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Existe una marginalidad porque existe un centro y un elemento que los delimita y distingue; aunque es cierto que esta delimitación puede ser porosa y hasta reversible, y hacer que en ocasiones lo marginal se vuelva dominante y viceversa. La exposición del CCCB 1.000 m2 de deseo. Arquitectura y sexualidad nos mostraba entre otras cosas cómo el urbanismo y la arquitectura funcionan a menudo como ese elemento delimitador que distingue lo que es normativo y central de lo que es marginal y periférico, y cómo tales distinciones se construyen muchas veces en base a parámetros de visibilidad: lo imperativo, lo dominante, es aquello que todos vemos, mientras que lo marginal suele operar, por naturaleza, en los ángulos muertos y en las zonas oscuras.
El pasado 7 de marzo y en el marco de dicha exposición tuvo lugar Tour de Force, una performance del artista Joan Morey estructurada en un prólogo y cinco actos que revisaba a través de lo poético y lo fragmentario la historia del sida, una enfermedad asociada en muchos sentidos a lo marginal, pero muy relacionada también con cuestiones de normatividad y control, y respecto a la cual la oposición entre visibilidad y opacidad o aceptación y rechazo resulta además sumamente pertinente. Consciente de las contradicciones y complejidades que han recorrido la consideración social, médica y política del sida a lo largo de sus escasas cuatro décadas de historia oficial, Joan Morey ha concebido Tour de Force como un trabajo performativo poliédrico que cancela de manera deliberada la posibilidad de construir un relato conclusivo o total(itario) sobre el tema planteado, haciendo que cada espectador tenga tan sólo una visión y una experiencia parciales de lo que en la performance sucedía.
Tour de Force empezaba en el Mirador del CCCB con una acción dramatúrgica en la que el mismo virus del Sida, personificado en la actriz Anna Sabaté, realizaba una lectura patética y desgarrada de textos de Antonin Artaud procedentes de Les nouvelles révélations de l’étre (1937) y Pour en finir avec le jugement de dieu (1947), sutilmente modificados por el propio Morey. Incluso estando todo el público reunido en un mismo espacio, la recepción de la acción era ya aquí fragmentaria y parcial, pues según el lugar que el espectador ocupara su visión de la actriz era intermitente, ya que ésta se movía por espacios que quedaban fuera de la vista de buena parte del público. Mientras el Sida encarnado realizaba su intenso discurso, los espectadores podían ver desde el Mirador cómo iban llegando al CCCB hasta cinco limousinas, así como algunos performers, fotógrafos y otras personas del equipo técnico que circulaban por el patio a más o menos distancia de estas. La experiencia en el Mirador también se veía alterada por la intervención de otros performers, que en un momento dado empezaron a conducir a algunas personas hasta el patio del edificio, en el que estaban ya aparcadas las limousines y en el cual se daría inicio a los cinco actos posteriores.
Allí, cada espectador debía dirigirse en riguroso orden hacia una mujer que representaba “La suerte/El azar/El destino”, una performer (Silvia Arenas) vestida de negro cuyos ojos quedaban tapados por un dramático flequillo, pero que, como Tiresias, desde su ceguera participaba pasivamente en el destino de quien tenía delante. En sus manos sostenía una gran bola negra en el interior de la cual había otras bolas numeradas del 1 al 5, de las que el espectador debía coger una a ciegas. El número de la bola extraída dictaminaba la limousine a la que el espectador debía subir y, con ello, el acto en el que participaría.
Cada limousine era un escenario móvil (una referencia cinematográfica a los films Holy Motors, de Leos Carax, y Cosmopolis, de David Cronenberg) que realizaba un recorrido distinto por la ciudad, dirigiéndose a uno o varios enclaves de Barcelona relacionados con el acto que se representaba en el interior del vehículo. Cada acto correspondía a una etapa concreta de la historia del sida y era ejecutado por uno o dos performers para un reducido público formado tan solo por seis espectadores y un fotógrafo. Tales actos tenían un desarrollo dramatúrgico sencillo pero intenso, en el que los personajes funcionaban como figuras alegóricas. Así, en el Acto 1, era un equipo médico de la Agencia de Salud Pública de Barcelona que practicaba a los espectadores que se prestaran un test serológico de detección rápida del VIH, en un trayecto que les llevaba hasta la Estación de Francia, un lugar que simbólicamente alude a las trayectorias y al destino, pero también a una movilidad controlada. A pesar de que los resultados del test estaban disponibles antes de que acabara el recorrido, para proteger la confidencialidad éstos no eran comunicados a los interesados hasta el día siguiente. En el Acto 2, la Transmisión era una bailarina con habilidades contorsionistas, Candela Capitán, que bailaba en contacto con los asistentes mientras la limousine se dirigía a la falda de Montjuic, con sus conocidas zonas de cruising y hoteles como La França, en los que se alquilan habitaciones por horas. En el Acto 3, la Enfermedad corría a cargo del actor Tatín Revenga, quien representaba a un enfermo de sida que, conectado a una vía y ataviado con una bata de hospital, relataba sus vivencias a las seis personas de la limousine, mientras el vehículo se acercaba por el puerto hasta el cementerio de Montjuic. La performer del Acto 4, la actriz Antònia Jaume, encarnaba la Teoría (en referencia a la investigación científica del Sida, pero también al pensamiento filosófico y ensayístico relacionado con el cuerpo y la enfermedad) a través de un guión que reproducía fragmentos de la ya citada película Cosmopolis, a su vez basada en la novela homónima de Don DeLillo, en un recorrido por el Paseo de Gracia y sus lujosos y cegadores escaparates. En el Acto 5 (en el que participé como espectadora) el poeta Eduard Escoffet convertía en letanía las fechas y nombres de los distintos fármacos anti-retrovirales asociados al tratamiento del VIH aprobados por la FDA[[U.S. Food and Drug Administration]], en una suerte de culto irónico al cuerpo utópico y al control farmacológico de la enfermedad. La experiencia de los espectadores estaba directamente relacionada con lo acontecido en el acto en el que participaban, con lo que el conocimiento de lo sucedido en los otros cuatro actos se construía en base a lo contado y lo retransmitido, en una dinámica que metafóricamente alude a la del contagio.
Además de esta dramaturgia alegórica hay también en Tour de Force un eje vehiculador que tiene que ver con la mirada y la imagen, no sólo en tanto que -como decíamos- el espectador tiene únicamente una visión parcial de lo acontecido, sino también porque a lo largo de toda la performance hay tensiones multidireccionales en relación a estas cuestiones: el público del Mirador puede ver lo que sucede en el patio pero desde una distancia que le impide intervenir y lo convierte en observador pasivo, mientras que los espectadores que llegan al patio son conscientes de estar siendo observados por aquél público abstracto del Mirador, al cual no pueden ver directamente; dentro de la limousine, las personas son conducidas por un conductor al que no pueden ver tampoco, y el cual a su vez tiene poco acceso visual a lo que está pasando en la parte trasera del vehículo que conduce, mientras que sus pasajeros se observan entre ellos y al performer, y también pueden mirar, protegidos por la oscuridad de los vidrios de la limousine, los transeúntes que circulan anónimamente por la ciudad.
A este entramado de miradas se añade la de la multitud de cámaras que lo registran todo, desde el circuito de video cerrado que lleva encima la actriz que hace de Virus en el Prólogo hasta las máquinas fotográficas y videográficas de los numerosos documentalistas presentes en todos los escenarios. Y entre las cámaras de estos, los ojos de todos y todo aquello que puede ser visto u ocultado se erige una arquitectura de cristales (la del mirador del edificio, la de las ventanas de los coches, la de las lentes de las cámaras), algunos transparentes, otros opacos, que conforman ese borde limítrofe que determina lo que vemos y lo que no, lo que está dentro y lo que está fuera, lo que es centro y lo que queda al margen.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)