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A comienzos del siglo XXI, el crítico social y entusiasta del deporte Max Nordau publicó un artículo en Jewish Gymnastics Journal (Revista de Gimnasia Judía) titulado “Judaísmo Muscular”. Basado en el discurso que ofreció durante el Segundo Congreso Sionista dos años antes, Nordau celebraba “un judaísmo endurecido por la guerra y amante de las armas” propio de la era bíblica. Profetas y revolucionarios “que se negaban a aceptar la derrota” (Presner, 2007). Su meta era clara, poner fin a la imagen del judío de la diáspora frágil era una obligación ideológica. Creía en una especie de cambio de imagen; transformar a los débiles en dispuestos y capaces. Partiendo de su pensamiento ilusorio, intensificado por la aniquilación de millones durante el Holocausto, el judaísmo muscular degeneró en una serie de patologías. Dejó de ser una forma de afirmación corporal para convertirse en un arma contundente contra otros. En esta cosmovisión, convertirse en poderoso, ser percibido como tal y ejercer la violencia no difieren de la autorrealización. Como aquella imagen radiante que Nordau concibió décadas atrás, los soldados israelíes que cometieron atrocidades durante la Nakba, así como en todas las guerras regionales sucesivas que desencadenó ese cataclismo, han sido en su mayoría aclamados como héroes en su propio estado-nación. Combatientes atléticos, representados como figuras elegantes y atractivas. Al unirse a un panorama mediático controlado por el estado, el judaísmo muscular asumió una función visual determinante. Pero los cuerpos vigorosos no eran suficientes por sí solos para generar consenso. Al observar imágenes y videos que llegan de Gaza, resulta evidente que el judaísmo muscular se ha transformado en una soberbia de proporciones titánicas.
Imagen del libro «Short-Term, But Long-Term», de Federico Vespignani compuesto por más de 500 fotografías publicadas en aplicaciones de citas por soldados israelíes de la Franja de Gaza en 2024
Desde esta visión supremacista, la glorificación de ciertos cuerpos depende de la destrucción de otros. Mientras los cuerpos árabes heridos resultan antiestéticos y a veces incluso se evita mirarlos por ese motivo, los agresores se presentan como viriles y atractivos, incluso deseables. Esta lógica se cruza con el capitalismo tardío y su mercantilización del yo, haciendo que el judaísmo muscular y su papel en el genocidio de Gaza también llegue a las redes sociales. En los últimos veinte meses, han aparecido perfiles de soldados israelíes en Tinder que resultan abominables: imágenes de tropas posando con rifles de asalto frente a bloques de viviendas destruidos mientras “buscan relaciones serias”. Usando el psicoanálisis freudiano de estas imágenes el simbolismo fálico resulta casi obvio. Pero de nuevo, lo más relevante es subrayar cómo la sumisión del otro refuerza el propio machismo. La destrucción de ciudades y poblaciones se traduce en una promesa segura de conquista sexual en la primera cita en el seno de esta cultura militarizada. Así la violencia no difiere demasiado de lo que Eva Illouz y Dana Kaplan denominaron «capital sexual». Esa mezcla de sexo y violencia ha dado un giro todavía más espeluznante, cuando no exhibían sus propios cuerpos como triunfantes y poderosos, los soldados israelíes se dedicaban a burlarse de las mujeres palestinas. Publicaron fotografías mostrando en las que aparecen con prendas íntimas encontradas en apartamentos reducidos a escombros, riéndose mientras se ponen ropa interior sobre sus uniformes tácticos. Pero, ¿qué podemos deducir de esta forma de acoso, difundida a los cuatro vientos? Para empezar, uno de los objetivos principales de la ocupación es la aniquilación total de la vida privada. La humillación se instala en las comunidades palestinas al hacer tangible la presencia de soldados. Además, esta forma de acoso alimenta la paranoia hacia los cuerpos palestinos sospechosos que comenzó con los ataques suicidas de los años noventa del siglo pasado y continuó con la vigilancia perpetua por satélite, los sistemas de grabación y la observación escrutadora de las torres de control. Desvestir al otro se justifica como medida de seguridad. Pero a nivel patriarcal, la documentación de hombres armados degradando cuerpos de mujeres para que todos lo vean, debería llamarse por su nombre, se trata de una violación performativa.
Soldados israelíes fotografiados con ropa interior de mujeres palestinas en Gaza. Foto: Redes Sociales
Las burlas de este tipo casi parecen correlacionarse con el aspecto de otra persona. Por ejemplo, usar la ropa interior de mujeres anónimas como espectáculo. Ponerse el vestido de novia de un amor pasado. Colocarse ropa íntima de una desconocida sobre el equipo de combate, esperando ser el gracioso del pelotón o de los amigos. Las burlas son, en esencia, una exageración abusiva con fines cómicos que busca divertir a costa de otro. La mayoría de veces, quienes se burlan ridiculizan aquello que las personas no pueden cambiar de sí mismas; instando a la fealdad a sus súbditos. Y esto no es gratuito, y es que la apariencia es uno de los indicadores más evidentes de nuestro origen socioeconómico y, por tanto, un blanco habitual de agresión. Ya sea la ropa, partes del cuerpo, el color de piel o la estructura ósea, el aspecto físico es información sobre lo quién somos o cómo nos presentamos que ofrecemos a todo aquel con quien nos cruzamos, incluidos, por supuesto, los potenciales agresores. Da igual que sean bullies en el instituto o soldados cometiendo un genocidio; quienes se burlan suelen elegir rasgos físicos ajenos y distorsionarlos hasta lo grotesco, porque así de sencillo es. Son ataques a lo visible, una vía directa para generar daño personal a quienes son ridiculizados, al tiempo que evitan todo conocimiento significativo de quiénes son en realidad.
A diferencia de otras formas de abuso que buscan marcar una clara distinción entre agresor y víctima, la burla es singular porque suele asumir el rol de la persona subyugada. Al igual que las imágenes de supremacistas realizando performances travestidas en Gaza, la acción teatral de la imitación fragmenta el yo en varias identidades, que se alimentan de la disonancia entre sí. Esta proyección allana el camino para que los agresores liberen sus deseos carnales fingiendo que no les pertenecen. Imitar la forma de caminar, hablar o vestir de alguien equivale a convertirlo en el chivo expiatorio social de deseos mentales inconfesables.
La revista Maxim y el consulado Israelí en Nueva York estrenando el despliegue fotográfico “Mujeres de las Fuerzas de Defensa Israelíes” en en 2007. Ésta invitación en particular tiene como protagonista a Miss Israel 2004, Gal Gadot
El judaísmo muscular no se limita a los hombres. A principios de los 2000, el gobierno israelí detectó un problema de imagen ante el público masculino estadounidense. Ante esto, el Ministerio de Asuntos Exteriores se alió con el Ministerio de Turismo y organizó un número especial para la revista Maxim (Boyer, 2007). David Saranga, el entonces cónsul de prensa y relacions públicas en el consulado de Israel en Nueva York, describió esta iniciativa como “un caballo de Troya” que mostraba “Israel como un país moderno, con playas paradisíacas y mujeres guapas” (Keinon, 2007). Lo que se denominó «diplomacia del bikini» era un método que buscaba convertir todos los cuerpos israelíes en deseables, y por tanto, dignos de ser preservados a cualquier coste. «Son despampanantes y pueden desarmar un subfusil Uzi en segundos», proclamaba la portada de Maxim. «¿Son las mujeres del ejército israelí las soldados más sexys del mundo?»
Mujeres del ejército israelí. Foto: Social Media
Hoy en día, TikTok e Instagram rebosan de vídeos autoproducidos o comisionados que muestran a soldadas atractivas con armas; una especie de girlbossing de crímenes de guerra. Al hacer del deseo libidinal algo inseparable de causas violentas, agencias de modelos como Alpha Gun Angels se han convertido en un activo indispensable para legitimar los intereses geopolíticos israelíes y su industria armamentística (Goodfriend, 2019). Pero desde que las nefastas condiciones de vida palestinas se han vuelto innegables, la comercialización del judaísmo muscular ha tenido que reinventarse una vez más. Los bikinis han sido reemplazados por uniformes de combate listos para la acción. Bajo el pretexto de vender sexo, se blanquea el genocidio. Y seguimos mirando cuerpos capaces, no los vendados, encapuchados, esposados y considerados poco atractivos.
Fragmentos de este artículo se han utilizado en la introducción al libro Short-term, but long-term de Federico Vespignani (Debatable Publishing, 2024)
(Imagen destacada: Soldados israelíes fotografiados con ropa de mujeres palestinas en Gaza. Foto: Redes Sociales)
Adam Broomberg (1970, Johannesburgo) es artista, activista y educador. Actualmente vive y trabaja en Berlín. Es profesor de fotografía en el Istituto Superiore per le Industrie Artistiche (ISIA) de Urbino y supervisor de prácticas del Máster en Fotografía y Sociedad de la Real Academia de Arte (KABK) de La Haya. Su obra más reciente «Anchor in the Landscape», un estudio fotográfico de gran formato sobre los olivos de la Palestina ocupada, ha sido publicada por MACK books y expuesta en la 60ª Bienal de Venecia.
Ido Nahari es escritor e investigador, actualmente cursa un doctorado en Sociología. Anteriormente fue redactor del periódico Arts of the Working Class. Sus escritos han aparecido en numerosos periódicos y revistas. Ha dado conferencias en varios museos e instituciones académicas de Estados Unidos y Europa.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)