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Las posibles definiciones de lo que es un centro de arte van ampliándose. El contacto con sectores, también de producción cultural, como el teatro o la danza conlleva que se definan algunas estructuras híbridas de una sorprendente envergadura. De lo que significó el Palais de Tokyo a lo que hoy son Matadero o 104 aparece una voluntad en el cuestionarse los formatos.
París es mucho París, y la «grandeur» no tiene que ser algo necesariamente atascado. Si ya el Palais de Tokyo supuso una revolución -en su momento- en la voluntad de replantear los ritmos, imagen y proyectos de la institución, el relieve lo toma otro mega-proyecto de esos que pasan desapercibidos por moverse en tierra de nadie, tener una voluntad local y no abrir sucursal en Dubai. 104 nació con las mismas dudas que existían alrededor del Palais, con una cantidad de problemas similar, con un espacio físico demasiado grande, con obras de por medio y con un presupuesto que difícilmente permite llenar mínimamente el espacio. Pero se abrió, aunque no estuviera claro si el mastodonte funcionaría. Es necesario reconocer la valentía y el riesgo tomado para abrir enormes estructuras que suponen un nivel de experimentación, en su definición, más que importante.
Si volvemos al Palais de Tokyo de hoy nos encontraremos que todo sigue más o menos igual, que la apuesta se ha convertido en una fórmula o en una forma más, que el restaurante pretende ser más de lujo y menos lugar de encuentro y que la caravana donde se sacan los billetes sigue allí como estetización de una falsa temporalidad. Han habido intentos para redefinir los espacios vacíos (algunos de la mano del sector privado del arte y algunos de origen más institucional) pero parece ser que lo que realmente se convierte en el eje de cierta identidad activa reside hoy en Le Pavillon, proyecto «escondido» en el Palais ya de antes de que fuera el lugar de salida hacia el auténtico estrellato de Bourriaud y Sans, y que -con algunos problemas de funcionamiento- apuesta por ser un cruce entre un espacio educativo, un lugar de encuentro internacional y una plataforma de la que sacar actividades varias. Algo que difícilmente puede tener mucha visibilidad, que necesita ser de unas dimensiones manejables para que funcione y que no está claro si produce exposiciones, si es un cursillo para artistas o si es la materia base para todo. En esta indefinición reside buena parte del interés hacia Le Pavillon, ya que se trata de algo que en cada edición puede deparar enormes sorpresas, ser un fiasco o generar monstruos a partes iguales. El ritmo y los lugares por los que se mueve Le Pavillon son sorpresivos y piden de un acercamiento distinto del habitual. En arte hablamos y criticamos mucho sistemas y estructuras, pero cuando nos sacan de las coordenadas en las que nos reconocemos empezamos a sentirnos demasiado fuera de lugar. Precisamente a lo mejor tocaría estar un poco más fuera de lugar para encontrar otras posibilidades que permitan los acercamientos críticos y emocionales deseados, olvidando las redes de seguridad que habitualmente nos rodean. Aunque sigue siendo algo complicado ir a visitar «cosas» que no ofrezcan rápidamente la idea muy diferenciada de quién es el público, quién es el usuario, quién es el productor y qué es el objeto a contemplar.
En el caso de 104 (Le Centquatre, Établissement Artistique de la Ville de Paris) estamos hablando de casi 40.000 metros cuadrados que pretenden ser ocupados con creadores de varios contextos culturales: música, artes visuales, danza, teatro… «especímenes» de todos estos mundos comparten techo, y son expuestos al público, en su proceso de producción. 104 no es un centro de arte al uso, parte más de la idea de centro de producción y residencia, pero incorporando al público y mezclando cierta voluntad popular y educativa. Los artistas están trabajando, con lo que reciben un sueldo además de facilitarse la producción de su obra. La contraprestación consiste en abrir las puertas, en organizar eventos y, en definitiva, en rellenar o realizar directamente la programación. De algún modo, la responsabilidad de la programación cambia de lado y la dirección -y todo el equipo- tiene que estar preparado para dar la talla frente a las propuestas. Pide una enorme flexibilidad institucional. Pide también confianza en el público y parte de la base de que al final de todo este caos (el caos reina) algo tendrá sentido. Existe un enorme riesgo en dejar los contenidos a manos de invitados temporales, ya que seguramente será menos evidente discernir si existe alguna línea específica de trabajo y dificulta el poder etiquetar rápidamente el lugar. Si mezclamos a todo esto la transversalidad el tema se complica: Los grupos de danza tienen otras necesidades que los artistas visuales, lo que puede ofrecer un músico techno no será lo mismo que el tipo de trabajo de una compañía teatral. También la superposición de contextos (no implica necesariamente un trabajo en común ni que ahora vamos a ser todos amiguitos) conlleva ver nombres que, desde cada sector, no se recnocen. Este sería uno de los motivos que dificultan el situar el centro, ya que existen pocos «consumidores» con el conocimiento global que permita identificar que tal compañía de danza es muy interesante ahora, al mismo tiempo que saben qué línea de trabajo tiene una artista de origen cubana que se mueve en la performance, que puedan conocer las novedades del diseño en Francia, o tener información sobre la relación entre nuevos escritores franceses y «clásicos» directores de teatro, que saben de la importancia de una videoartista de origen británico o conocen el trabajo de un duo de artistas barcelonés. El interés reside en el quién y en el cómo y menos en el qué, que es lo que tradicionalmente se ofrecía al consumo, y sin un continuo contacto con el lugar difícilmente entenderemos la programación. De todos modos, resulta por lo menos sorprendente que la programación se defina casi únicamente mediante los artistas invitados; el posible trabajo conceptual y de línea de actuación se va más hacia la práctica; más hacia el modus operandi de los centros dedicados a la danza contemporánea o al teatro experimental. Como en el Palais de Tokyo, el duo inicial de directores -en este caso Robert Cantarella y Frédéric Fissbach- dejaron la dirección por diferencias de criterios económicos con el ayuntamiento de París. Nada nuevo sobre el mapa.
Hablando de mapas, en Europa se teje una red de centros con características (o actitudes) parecidas: Radialsystem en Berlin, Zone Attive en Roma o Matadero en Madrid se encuentran en este cruce de caminos entre la presentación y la producción, entre distintos campos de creación y frente a una nueva definición de trabajo institucional (y con mucho trabajo también para explicar lo inexplicable a los políticos). Hablamos de lugares de unas dimensiones más que importantes y que piden de confianza para su funcionamento, que necesitan de un ritmo que no es el habitual ritmo de presentación y que difícilmente pueden juzgarse (al trabajar desde otras opciones) por los criterios ya conocidos. Se trata de lugares donde los talleres para grupos reducidos son algo definitorio y no necesariamente secundario, donde mucho de lo que pasa se perderá, lugares que funcionan como proveedores y casi como cajón de sastre para propuestas que están en los límites de lo convencional. La tentación para hacer «lo que tocaría» es grande, ya que siempre es mucho más fácil justificar un formato como la exposición que hacerlo con algo que difícilmente encontraremos una palabra comprensible para explicar rápidamente de qué se trata.
Es difícil aventurarse a pronosticar si recordaremos grandes propuestas de estos lugares, si en los propios lugares es donde se sacará partido del trabajo que los artistas realizan, o será más adelante cuando se podrán observar derivaciones a partir de las investigaciones y sensaciones que los creadores han sufrido en el momento desde el aterrizar al despegar en estos centros. Y aquí se encuentra uno de los temas clave: Si se trata de espacios basados en el trabajo y el proceso, toca realizar un trabajo conceptual de definición importante en cómo se presenta o se hace partícipe al público de tal proceso, intentando no «falsificar» los caminos en la producción para convertirlos rápidamente en -otra vez- una fórmula más. Las dificultades son muchas, las oportunidades también.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)