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Hablar de museos ya no significa sólo definir colecciones o hacer exposiciones, sino que hay que tener en cuenta factores como proyección, visibilidad e impacto. Los museos del siglo XXI no pueden centrarse sólo en sus programaciones, sino que se ven obligados a “patentar” modelos de actuación o, en otras palabras, crear su propia marca.
Con la presentación del primer museo de ficción, el “Musée d’Art Moderne. Departement des Aigles”, en su estudio de la Rue de la Pépinière en Bruselas, Marcel Broodthaers quiso criticar el hecho de que el arte fuese prisionero de sus propios fantasmas y distanciarse de la concepción modernista que otorgaba al museo el papel de reflejar la realidad universal como una progresión. Era el año 1968, pero algunas de las cuestiones que planteba son, todavía hoy, más que pertinentes.
Esta propuesta de Broodthaers se engloba dentro de una larga tradición de museos “imaginarios” o ficticios, a menudo pensados por artistas que se plantean como modelos de reflexión, a veces cargados de una buena dosis de humor e ironía. El museo portátil o “Boîte-en-Valise” (1941) de Marcel Duchamp; el Museum of Mott Art de Les Levine en su casa del barrio de Little Italy en Nueva York o la Galerie Légitime de Robert Filliou, ubicada en su sombrero son algunos de los modelos o de las maneras con las que estos artistas proponían repensar la idea de museo.
Actualmente, cuando se habla de museos y sobretodo cuando se habla de museos en los medios de comunicación suele hacerse en función de dos premisas: o bien, porque presentan una exposición espectacular o bien porque el museo como institución ha conseguido “patentar” un modelo de discurso y funcionamiento que lo diferencia de los demás. Periódicos, revistas y noticias en la televisión o la radio hablan sobre “el efecto Guggenheim”, “el universo Tate” o “el modelo MACBA”. En el ámbito del consumo cultural, los museos no pueden limitarse a elaborar unas programaciones más o menos coherentes sino que se ven obligados a definirse como modelos de actuación no sólo para crearse un lugar en el mundo, sino también para poder explicarse ante sus patronatos, su audiencia y los medios de comunicación.
Pero remontémonos un poco en el tiempo para ver como hemos llegado hasta aquí. A principios del siglo pasado, Nueva York inventó el museo de arte moderno. La colección del MOMA, bajo los auspicios de Alfred Barr, su primer director, elaboró una historia lineal y evolutiva del arte moderno, que llegó a fijar los cánones del relato sobre la modernidad artística. Su concepto de arte expandido incluía escultura, pintura, cine y diseño y establecía relaciones entre alta y baja cultura.
Durante mucho tiempo ha habido dos modelos básicos de museo: el museo moderno (bien ejemplificado por el MOMA de Nueva York), que responde a un discurso utópico e ideal del arte como progreso y se dirige a un público general; y el museo postmoderno (ejemplificado por el Guggenheim), que responde a un discurso multicultural, en el que todo se mezcla, que considera al público en términos de audiencia y que se explica a partir de planes de marketing.
En los últimos años, los museos han vivido un proceso de politización y espectacularización, unida a la propia evolución del concepto de arte contemporáneo. Esto hace que los museos se encuentren entre dos necesidades: la de mostrar la colección, y para ello deben interpretar la realidad con rigor y repensarse para adaptarse a las necesidades del arte y del público, o bien, definirse como una infrastructura cuya función básica es regenerar la ciudad y atraer turismo. En uno u otro caso es importante definir claramente una identidad, un modelo que pueda identificarse con una forma de ver y de pensar, en definitiva, crear una marca.
Un ejemplo paradigmático del primer caso es el MACBA en Barcelona, cuya línea de actuación se define a partir de la voluntad de repensar el arte, reescribir la historia hegemónica del arte, esto es, la historia oficial procedente del mundo anglosajón, redescubrir algunas figuras clave silenciadas hasta ahora, redibujar la relación centro/periferia y reflexionar sobe los mecanismos de exposición. Una línea, un modelo que se ha tardado más de diez años en consolidar y que se inició con un talante más bien fundamentalista para dejar bien claros sus posicionamientos que, a veces, debían definirse a la contra (anti-Guggenheim o anti-Reina Sofía, entre otros). Precisamente, uno de los problemas del Museo Nacional. Centro de Arte Reina Sofía (y en el transcurso de este mes se despejarán las dudas sobre su nuevo director y esperemos que también sobre su nuevo rumbo) ha sido la falta de líneas de pensamiento y actuación claras, el movimiento en vaivén que no sólo no le ha permitido definir un modelo sino que lo ha llevado a la deriva.
El MUSAC en León es otro de los museos que ha sabido crear su propio perfil. Desde la periferia, ha sabido encontrar su lugar en el panorama internacional y a la vez configurarse como referente de la modernidad en su propia ciudad. El MUSAC se define como un museo del presente, que planea crear su colección en diez años, a partir de diferentes “entregas”, cosa que le va a permitir replantearse continuamente sus premisas y posicionamientos.
Pero existen muchos más modelos: el modelo ZKM centrado en las nuevas tecnologías (unas pautas de las que se hace eco Laboral, en Gijón) o el modelo Palais de Tokyo –“according to” Nicolas Bourriaud y Jerôme Sans- que recogía la idea de las “estéticas relacionales” para orientar un centro abierto de las doce del mediodía hasta medianoche y en el que continuamente “pasaban cosas” en las que se mezclaban diferentes disciplinas y diferentes velocidades. También existen bienales que repiensan los modelos y se basan en formatos de colaboración y de red (de network) como Site Santa Fe 2008, dirigida por Lance Fung y basada en la invitación a instituciones de arte internacionales con las que la bienal se identifica y que colaboran sugiriendo artistas. Un caso parecido es el de la Bienal de Lyon 2007, dirigida por Hans-Ulrich Obrist y Stéphanie Moisdon, que han decidido actuar como “metacurators” e invitar a 50 jóvenes comisarios que a su vez han propuesto (y descubierto) artistas de jóvenes generaciones con la finalidad de escribir un libro a muchas manos de una década que todavía no tiene nombre.
Aunque se basen en contenidos, los museos (y no hablemos ya de las bienales que quieran mantenerse en primera división) deben dar cuenta de su visibilidad, proyección, número de visitantes, rentabilidad social, influencia en la economía de la ciudad e impacto mediático, entre otros. Afortunadamente, las propuestas de los artistas pueden escaparse de esta maquinaria y abrir nuevos horizontes. En este contexto, la propuesta que James Lee Byars hacía en los años 60 nos parece ahora más radical y utópica (y también más necesaria) que nunca: “I founded a fictious museum in New York in ’68 and collected 1.000.000 minutes of attention to show”.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)