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Desde que hace dos años Rafael Doctor dejó la dirección del MUSAC muchos ojos están fijos en los cambios que el centro pueda mostrar a manos de Agustín Pérez Rubio. El MUSAC ha visto pasar de todo antes del 2009: grandes artistas de importante contenido conceptual y vistosas telas llenas de colores superfluos; carísimas mega-exposiciones con un poco de todo sin mucha lógica y centradas propuestas individuales. Su personalidad ha sido estridente y desigual, una actitud de fiesta frente a otras instituciones que apostaron por el mesurado gesto conceptual y archivístico.
Puede parecer curioso que Agustín Pérez Rubio, desde el principio metido en el ajo de la programación, proclame que se acabaron los espectáculos de luces y sombras. En realidad, era predecible: algunos lo llaman la muerte del padre. Ante la posibilidad de marcar una institución del tamaño del MUSAC con sello propio, es lógico que el nuevo director no apueste por el continuismo. Lo que sí resulta curioso es que para establecer ese nuevo sello se intente aproximar precisamente a formas de hacer que hasta ahora se mantenían en franca contraposición a su línea. Es decir, siendo políticamente correcto dentro de las líneas aceptadas por la coyuntura cultural. Ante todo, no arriesgar. Arriesgar una vez por bienio con formatos experimentales, por ahí se puede ir, pero no con los artistas o con los discursos.
Un ejemplo de ello es los laboratorios 987, que durante un año comisarían la pareja curatorial Latitudes (los 35º mejores comisarios del mundo, según Flash Art) y durante el 2012 quedará a manos de Leire Vergara, ex-comisaria de Sala Rekalde, unos nombres que parecen un gran lujo para un espacio joven y experimental; profesionales que se podría concebir como candidatos directos al puesto de comisaria jefe abandonado por Maria Inés Rodríguez, la primera espantada de la nueva época. Se asegura así una gran calidad en este espacio, pero se demuestra, por una parte, la carencia en nuestro entorno de apuestas y cargos comisariales propicios para gente con la experiencia adecuada, y por otra, un cierto ir sobre seguro en las programaciones.
De hecho, tal vez sea el proyecto de Iratxe Jaio y Klaas van Gorkum en Laboratorio 987 el más sincero y firme de los expuestos, por su carácter autoreflexivo en torno al trabajo no sólo del artista, sino de cualquier persona a su alrededor; con una simple y bella consideración de los límites entre la labor y el gusto, entre lo manual y lo conceptual, entre lo escogido y lo obligado.
En cambio, el resto de las exposiciones hacen dudar de la retórica con la que se anuncia el supuesto giro radical. El molesto asunto de Akram Zaatari se presenta “centrado en el tratamiento a través de la imagen de cuestiones de índole histórica, política y social” en “una muestra cuyo título alude al estatus del cuerpo y a su significado en la sociedad libanesa y en el mundo árabe en general.” El texto habla sucintamente también de los distintos papeles y expectativas sociales de hombres y mujeres en este contexto. Por ello sobre el terreno sorprende la preponderancia de la reflexión sobre la masculinidad, con un especial énfasis en las relaciones homosexuales entre hombres y una casi ausencia de presencia femenina. No por un desprecio hacia esta temática sino, al contrario, por incomprensión hacia el discurso depurado, sin centrarse en lo que realmente se analiza a través de los trabajos, un cierto no querer mojarse.
Por otra parte se encuentran tres exposiciones que generan dudas; en torno a su calidad, en el caso de Brumaria y sus Violencias expandidas, que opta por un vacío espacial que poco tiene de estético y mucho de literal, y que además remata con afirmaciones que sorprenden por su ingenuidad, como “no existe psicoanálisis aplicado a las obras de arte”, o que ofrecen textos básicos de Lacan y Freud como quien abre los ojos a la humanidad.
Desaparecidos, de Gervasio Sánchez, genera dudas sobre la idoneidad del MUSAC (¿nuevo espacio crítico, conceptual, experimental?) como lugar de exposición de estas propuestas: el tema de los desaparecidos en conflictos armados, tratado desde el fotoperiodismo, y por lo tanto unilateral y moralmente. A pesar de su relevancia contemporánea indiscutible, su simpleza de predicado hace pensar que tal vez juegue no en otra liga, sino más bien a otro deporte.
Y finalmente, dudas en torno al discurso en el caso de Georges Adéagbo, herramienta para una supuesta crítica postcolonial. Adéagbo fue “descubierto” (como América) por André Magnin, encargado de buscar para la colección de Jean Pigozzi artistas africanos sin formación universitaria en arte, que partieran de su cultura y sus orígenes al trabajar; un planteamiento que provocó terribles críticas al exponerse la colección en el Guggenheim Bilbao. Y es que hay mucho de incongruente en este posicionamiento, una cierta ansia de chamanismo y de espiritualidad que despreciaríamos en el arte europeo, un cierto asumir que los africanos mejor dejen “sacar lo que llevan dentro” en vez de realizar estudios teóricos, que dista mucho de ser una visión crítica, y aún menos postcolonial.
Aunque hay un cambio estético (menos instalaciones monumentales, más blanco y negro, más documentación), el discurso generado en torno a él quiere gustar a todos. Quiere ser un cambio, pero no demasiado brusco, una apuesta, pero no demasiado arriesgada. Congeniar con la exclusiva elite del arte más experimental sin disgustar a las señoras con pieles que vienen los domingos por la mañana. Es curioso, además, que los departamentos de biblioteca y educación parecen haberse emancipado y seguir rumbos bastante más experimentales que las propias exposiciones, con proyectos ya legendarios como Hipatia y discusiones abiertas sobre la función del museo en la era de internet. Tal vez si dejara de pensar tanto en el qué dirán y analizara sus propias herramientas, el MUSAC podría convertirse en un lugar realmente interesante.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)