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La marca “BCN”, pese a su casi agotamiento y saturación, sigue representando a nivel internacional la máxima mercantilización de un modelo de vida y de ciudad. Francesc Ruiz desenmascara algunas de estas estrategias de estetización, de construcción de una imagen tan simplificada y fingida como autónoma, aludiendo al grafismo institucional y a las micronarraciones locales como posible elemento de subterfugio.
Recientemente el ayuntamiento de Barcelona acaba lanzar una doble y nueva campaña publicitaria que busca reforzar el sentimiento de adhesión, orgullo y pertenencia de todos aquellos que habitamos la ciudad. Bajo los lemas “Barcelona m’enamora” (sorprendentemente similar al “Girona m’enamora” de la habanera) y “viscabarcelona!” (viva Barcelona! o vivo en Barcelona!, http://www.viscabarcelona.com/) la administración sigue produciendo eslógans-secuela del famoso “Barcelona posa’t guapa” del ’88, o del “M’agrada viure a Barcelona” de 2005. Lanzados desde las consellerías o el gobierno municipal según su funcionalidad y objetivo, sorprende la profusión de publicidad destinada al consumo interno, y es que es un hecho confirmado por una extensa bibliografía, que Barcelona / Brandcelona insiste en convencernos a todos de que sigue siendo “the coolest city in Europe” (Rossi en Newsweek Internacional, 2004)
El punto de partida lo fijaría la propuesta de Javier Mariscal en 1979, dividiendo el nombre de la ciudad en tres sílabas “Bar”, “cel”, “ona” (Bar, cielo y ola respectivamente), icono representativo y equiparable al “INY” de Milton Glaser de sólo dos años antes. Desde entonces, y aprovechando el tirón de los Juegos Olímpicos, Barcelona ha creado una sólida imagen corporativa de sí misma, en la que se ha dejado atrás el pasado industrial y postfranquista –la Barcelona preolímpica y oscura del detective Carvahlo- para apostar por un modelo postmoderno, basado en la terciarización de la economía y los servicios. El escaparate ideal para incorporase en los circuitos turísticos internacionales y entrar así en competición con las «grandes ciudades».
El éxito de la venta interna del modelo se acompaña de una constante renovación urbanística, pues puede decirse que la ciudad se ha ido construyendo a golpe de eventos –dos Exposiciones Universales, los JJOO, un Forum de las Culturas…- Sobre ello se ha fraguado la creencia de que todo en la ciudad puede ser diseñado, incluso elementos no estrictamente urbanísticos como su misma imagen: innovadora, joven y desenfadada, incluso naïf. La rehabilitación de entorno y la ilusión generada por dichos eventos retroalimentaron un fuerte sentimiento de orgullo ciudadano y de identidad local, facilitando el consenso social y haciendo difícil una postura crítica ante esta gestión.
El patrimonio de la ciudad, no obstante, no únicamente se construye alrededor del espectáculo cultural y la apuesta arquitectónica (de Gaudí a Nouvel), sino que paralelamente a la estetización y al grafismo, se define por su capacidad de representar simbólicamente una identidad y, por lo tanto, por asociarse a unos valores e ideas muy concretos. Al city-marketing de Barcelona se le añaden valores abstractos, de esta forma se alude a su historia y catalanidad, y se asocia la ciudad a conceptos como diversidad, pluralidad, tolerancia, solidaridad (“Barcelona solidària”), paz (“Barcelona per la pau”) y, muy especialmente, la mediterraneidad (“Una ciutat oberta al mar”). Lo que se vende es, también, un estilo de vida atractivo, cosmopolita y moderno.
Sin embargo, dictados por una estrategia política controladora i dirigista, la selección de ítems que conforman la definición oficial de la identidad barcelonesa, excluye a su vez discursos coexistentes y realidades contradictorias que, o bien carecen de apoyo social e interés público, o bien molestan al no encajar con el la línea argumental hegemónica. Esto es lo que Ana Reventón Gil de Biedma ha venido a llamar “Patrimonios incómodos”, distintas versiones de una misma ciudad que se articulan en relaciones de complementariedad y oposición. No son mentiras, sino verdades a medias. Visiones reduccionistas.
A través de dos instalaciones, la propuesta de Francesc Ruiz en la galería Estrany · De la Mota “BCN Eye Trip” (hasta el 27 de junio) busca justamente alertar de algunas de estas estrategias citadas: tanto las que aluden al autoritarismo iconográfico urdido desde la administración, como al discurso homogéneo y reconciliador que las sustenta.
Respecto a las primeras, Francesc Ruiz instala cuatro pantallas sobre las que se proyecta una vídeo-animación. Por ahí desfila en loop y de forma consecutiva un amplio repertorio del código gráfico de la marca Barcelona, eminentemente asentado durante los ’90. El lenguaje icónico postolímpico es ya parte del imaginario colectivo, pero se estructura –como pone en evidencia el artista- en un código tricolor: azul, rojo y amarillo, que representa tanto a la ciudad como a otros organismos vinculados: el Barça y la Caixa principalmente. Así pues, es posible encontrarse los logos coloristas y originales de las olimpiadas del ’92, la “B” de Barcelona, la escultura-cabeza de Roy Lietschenstein, el trencadís de Gaudí, el escudo de la ciudad, etc.
Junto a estos se alternan marcas y logos apócrifos que, sin muchas reinterpretaciones, aprovechan el tirón corporativista y se apropian y repiten el mismo sistema de representación. A modo de copyleft buscan ser partícipes de unos valores que se escapan poco a poco de la voluntad inicial. Así, encontramos a Ryan Air, al bus turístico, un coche patrulla de los mossos, o también la casa de helados Frigo, o la de bronceados Solmanía. Finalmente, aprovechando la coincidencia cromática, se cuelan en la lista las banderas de Rumanía, Colombia y Ecuador, y variaciones híbridas de los Tags –brochazos olímpicos- y la caligrafía árabe. Estos últimos, de vida independiente y verdaderos integrantes del paisaje barcelonés, carecen a menudo de representación y visualización institucional.
La segunda pieza expuesta es, de hecho, una serie de dibujos que desde el aire reproduce la trama urbanística de diferentes barrios de la ciudad: l’Eixample, la Sagrera, el Raval o Sarriá. Alteradas mediante herramientas como Qdq o Mappy, Francesc Ruiz colorea y rellena la retícula de cada manzana incluyendo en ellas fotos de fachadas e interiores de casas en las que finalmente superpone historietas, pequeños relatos. Observador minucioso y atento de la realidad urbana, Fancesc Ruiz recurre de nuevo a la narración gráfica y al cómic para desarticular la corrección y el optimismo que nos venden, con fragmentos de cotidianidad y problemáticas sociales concretas. Es la esfera pública que se contrapone a la privada, allí donde cada ciudadano experimenta la ciudad de su manera.
Reflexiones, diálogos entrecortados, personajes variopintos que presentan diferentes visiones de Barcelona, cada uno según su forma de relacionarse con el entorno y según las expectativas que genera su lugar de residencia. La transformación del barrio, la llegada del transporte público, el insoportable goteo de turistas y, evidentemente, la imparable escalada de precios, efecto colateral tan indeseable como inevitable, del hecho que ha sido convertir Barcelona en una ciudad escaparate. El discurso hegemónico, pues, queda fragmentado en un microcosmos de relatos que escapa a cualquier planning y diseño.
La paradoja que acompaña al branding urbano, empeñado en hacernos parecer atractivos y diferentes a escala global, es que las ciudades se muestran hoy como el más común de los lugares.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)