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Los artistas latinoamericanos de los años sesenta eran muy conscientes de lo que les separaba de sus vecinos de arriba. Supieron que para ganar la guerra no debían derrochar fuerzas en la batalla contra esa cosa cancerosa llamada objeto. Se centraron en otro frente que permitía mayor margen de maniobra, un lugar en el que gestionar con libertad las ideas. En Estados Unidos éstas habían logrado imponerse a la tiranía de los objetos pero, salvo en contadas ocasiones, como la osada y feliz encuesta de Hans Haacke sobre la pertinencia de refrendar el poder del belicoso Rockefeller, las ideas poco tenían que ver con la política. Seguían más bien el curso ombliguista del conceptual hermético y frío que reclamaba el grupo de Nueva York. El uruguayo Luis Camnitzer, uno de los artistas más destacados del último medio siglo, lo cuenta con elocuencia en la introducción a su Didáctica de la Liberación: “En los centros culturales hegemónicos había cosas que pertenecían al arte y cosas, como la política, que no. […] En la periferia, la política sí estaba incluida.
Camnitzer se preguntaba si estaba bien hacer un arte que estuviera al margen de la experiencia cotidiana, y se respondía a sí mismo desde una postura subversiva, pues la subversión, decía, era la herramienta más incisiva para “refrescar la sociedad” y restituir la cordura ante los desmanes del poder. Nada mejor para ello que recurrir a la descontextualización en vez a la desmaterialización, tan yankee, y a ceñirse a las ideas que, fuera en textos encontrados o en otros sagazmente formulados, articularían un segmento considerable de la producción latinoamericana del momento.
Buena parte de la relación que mantiene el arte con el lenguaje nació con la poesía de Stephane Mallarmé, autor que otorgó al texto la facultad de lo visual, lo musical, lo tangible. En Europa, Broodthaers primero y muchos otros más tarde, sucumbieron a esa cualidad insólita de las palabras, juguetonas y resbaladizas, siempre abiertas a un retruécano imposible. Camnitzer prefiere atribuir esa audacia al profesor Simón Rodríguez, tutor en su día de Bolívar, un intelectual cuya intencionalidad artística era más bien discreta no así su obstinado e incorruptible compromiso social. Es Simón Rodríguez, nos dicen, uno de los pilares de la cultura Latinoamericana de nuestros días, alguien que pudo ser instrumental en la consolidación de un arte basado en el lenguaje, soporte que subrayaba su propia precariedad y a un mismo tiempo se extendía como el dengue por toda la comunidad. Es una de las estrategias que utilizó Tucumán Arde, el más visible antídoto latinoamericano a la homogeneización estadounidense. El lenguaje, y el lenguaje encontrado, son armas sorprendentemente eficaces.
La todavía joven democracia española salió a las calles de todo el país el pasado domingo 15 de mayo buscando soluciones al desastre que lo asola. Al término de la marcha, unas cuantas decenas de personas resolvió acampar en la madrileña Puerta del Sol, tal era su hartazgo y su repulsa al sistema reinante. Una cierta urbanización surgió de los ribetes del Kilómetro 0, en el que las decenas dejaron de ser unas cuantas, convocadas por cierta llamada a la revolución, convirtiéndose pronto en un millar largo de indignados. El miércoles, un Sol ya atestado aún mostraba cierto rencor, y los reporteros de la siempre inquietante Intereconomía sufrían embates verbales de quienes no lograban contener su entusiasmo. Alguien me dijo ese día que vecinos en Barcelona estaban colgando pantalones en sus balcones con los bolsillos hacia fuera. En Madrid la exaltación daba paso a la mesura, callaban los forofos y se imponía el sentido. Crecía con los días el número de pancartas, cada vez más certeras en una dicción rotunda y poética a partes iguales: “Si no nos dejáis soñar, no os dejaremos dormir”, rezaba una. Con la poesía llegó la credibilidad, la sensación unánime de que esto va en serio.
En un enorme cartel publicitario de L’Oreal, alguien negó las dos primeras letras de la firma para dejar sólo visible la palabra “real”. Debajo, añadió “democracia” y, más abajo, “ya”, las tres palabras que han de sentar las bases de nuestro futuro país. Cuando soplaba el viento de esta rara primavera madrileña, las telas que tapaban el resto del mensaje ondeaban y revelaban un azar memorable: “Porque tú lo vales”. Es un gesto sencillo pero incisivo, que encuentra la sintonía con lo contingente y lo indominable.
La concentración de indignados que cada noche se agolpa en torno al centro neurálgico de España tiene visos de marcar un antes y un después en la historia de nuestra democracia. Nuestro plan es ambicioso: ¿podremos acabar con el sistema financiero actual cuando el capitalismo ha logrado salir airoso de su mayor crisis en 80 años? ¿Lograremos mejorar la calidad de una clase política que es falsa, mezquina, corrupta y ladrona? Tal vez convenga centrarse en objetivos alcanzables a corto plazo, quizá centrarse de inmediato en cambiar la ley electoral, cruel verdugo de todo aliento transformador. La ilusión crece imparable, extendiéndose por calles y plazas de otras latitudes. El trabajo que se realiza a diario en la asamblea y en los diferentes grupos de trabajo de la Puerta del Sol permite pensar que esto es mucho más que la bellísima imagen que se está proyectando al mundo.
Toda revolución es urgente, y el respaldo de la poesía es indispensable pues le otorga al tiempo otra cadencia. Los artistas latinoamericanos entendieron pronto que la política debía ir acompañada de pedagogía y poesía. A través de leves gestos transformadores, cambiaron el sentido de las cosas, voltearon significados y redirigieron la norma. Todo para no ceder al empuje de un sistema cegador. No olvidemos el lema de Simón Rodríguez: “Si no inventamos, fracasamos”. Mientras escribo me cuentan que en Valencia un tal Alejandro ha decidido que la Plaça del Ajuntament de Valencia se llama ahora Plaza del Quinze de Maig.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)