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Son muchos los roles que un mismo artista puede adoptar. Al menos potencialmente. Dentro de un ámbito de acción en el que uno de sus privilegios es el desdoblamiento de actuación y la conquista circunstancial o permanente de una posición concreta, el artista como investigador es una de las combinaciones más aplaudidas en la actualidad. Podría alegarse que, en el fondo, la investigación es un proceso inherente al arte, evidenciando esta demarcación contemporánea como otra demostración más de una evidencia sobreentendida. Sin embargo, el investigador que invoca (o evoca, desde esa espontaneidad clarividente con la que se relacionan los parónimos) el arte, más que un investigador al uso; encerrado en la jerarquía epistemológica de las bibliotecas, es un detective que convierte la anécdota en un caso de estudio. El tipo de detective que explora a través de la práctica artística tiene también sus particularidades. Por un lado, intercambia la objetividad lineal de los hechos por la subjetividad oblicua de su percepción de las cosas; por el otro, es capaz de convertirse en narrador omnisciente de aquel relato en el que participa como protagonista secundario.
Sunila, de la artista Eva Fábregas, sugiere esa modalidad de artista que investiga como un detective y que, en paralelo, construye y consolida un relato donde la objetividad de los acontecimientos se mezcla con la espontaneidad aparente del vínculo entre unas anécdotas que no tienen nada de anecdótico.
Del objeto encontrado al razonamiento fortuito; Sunila fue el cuarto proyecto presentado en Cas d’estudi, una exposición donde al proceso del artista se unía el proceso de construcción expositiva, a través del suma-y-sigue de las partes, donde la independencia yuxtapuesta de sus respectivos focos de investigación se diluía conscientemente en un texto general: el de un intento de relectura de la modernidad, en la que el interés por la arquitectura de todos los proyectos funcionaba como una coartada para llegar a otros sitios, huérfana de esa nostalgia hacia un pasado mejor que nunca fue mejor.
En una exposición donde cada una de las obras expuestas tienen un anexo presencial, en el que el artista desvela la metodología de un trabajo definido por la temporalidad del proceso de investigación; pueden suceder varias cosas: Una, que su intervención se convierta en una visita guiada por la pieza, desde un auditorio improvisado. Dos, como en el caso de Eva Fábregas, que la explicación deje de lado lo prosaico del comentario ex-profeso, convirtiéndose en un relato oral en el que todos los momentos y documentos del proceso artístico encajan tan bien, que surge la (bienvenida) sospecha de que la presunta objetividad que escolta toda investigación haya sido filtrada por los parámetros de una ficción a medias. Y de que la narrativa es un territorio donde lo explícito no funciona como antónimo de lo estético, en contra del la ininteligibilidad hecha fetiche que practica en ocasiones el arte.
Sunila empieza en un mercadillo finlandés (¿qué sería del arte contemporáneo sin las tiendas de segunda mano?), cuando Eva Fábregas encuentra ‘Space Time Architecture de Gideion’. En este libro se menciona Sunila, una colonia industrial ligada a una fábrica de celulosa y diseñada por Alvar Aalto. El desconocimiento general en torno al proyecto de uno de los arquitectos modernos más célebres provoca, como es de intuir, la reparable curiosidad de saber cuál es su estado en el presente. La actual degradación de Sunila, unida al descubrimiento de varias caravanas en la zona, como si de unidades de habitación portátiles se tratasen, desemboca en una “breve historia sobre la arquitectura portátil”, en la que Eva Fábregas combina, por vinculación subjetiva, la privatización de espacios con vocación colectiva; el desencanto del paradigma social moderno; la movilidad doméstica; la estandarización de un paisaje donde lo nómada se entiende como un sedentarismo provisional; la escultura moderna; la transnacionalidad de las subculturas musicales; la inexpugnable containerización como causa y consecuencia de la globalización; el espejismo del DIY made in Ikea; la paradójica traducción de las manufacturas por la artesanía, y la precariedad de unas vidas voluntaria o involuntariamente transportables: las nuestras.
Dejar un texto sobre Sunila aquí incurriría en un grave delito: olvidar la pieza artística. Y es que, a pesar del admiración por la disposición de los elementos dentro de un relato, gracias a la lógica perspicaz de su autora, Sunila es –además y ante todo- una pieza artística en sala que se compone de una proyección fílmica donde se comparan dos tipos de arquitectura: la sedentaria y la portátil –ambas una demostración de lo perecedero- desde la estética de lo puramente visual; una recopilación de postales con paisajes similares protagonizados por campamentos de caravanas; y dos cuadros hechos con tapicería de caravana. Sin embargo, la fuerza del relato hace, para quien lo conoce, imposible verla ya como el culmen de un proceso de investigación. Y es que, si es cierto que una imagen vale mil palabras, lo es solamente por la potencia del relato que contiene.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)