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VIVA ARTE VIVA. No eran pocas las voces que entonaban – en esos paseos de los Giardini al Arsenale o haciendo alguna cola ante algún pabellón – el elocuente título de la 57 Bienal de Venecia curada por Christine Macel, conservadora jefa del Pompidou de París, durante los días de inauguración. Casi todas – sobre todo las hispanohablantes – lo hacían con un tono más bien jocoso, y es que el título se las trae. Más allá del comentario generalizado, la intención de la curadora francesa con la bienal – y su cacareado título– ha sido volver a colocar al artista en el centro de todo proceso creativo, y casi propiciar una suerte de celebración de lo artístico en la vida. Según sus propias palabras, «Viva Arte Viva es una exclamación, un apasionado clamor por el arte y el estado del artista. Viva Arte Viva es una bienal diseñada con artistas, de artistas y para artistas».
Aún dejando fuera de juego a gran parte del público con esta afirmación, Macel apunta a una conmemoración del hecho artístico haciendo hincapié en su naturaleza humana, entendiendo el arte como “testimonio de la parte más preciosa de lo que nos hace humanos” y, posicionando a éste como última solución a todos los males que nos aquejan en nuestros días. Semejantes aseveraciones confirman que esta bienal, a pesar de algunos de los temas que toca, vuelve a situar al humano en el centro de todo, y al ARTE (así, con mayúsculas) como salvación, alejándose de cualquier posición transdisciplinar o cualquier intento de superar el antropocentrismo reinante. Y desde luego, marcando una gran distancia con las ediciones anteriores, que colocaban las complejidades del hecho artístico o las dificultades socio-políticas contemporáneas en el centro de la cuestión, y con la Documenta 14 con la que coincide estos días.
Con esta idea como eje central, la exposición se divide en nueve capítulos o trans-pabellones, como los denomina la curadora: divisiones temáticas demasiado genéricas y estancas que organizan un recorrido totalmente antagónico en las dos sedes. En el pabellón central de los Giardini, que acoge el Pabellón de los artistas y los libros y el Pabellón de las alegrías y las penas, el discurrir es caótico y fragmentado, insistiendo en las presentaciones individuales en una arquitectura mucho más propicia para otro tipo de narración que facilitara diálogos cruzados. Se abordan aquí cuestiones relativas a la figura del artista, a su posición y su lugar de creación, poniendo el énfasis en el estudio o el espacio de trabajo y su relación con el conocimiento. Se dan fracasos estrepitosos, como el proyecto de Olafur Eliasson que, a modo de recepción, emplaza en el centro de la exposición un espacio de taller en el cual se invita, desde una posición de superioridad demasiado naif, a refugiados y otros colectivos a construir artefactos; buenos desembarcos, como el trabajo de la canadiense Hajra Waheed y sus delicadas pinturas, collages y fotografías de pequeño formato; o trabajos seminales desplegados en un lugar en el que no se los ve cómodos, como la mítica Artist at work (1977), que refleja a Mladen Stilinović descansando en su taller y que, aun queriendo marcar el pulso de gran parte de la muestra, queda descolocado.
En el Arsenale, en cambio, el recorrido es totalmente direccional, con divisiones demasiado marcadas entre los capítulos que acometen temas amplios, elementales y manidos que poco aportan, sobre todo por cómo están tratados. Lo Común, La Tierra, las Tradiciones, los Chamanes o los Colores son algunos de ellos, que simplemente se ilustran con una serie de obras de artistas de distintas generaciones y geografías mejor o peor instaladas. El recorrido arranca con El círculo de fuego (1979), la excelente obra de Juan Downey conformada por varios monitores en círculo. Podría haber sido un buen arranque, sobrio contundente, marcando el ritmo y los planteamientos de la exposición, pero se acompaña de una instalación de Rasheed Araeen que no le hace ningún favor. La exposición es amable y fácil de visitar, con momentos más altos, como el paso de lo Común a la Tierra y a las Tradiciones, con formidables obras como la instalación del turco Yorgos Sapountzis; el vídeo Atrato (2014) del colombiano Marcos Avila Forero; el despliegue de Franz Erhard Walther (premio León de Oro de este año al mejor artista); las zapatillas convertidas en receptáculos donde crecen vegetaciones de Michel Blazy; o las obras del japonés Shimabuku que inciden con humor en la relación entre humanidad, naturaleza y tecnología.
Avanzando hacia las tradiciones destacan las esculturas de la mexicana Cynthia Gutierrez que, mezclando bases de columnas clásicas hechas con piedra mexicana con tejidos tradicionales, cuestionan memoria e identidad; o las reflexiones sobre el folklore musical de Anri Sala. Pero a partir de aquí, el ritmo decae al entrar en el capítulo chamánico, que arranca con la problemática instalación de Ernesto Neto que genera un espacio de celebración de rituales, activado por un grupo de indígenas brasileños en distintos momentos, que peca de una excesiva exotización y acaba convirtiéndose en un chill-out para visitantes exhaustos. El modo de mostrar las obras, excesivamente museográfico, contrasta con la naturaleza de éstas, originando – una vez más, y ya son demasiadas – esa visión fascinada del hombre blanco ante la otredad.
En general, por momentos se establecen relaciones obvias y directas que no dejan prácticamente espacio a la imaginación, y a que se vayan tejiendo en el recorrido diálogos entre los trabajos. Todo está atado y bien atado, y el espectador solo tiene que pasear tranquilamente pasando de un gran tema a otro hasta llegar al último de ellos: los colores. Al salir, una sensación de déjà-vu. A pesar de la presencia de algunos muy buenos trabajos, la experiencia resulta ineficaz, tanto en lo que se nos quiere contar como en la forma de hacerlo.
La exposición se completa con algunas intervenciones en el Giardino delle Vergini que bien merecen el paseo. En una pequeña torre medieval podemos ver la mítica caída del árbol de Bas Jan Ader, y al final del recorrido, en un delicado jardín, una serie de sutiles y singulares esculturas de Erika Verzutti.
Pero ya se sabe, no todo es la muestra central en Venecia. Paradójicamente, en un tiempo en el que la idea de estado-nación debe ser superada y desbordada con urgencia, los pabellones nacionales siguen siendo esenciales, y las comparaciones – y competiciones – entre ellos continúan a la orden del día. Mucho se ha hablado ya del pabellón alemán de Anne Imhof y su intensa coreografía. Pese a la polémica, bien merece una visita, mejor si tenemos la suerte de coincidir con la performance. Tampoco me perdería a Cevdet Erek en Turquía; la sutil exposición de Polys Peslikas con algunos invitados en el pabellón de Chipre; el extraordinario trabajo de Francis Alys en Irak; y, por fin, un digno pabellón italiano, que curado por Cecilia Alemagni se acerca al legado del antropólogo Ernesto de Martino indagando en lo mágico y lo irracional, con el perturbador trabajo de Andreotta Calò, la genial videoinstalación de Adelita Husni-Bey y la espectacular y sutil instalación de Roberto Cuoghi.
Y ahí estaba también, aludiendo a la naturaleza del estado, Únete – Join Us de Jordi Colomer, la propuesta del pabellón español que este año ha curado el director del CA2M, Manuel Segade. Precisamente el proyecto realizado en los últimos cinco meses – otra comparación posible es el tiempo que tiene cada país para producir su pabellón… – hace apología del nomadismo como acción colectiva, desplegando una cantidad ingente de vídeos montados sobre unas gradas-esculturas que uno observa sentado desde la opuesta. El título nos invita a unirnos a la idea de movimiento como forma de pensar el imaginario social, y aunque la complicada arquitectura no juega a favor del formato vídeo, la solución funciona a nivel espacial e invita a recorrer y detenerse en distintos fragmentos. Se notan las tablas de ambos, artista y comisario.
La inquietante propuesta de Cinthia Marcelle en el pabellón brasileño enfoca la cuestión nacional desde otro lugar. El suelo se compone de una estructura metálica y enrejada en la que se han encajado piedras blancas de distintos tamaños – las mismas que se acumulan fuera en la entrada – que aportan un elemento orgánico que contrasta con la arquitectura geométrica moderna. En el interior, una pantalla apoyada contra la pared muestra una intrigante imagen de hombres acampados en un tejado, una situación en tensión a medio camino entre un naufragio y una rebelión. La instalación funciona, la experiencia es enturbiadora, y Marcelle dibuja magistralmente un retrato contundente y sutil del caos que domina Brasil, evocando la atmosfera de una nación fracasada.
Y continuando con la complejidad de la cuestión nacional, sin duda una de las propuestas más destacables de esta bienal es La vida en los pliegues, el proyecto que Carlos Amorales realiza para el pabellón Mexicano, curado por Pablo León de la Barra. Amorales crea un mundo complejo a partir de formas abstractas, formas que son el origen de los distintos elementos del proyecto: una serie de textos y poemas encriptados escritos in situ, una partitura cuyos sonidos se interpretarán por un ensamble de ocarinas, y la película La aldea maldita. El propio artista afirma que la película “habla de un Estado que no es fuerte, que se está disolviendo, de un Estado que no está, que no imparte justicia a todos. Y me parecía importante centrar esa metáfora en el Pabellón Nacional. Decir ‘sí somos un país, pero nuestro Estado ¿dónde está?». Un alfabeto encriptado que genera un lenguaje formal pero indescifrable creado a partir de las formas abstractas es la materia base del proyecto. El pabellón cuida cada detalle, desde las delicadas mesas donde se apoyan las ocarinas hasta la sencillez de los dibujos-partituras dispuestos en las paredes. Al entrar se intuye el sonido de una lengua incomprensible, y cuando entran en acción los performers que agarran distintas ocarinas y las tocan al leer las partituras, se hace imposible dejar de escucharlas, de dejarte llevar por ese sonido incomprensible y perturbador, por esa belleza ingobernable que no acabas de entender. No pude evitar volver varias veces a escuchar esa lengua inventada. Quizá de eso se trata después de todo: de una vez por todas darnos la oportunidad de no comprender, aceptar que no podemos saberlo todo. Asumir la necesidad de inventar nuevas formas que superen la nación fracasada, el estado ausente, la frontera hermética. Desde luego, confiar de nuevo en la capacidad del ser humano como genio creador no parece el camino adecuado. Por qué no desdibujar las líneas, de una vez por todas. Imaginar nuevos modos de vida colectivos, donde la humanidad es solamente un fragmento más de un todo infinito e inasible para transformar este absurdo presente.
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