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Nadie se despierta un día y decide dejar atrás su vida

Magazine

26 mayo 2025
Tema del Mes: Vivir en la fonteraEditor/a Residente: Hibai Arbide Aza

Nadie se despierta un día y decide dejar atrás su vida

Nadie se despierta un día y decide dejar atrás su casa, su familia, sus amigos y todos los recuerdos de su infancia para irse a un país extranjero donde ni siquiera puede explicar su dolor a un médico. Pero, a veces, no hay otra opción. Huimos de nuestros países buscando seguridad, y lo que encontramos en el camino es más sufrimiento.

Salí de mi país creyendo que Turquía sería un lugar seguro, pero era mentira. Allí sufrí racismo por primera vez. En el autobús, los turcos se negaban a sentarse cerca de mí, se tapaban la nariz como si apestara. Luego la cosa empeoró. Me encarcelaron durante dos meses por no tener papeles.

La vida en prisión fue deshumanizante. Todo estaba controlado: cuándo podíamos salir a tomar aire, cuándo comer. Éramos seis adultos y dos niños metidos en una celda diminuta. El desayuno, la comida y la cena tenían horarios estrictos: un trozo de pan, algo de sopa, una botella de agua. Los bebés lloraban de hambre por la noche, pero los guardias solo les gritaban a sus madres en turco.

Después de dos meses, dijeron mi nombre y me dieron unos papeles para firmar. Estaba “libre”, pero solo durante 30 días, antes de la deportación. No podía volver a casa: significaba la muerte. Sin saber adónde ir, seguí a una chica que había conocido en prisión. Solo tenía 100 dólares, se los di con la esperanza de que me ayudara a llegar a un lugar seguro.

Cogimos un autobús, luego un taxi, y llegamos a una casa sucia y abarrotada en un pueblo remoto. El sitio estaba helado, lleno de chinches y de gente desesperada de muchos países. La policía patrullaba fuera, así que no podíamos salir. La gente se peleaba por la frustración y la desesperación.

A los dos días, los traficantes nos metieron en una furgoneta sin ventanas ni asientos, de pie, a oscuras. Viajamos durante horas y luego atravesamos unos matorrales hasta llegar al mar. Nos esperaba una barca pequeña, agitándose. Subimos rezando para que aguantara hasta la orilla de enfrente.

Pero la guardia costera griega nos encontró antes. Nos ataron manos y pies, nos registraron con violencia —hasta a los niños—, nos robaron los móviles, el dinero, todo. Luego nos abandonaron en una isla desierta entre Turquía y Grecia. Caminamos durante horas, muertos de hambre y de frío, hasta que nos encontró la policía turca y nos volvió a encarcelar.

El segundo intento

De vuelta en Esmirna, no tuve más remedio que regresar a la misma casa de los traficantes. Días después, nos llevaron a un bosque donde nos escondimos tres días bajo una lluvia torrencial. Luego, por la noche, nos llevaron al mar a toda prisa.

La barca iba sobrecargada: 53 personas donde solo cabían 20. El motor fallaba una y otra vez. El viento y las olas casi nos hicieron volcar. La gente gritaba, algunos querían volver, otros se negaban: volver significaba prisión o algo peor.

De milagro, esquivamos a la guardia costera y llegamos a Grecia. Saltamos a unas rocas afiladas y nos ayudamos a salir de la barca que se hundía. Luego corrimos, muertos de miedo por si nos pillaban.

El campo

Tras horas de espera, nos llevaron a un campo de cuarentena. Estuvimos encerrados dos semanas. Luego nos trasladaron a un campo de tiendas abarrotado, hombres, mujeres y niños todos juntos. Solo después del registro nos separaron, pero las condiciones seguían siendo duras.

Llegar sola a Grecia, buscando seguridad, y encontrarme con aquello… no lo imaginé nunca. Mi primera realidad fue una tienda de campaña minúscula, compartida con ocho personas más, infestada de cucarachas y ratones. La comida era incomible, ni un perro se la tragaría. En invierno, los vientos helados sacudían la tienda como un látigo; en verano, era un horno que asfixiaba.

¿Lo peor? Compartir baños y duchas con hombres, lo que hacía peligroso salir de noche. Algunos días no había agua. Imagina un campo lleno de gente, todos usando los mismos baños sucios y desbordados, sin poder lavarse. En Pagani, esperábamos a las entrevistas en la calle con lluvia, nieve o un sol abrasador, mientras los guardias de seguridad estaban cómodos en oficinas con aire acondicionado.

Cuando por fin obtuve el estatuto de asilo, la lucha no acabó. Primero, tuve que pagar por las huellas dactilares un dinero que no tenía. En el campo no se permitía trabajar ni había ayudas económicas. Las ONG ayudaban con los papeles, pero en cuanto estaban listos empezaban las presiones: “¿Cuándo te vas del campo?” No tenía a dónde ir. Entonces entendí lo fácil que es acabar en la calle en Europa. Mucha gente hace cosas que jamás pensó, solo para sobrevivir.

Si no fuera por mis amigas europeas, yo habría acabado en la calle. Me acogieron y se convirtieron en familia. Vivir juntas fue un reto: baños compartidos llenos de champús pero sin esponjas (por lo visto, los blancos no se frotan). El “desayuno” del domingo al mediodía me dejaba descolocada —¿era ya la comida? Una amiga cocinaba alubias con mantequilla de cacahuete, otra hacía huevos con tomate, y el café lo tomaban con leche y hielo. En verano íbamos a la playa, riendo como cualquier grupo de colegas.

Pero fuera de ese espacio seguro, la realidad era dura. La policía me paró en el ferry, revisó mi mochila, me preguntaron si llevaba droga. Otros pasaban sin problema —¿era por el color de mi piel? ¿Quién ha decidido que todas las personas negras son sospechosas? El racismo también me persiguió al buscar trabajo. Con papeles de refugiado, las oportunidades desaparecían. Los empleadores veían mi color antes que mis capacidades. Jornadas largas, sueldos de miseria, condiciones humillantes. Los trabajos que los ciudadanos no querían eran “suficientes” para nosotros. ¿Quién ha dicho que las refugiadas no pueden ser profesoras, médicas o cajeras?

¿La lección más dura? La vida no se detiene por el dolor. Las devoluciones en caliente, las muertes en el mar, el agotamiento… se llora, y se sigue adelante. Llegamos con la esperanza de un final feliz, y acabamos fingiendo para sobrevivir. Pero en esa lucha encontramos una fuerza que no sabíamos que teníamos.

He sobrevivido, pero los recuerdos me persiguen. El miedo, la violencia, la humillación… ningún ser humano debería pasar por eso. Y sin embargo, aquí estoy, aún buscando un lugar seguro, aún soñando con una vida en la que me traten como a una persona, no como a una carga.

Esta es la realidad de muchas. No nos jugamos la vida porque queramos, sino porque no tenemos otra salida. A quien esté en la frontera, ahogada por la desesperación: no estás sola. Está bien estar cansada. Pero no te rindas.

Shalu, que lleva dos años viviendo en Lesbos, se ríe de todo, incluso de las cosas más siniestras. No siempre es gracioso, pero sonreír alivia las lágrimas. Yo me mantengo incansablemente ocupada: trabajo, recados, limpieza; cualquier cosa para evitar el silencio, porque en el silencio, el dolor grita.

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"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)