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RECUERDOS DEL INTERNACIONAL. EL RITUAL DE LA COMIDA SEGÚN MIRALDA

Magazine

24 septiembre 2018
Tema del Mes: Comunidad/RitualEditor/a Residente: A*DESK
Cortesía del artista y del Jeu de Paume

RECUERDOS DEL INTERNACIONAL. EL RITUAL DE LA COMIDA SEGÚN MIRALDA

En la vorágine artística y mundana que se cocinaba a mediados de los años ochenta en el barrio neoyorquino de Tribeca, el restaurante y bar de tapas El Internacional se convirtió en una plataforma de celebración del eat art. Se trataba de un paso más en la propuesta artística que su fundador, el catalán Antoni Miralda (Terrassa, 1942), venía formulando desde finales de la década de los sesenta en torno al ritual y la ceremonia de la comida, además de una evolución en el proceso de desacralización, democratización e, incluso, banalización del arte. Era como decir: “los artistas también comemos, como vosotros, así que ¿por qué no vamos a poder abrir un restaurante?”

Creado junto a la chef Montse Guillén en un edificio con solera (el antiguo restaurante Teddy´s, que desde 1920 cambió de dueño y estilo sucesivas veces, antes de convertirse en el emblemático italiano que alimentó a numerosas estrellas de cine durante los años cincuenta y sesenta), contaba con un servicio de cocina internacional (¡de ahí el nombre! Ni continental ni nouvelle cuisine) que dio de comer, desde 1984 hasta 1986, los siete días de la semana, a una media de 800 clientes diarios. Entre ellos, artistas y celebrities (Andy Warhol, Jean-Michel Basquiat o Bob Wilson), que se mezclaban con el gran público en un ambiente de estética colorida y excesiva, irónica y ciertamente kitsch, reflejo de la iconografía de Miralda. Sin embargo, se trataba de mucho más que de un simple restaurante. Era, ante todo, un símbolo cultural y un centro de creación artística, donde la gastronomía daba pie a un sinfín de acciones e instalaciones, a medio camino entre la celebración de la comida y la performance. Por citar sólo unos pocos: la Terraza Sol y Sombra, que incorporaba latas aplastadas de Coca-Cola en la entrada del restaurante; el Videomenú, un monitor que describía los platos y bebidas disponibles, a modo de carta animada; el Marina Room, salón temático presidido por cuatro bacalaos y un techo decorado con merengues que imitaban estalactitas; o el Face to Face, fiesta que en la noche de San Valentín reunió a setenta pares de gemelos ante platos idénticos de sabores diferentes. En resumidas cuentas, un “sandwich de experiencias”, como le gusta recordar al propio Miralda.

Fachada de El Internacional. Fachada del restaurante El Internacional, Nueva York. Foto: Peter Aaron

La noche del pasado 18 de septiembre, el Jeu de Paume de París revivió la experiencia, con un evento organizado con motivo de la exposición que el centro de arte ha dedicado estos últimos meses a Gordon Matta-Clark -quien, diez años antes que Miralda, en 1974, abrió en el Soho de Nueva York su restaurante FOOD. Tras una presentación audiovisual de El Internacional, muy entusiasta y extrovertida (como su propio creador), los asistentes a esta “acción artística y culinaria” (tal y como fue anunciada por la institución parisina), pudieron degustar una serie de tapas y, sobre todo, el famoso Blue Margarita, el cocktail creado por Miralda y Guillén en 1984 y que desde entonces ha dado la vuelta al mundo.

Pero seamos honestos. Una vez hecha la digestión y pasada la euforia del momento, la realidad se revela: el acto tuvo más de recuerdo de tiempos pasados y de memorabilia que de acción performativa. En realidad, sigue la línea de las exposiciones retrospectivas que se le han dedicado en los últimos años: la del Museo Reina Sofía en 2010 (De gustibus non disputandum) o la del MACBA en 2016 (MIRALDA MADEINUSA), en las que abundaba la documentación y el material de archivo. Y es que, al recrearse décadas después, y sobre todo en el contexto del arte, en las salas de exposición, tan lejos del espacio público que le era destinado en un principio, la obra pierde parte del encanto y del objetivo original, que era el de crear situaciones y vivencias en las que explotar la participación espontánea y la interacción con el público. ¿Inevitable? “Que quede claro que esto es factible dentro del contexto museístico, que los museos tienen que abrir sus puertas a estas propuestas”, decía en una entrevista con motivo de su exposición en el MACBA[1]. Esta contradicción en la relación con la institución, que Miralda asume como parte del trabajo del artista, como un dilema que siempre está presente en la generación de una exposición y en “la manera de presentación y de expresión de una obra que es pura energía, pura vivencia, en un espacio cerrado”, la justifica por “la obligación de transmisión de los ingredientes que han formado parte de estos procesos”. Y va más allá: “Hay que establecer un diálogo, un business, y llegar a un acuerdo, negociar una situación con las instituciones cuando se trabaja con situaciones que son rígidas por naturaleza. Hay que negociar, y encontrar la manera para que puedas intervenir lo máximo”[2].

El diálogo y la comunicación son dos ideas fundamentales en la propuesta artística de Miralda. En eso consiste, para él, la comida, que le interesa en lo que tiene de ritual y de práctica social. Se trata de compartir, de establecer lazos, de transmitir (y subvertir) las tradiciones comunes y ajenas y los códigos de comportamiento de lo más básico de la cultura -la popular. Por otro lado, en esta obra de arte colectiva, de equipo, que fue El Internacional, donde el papel del artista era el de desencadenante, pero donde la participación activa de los clientes era fundamental para la activación del proyecto, la propuesta se convirtió en una manifestación de aquella sociedad de masas que Miralda combatía a la vez que festejaba. El interés por las “reuniones” humanas, que ya había demostrado desde sus primeros proyectos -las acumulaciones de soldaditos de plástico que invadían muebles, estatuas y mobiliario público-, fue aplicado más tarde a la sociedad civil, a los desfiles y procesiones de comida coloreada que lanzó como traiteur coloriste, con sus compañeros de trabajo Dorothée Selz, Joan Rabascall, Jaume Xifra y Benet Rossell.

Varias son las etapas en la cronología de esta corriente del eat art, desde que los futuristas revolucionaran las convenciones culinarias con sus banquetes teatrales, y ciertos artistas de los sesenta y setenta abrieran su restaurante-galería (el más famoso, el que Daniel Spoerri, impulsor de esta corriente, creó en Düsseldorf en 1968), hasta las prácticas surgidas bajo la etiqueta de la estética relacional, como las comidas preparadas y servidas por Rirkrit Tiravanija en galerías de arte contemporáneo. Pero, a diferencia de estas aventuras, más o menos efímeras y enmarcadas en el circuito artístico, El Internacional, como verdadero restaurante que ofrecía esta experiencia de una manera “ordinaria”, día a día, integrada en la vida cotidiana, lograba conquistar la famosa utopía vanguardista de aunar arte y vida, borrando las fronteras entre categorías. Por fin un fenómeno que confirmaba que el arte podía existir fuera de su contexto específico, superado por una estetización de la existencia –entendiendo esta existencia en los términos más universales. Porque, ¿qué hay más básico y elemental en esta vida que el comer?

 

*Imagen de portada: Miralda y la chef Montse Guillén

[1] https://www.macba.cat/es/video-miralda-madeinusa

[2] Estas citas están tomadas de una entrevista con Antoni Miralda publicada en exit-express.

Beatriz Sánchez Santidrián siempre había querido ser bióloga, pero se crió entre libros, discos, películas y exposiciones; días antes de matricularse en la universidad decidió que lo suyo era más bien la Historia del Arte. Soñando con los intelectuales bohemios del París de posguerra, allí se instaló. No ha encontrado ni a Beauvoir ni a Cocteau, pero ahí sigue. Continúa buscando.

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