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Ropa vieja

Magazine

19 septiembre 2013
Tema del Mes: Como explicar CatalunyaEditor/a Residente: A*DESK

Ropa vieja

Acepté este enojoso encargo pensando que en el frío mes de febrero sería fácil disponer de una tarde hogareña para perderla sin remordimiento; sin embargo, un anticiclón instalado sobre el Principado y, por otra parte, una retahíla de noticias sobre la imparable putrefacción del sistema político convencional, invitan a salir a la calle sin necesidad de pretextos. Pereza. No hay otra palabra y seguro que no es nada arbitrario que así sea. Pereza, esa es la sensación que produce tener que incorporarse al debate soberanista a día de hoy, hastiados como estamos de palabrería oportunista y de iconografía bastarda.

La carta de encargo insiste en el argumento de que “las prácticas artísticas no pueden quedar al margen de aquello que puede afectarlas profundamente”. Deduzco, a lo sumo, que se refieren, por ejemplo, a las recientes restricciones económicas que acechan al Macba por la negativa del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte de proceder a ingresar sus aportes correspondientes al último ejercicio, alegando que la Generalitat no ha cumplido con los objetivos de déficit establecidos. No estoy seguro de como debe manejar esta encrucijada en su cabeza el Señor Leopoldo, pero tampoco creo que a él le interese demasiado mi humilde opinión que, en cualquier caso, se limita a lamentarlo para aquellos cachorros hijos del Macba que pudieran verse afectados ante el progresivo hundimiento del buque insignia. Pero será mejor, sin abandonar la metáfora marinera –tan apropiada, tan mediterránea– no continuar por estos derroteros… o ¿por qué no?. Al fin y al cabo, lo que en última instancia está en discusión se reduce a discernir en qué condiciones políticas podría garantizarse un mejor desarrollo de los equipamientos y de las industrias culturales. En otras palabras, para abordar la posible afectación que produciría sobre el ecosistema artístico local la culminación de una deriva soberanista en los términos en que se plantea de forma mayoritaria, es imprescindible distinguir entre las evidentes consecuencias que esto tendría sobre la estructura institucional y, a nuestro entender, el nulo efecto que debería suponer sobre el territorio específico de las prácticas artísticas. Empezaremos con la última afirmación, mucho más compleja de lo que aparenta y, además, susceptible de permitirnos divertidos escarceos históricos tan comunes en este tipo de menesteres.

“Fachadas no faltan en Barcelona, y hasta podría decirse que es la ciudad de las fachadas. La fachada lo domina todo, y así todo allí es fachadoso”. Cuando Unamuno resuelve con estas palabras tan tajante retrato de la hipocresía de la burguesía modernista catalana, sin posibilidad de percatarse de ello, está dando en el clavo. Catalunya es, desde la perspectiva de las hegemonías políticas dominantes, una nación radicalmente conservadora –desplazada desde lo fatxenda a lo facha- camuflada tras un velo de exquisita formalidad. Las razones que explican esta realidad no son de naturaleza genética sino de carácter histórico. Baste recordar los viejos y nada sospechosos análisis de Pierre Vilar sobre el milagro catalán: precisamente bajo la sombra opresiva de los Borbones, a partir del siglo XVIII emerge la Catalunya moderna y contemporánea identificándose con la emergencia de una burguesía que, expulsada del Estado, lo apuesta todo por un desarrollo comercial e industrial capitalista. La tradicional definición del catalán tacaño y obsesionado con las ideas del trabajo y del ahorro, demasiadas veces olvida que esos parámetros no constituyen tanto un retrato psicológico como lo que en términos sociales han de reconocerse como los simples principios de una ideología de clase. En definitiva, en la medida que toda nación es un constructo complejo –en el que se combinan por igual símbolos, relatos y enemigos– articulado por las clases dominantes, Catalunya es una nación construida con un inequívoco sesgo muy conservador y fachadoso que, desde entonces, añora unas estructuras de Estado que tendrían por horizonte consolidarlo y perpetuarlo. Todo este pesado rodeo tiene el sentido de permitirnos por fin formular una rápida ecuación: a día de hoy cualquier apuesta por la consolidación de un Estado nacional catalán ha de reconocer que, incluso a su pesar, se incorpora a esa misma tradición y, en consecuencia, si aspiramos a ensayar nuevos modos para el desarrollo social y colectivo, lo prioritario es desplazar la ideología dominante y con ello, sus consiguientes constructos nacionales. Solo si esta operación con vocación instituyente obtuviera un ápice de éxito, entonces estaríamos en condiciones de imaginar sus pertinentes protocolos institucionales que, quizás, exigirían respetar algunas fórmulas estatales, ya sean soberanas o federadas. Volvamos ahora a nuestro fastidioso encargo. Expuesto nuestro razonamiento, las prácticas artísticas merecedoras de atención no deberían padecer ningún efecto debido al debate nacional tal y como este ha sido abierto por las propias estructuras políticas establecidas. La razón es obvia : las prácticas artísticas a las que nos referimos son interesantes, precisamente, por que ya se ocupan en desplegar una visión crítica frente a las convenciones ideológicas impuestas. En otras palabras, su verdadero campo de batalla ya estaba y permanece abierto con antelación al estallido de trapos, sean cuáles sean y mezclen como quieran sus icónicas franjas de color.

Se podría replicar frente a todo lo planteado que nuestra perspectiva es demasiado ortodoxa y, por ello, excluyente en el mismo análisis. Incluso puede que haya quién evoque episodios memorables y otras batallitas, como la fértil comunión que se produjo en los años setenta entre los partidos políticos y las fuerzas sociales para reivindicar la “libertad, la amnistía y el estatuto de autonomía” (de los viejos ideales de la revolución ilustrada, la fraternidad hacía ya mucho tiempo que quedó relegada a la periferia del pensamiento anarquista) y que permitió que los más insignes artistas catalanes de la época comandaran un pequeño renacimiento del cartelismo político. Ninguna de estas posibles objeciones nos parece razonable. Sobre la primera cuestión basta precisar que nuestro argumento solo excluye un tipo de prácticas artísticas que, por otra parte, siempre nos han parecido irrelevantes; nos referimos a la tan cacareada obsesión de cierto arte catalán contemporáneo que se rumia constantemente a sí mismo, que merodea sobre la mera idea del arte y se congratula de producir guiños constantes sobre sus propios vicios, sus maneras y sus estrechas genealogías. A su vez, aquellas posibles prácticas artísticas que pudieran implicarse de un modo explícito con un hipotético proceso soberanista, de acuerdo a lo expuesto, no quedan en absoluto exentas del análisis sino que, por el contrario, quedan equiparadas a un ejercicio propio de intelectuales orgánicos dispuestos a auxiliar el modelo de Estado establecido, aunque ahora sea con nuevos ropajes. Puede que por fin, en este escenario, sea mucho más fácil acertar a resolver la representación catalana en los grandes certámenes internacionales. Por lo que respecta a la evocación histórica, la respuesta es simple: durante la agonía del franquismo y en los primeros años de la denominada Transición, a pesar de las numerosas limitaciones, el país se encontraba en un proceso constituyente, ciertamente muy liviano, pero que, precisamente por ello, exigía un grado de implicación por parte de todos los agentes dispuestos a entrar en la pugna por definir el modelo de Estado. El resultado final es harto conocido; apenas si se modificaron las formas básicas para garantizar que el poder hegemónico no cambiara de manos así que, toda esa generosa colaboración artística – la que se legitimó en la Biennale de 1976 con el magno proyecto “Vanguardia artística y realidad social en el Estado Español 1936-1976” –apenas sirvió para que algunos todavía hoy vivan de renta alegando servicios prestados. Conclusión: el territorio de exploración por parte de las práctica artísticas con una mínima vocación política, en el sentido más legítimo del término, es muy ancho y del todo ajeno al escaso panel de banderas que se han puesto en juego.

Bien distinto, como hemos reconocido desde las primeras líneas, es lo que podría acaecer en el ámbito de la estructura local del sistema arte en caso de prosperar el proceso soberanista. En este específico contexto, en apariencia, la sacudida podría ser notable. Pero, también pudiera ser que su calado fuera menor de lo previsto; y no solo por que ahora mismo ya es imperativo gestionar los equipamientos sin apenas aportes procedentes de la administración central sino por que, a fin de cuentas, para lo bueno y para lo malo, desde hace ya mucho tiempo las políticas culturales en Catalunya se han planteado con la voluntad de diseñar un sistema acorde con las convenciones que corresponderían a un Estado tradicional. No hay, para ilustrarlo rápido y fácil, ninguna otra comunidad autónoma que se haya posicionado tan claramente en la supuesta necesidad de disponer, al estilo Luis XIV, de unas Academias nacionales, un Teatro Nacional y unos Museos Nacionales que garanticen la conservación de los valores cuajados a lo largo del tiempo y que, en consecuencia, definen lo más parecido al genius loci. En esta tesitura, cabe presuponer que los méritos y los deméritos que genera la situación actual se verían definitivamente consagrados. Si esta reflexión contiene alguna dosis de acierto, entonces es aconsejable transmitir a todos los agentes del sistema artístico local una invitación a reconciliar el sueño con absoluta tranquilidad. Salvo pequeñeces de muy poca monta, los cambios podrían ser mucho menos determinantes de lo que nadie podría temer. Ni las galerías catalanas serán vetadas en Arco por condiciones de estirpe, ni las prestaciones que ofrecen las distintas agencias nacionales de promoción cultural deberían dejar de ser cubiertas por sus previsibles correlatos locales que los substituyan. Ya saben el cuento: que todo se mueva para garantizar la eternidad de lo establecido.

Martí Peran es crítico de arte, profesor de la Universidad de Barcelona

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