.
Franco no inventó nada, pero vio que el problema de la mano de obra desocupada y los terrenos improductivos eran el match perfecto para la consolidación del régimen en el ámbito rural. Estudió los antecedentes, supo leer el termómetro de la resaca social de una guerra que él mismo había iniciado y ejecutó el plan definitivo a través de una ley que implementaba la expropiación de tierras baldías con indemnización a sus dueños. En 1939 creó el Instituto Nacional de Colonización, el órgano encargado de gestionar el reparto de tierras a los colonos y la construcción de los nuevos pueblos en los que se instalarían.
El fenómeno, a pesar de ser reciente, resulta increíblemente desconocido. ¿Cómo es posible que apenas se hable de todos estos pueblos creados por arquitectos racionalistas que ejecutaron planos modernos inéditos para entornos rurales? Pueblos que nacieron de las migraciones internas y a los que hoy se les suman nuevos tipos de migraciones.
Desde siempre, establecer población en cualquier geografía tuvo que ver con volver cultivable territorios vírgenes. Así se fueron volviendo sedentarios los pueblos que eran nómadas y, a partir de esta necesidad básica de habitar y cultivar, surgió la palabra «colonia» y la acción y el efecto de colonizar: la colonización. Muchos pueblos íberos lo intentaron en la península, lo consiguieron parcialmente, fracasaron y siguieron deambulando hasta sucumbir a la potencia y la tecnología de los romanos, que establecieron sus primeras colonias en territorio español. Así pasaron los siglos: entre los numerosos intentos de ampliar terrenos cultivables y tantas otras guerras y sucesión de invasores y reconquistadores.
Fue en el siglo XVII cuando empezó a nacer en España la tímida conciencia de que había que hacer algo con la despoblación rural y las tierras improductivas. En el siglo siguiente, con la Ilustración y su máxima de «gobernar es poblar», Carlos III encabezó un proyecto que atrajo las miradas de varios países de Europa a finales del XVIII: seis mil colonos se instalaron en nuevas poblaciones fundadas como colonias agrarias en la Sierra Morena. El conocido ilustrador francés Gustav Doré dejó constancia, en algunos de sus grabados, de estos procesos.
Durante la segunda mitad del siglo XIX se promulgaron dos leyes que tenían como objetivo dispersar a los colonos por el campo más que apostar por la construcción de pueblos. Es decir, a construir los denominados caseríos rurales. Pero esto no sirvió para aumentar la siempre insuficiente producción y España seguía con mucha tierra en pocas manos que no producía ni se usaba para nada.
Las políticas hidráulicas de finales del siglo XIX y principios del XX fueron determinantes para el futuro de la colonización agraria en la España franquista. Su ideólogo fue Joaquín Costa y el plan consistió en la creación de embalses para almacenar agua y llevarla, a través de canalizaciones, a los lugares donde más se necesitaba. Es decir, convertir en regable el secano. Un programa político que, o por su vastedad o por la falta de recursos y de voluntades, no alcanzó a concretarse en la magnitud que se necesitaba en aquel momento.
El Plan Nacional de Obras Hidráulicas de 1934, aprobado durante el gobierno de la Segunda República, tomó el relevo de las ideas de Costa y fue aplicado durante un periodo breve porque en 1936 estalló la guerra civil. Tras la contienda y la victoria del bando franquista, se inició el último tramo del proceso de colonización agraria en España. Sería el último y el definitivo.
En 1939 se creó el Instituto Nacional de Colonización y las confiscaciones que se habían llevado a cabo por el republicano Instituto de Reforma Agraria fueron anuladas. La expropiación se replanteó: ahora se indemnizaría a cada uno de los propietarios y, sin hacer absolutamente nada, sus tierras secas y yermas se volverían fértiles con la llegada del regadío. Mientras tanto, en ese experimento de volverlas productivas, los conejillos de indias del régimen fueron los colonos, quienes tardaron años en conseguir que creciera algo en esas llanuras secas y agrietadas.
«Franco nos dio» entre cinco y diez hectáreas, aperos de labranza, una yunta de caballos, una vaca lechera, algunos cerdos y una casa enorme planeada por un arquitecto moderno, el mismo que diseñaba el pueblo y su iglesia. Lo cierto, sin embargo, es que Franco no dio nada y los colonos tuvieron que pagar por cada cosa, además de tener que cumplir con porcentajes imposibles de cosecha. Algunos de ellos, además, ni siquiera tuvieron la posibilidad de volver a sus pueblos de origen, puesto que sus casas habían quedado inundadas por pantanos.
En algunos sitios puntuales se estableció el modelo de vivienda diseminada que se había intentado a mitad del siglo XIX, el caserío rural en medio de la parcela. Pero fueron sólo unos pocos casos concretos. Lo que primó fue la creación de nuevos pueblos algo alejados de los campos de labranza y con una retórica de nación depurada, de poblaciones modélicas con nuevos agricultores anti-obreros y despojados de los vicios políticos urbanos. Una vez instalados, todos los colonos tuvieron que ponerse de acuerdo en qué mitos crearían: qué tipo de fiestas, qué virgen, qué patrón. Las nuevas tradiciones.
Los pueblos de colonización españoles nacieron en territorio virgen, donde todo estaba por hacerse y se necesitaban muchas manos para trabajar. Lo consiguieron. Siguieron adelante, algunos se despoblaron, muy pocos desaparecieron, muchos crecieron en población y lo que desapareció fue su patrimonio arquitectónico. Los hijos de los colonos tuvieron sus propios hijos y se fueron conformando diferentes generaciones que vieron morir a los colonos originarios y que migraron y volvieron a los pueblos para sus vacaciones de verano. Ahora, nuevos migrantes llegan a estos pueblos y el mosaico se vuelve más rico: gitanos y rumanos en el interior de Extremadura que trabajan en servicios, ferias de ropa y diferentes actividades agrícolas; africanos del norte y sub-saharianos en los pueblos de colonización del Ejido almeriense para cosechar las hortalizas y frutas que se cultivan en tantas hectáreas de invernaderos. Y también migrantes latinoamericanos y de otros países del este de Europa y de Asia que están dispersos por todo el entramado poblacional de la colonización agraria española y que se suman a las nuevas migraciones internas, que se siguen dando, ahora por goteo y de manera esporádica, pero que continúan dinamizando el sector rural español.
[Imagen destacada: El Realengo. Estudio Fernández del Amo]
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