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Como todos los días, el despertador vuelve a sonar a las 7 am. El café ya no es suficiente en los tiempos en los que el «burnout» se ha convertido en el estado por defecto de nuestra existencia, y el arte (otra vez) está obligado a abordar una de las eternas disyuntivas de la suya propia: ¿Qué hacer para entrar en las mentes saturadas de una sociedad que funciona en piloto automático? Buena pregunta. Puede que lo inteligente y lógico sea pensar que necesitamos el arte más que nunca, pero creo que ha llegado un punto en el que estamos demasiado cansados, incluso para reconocer esa necesidad.
El agotamiento colectivo del que hablo se ha infiltrado casi sin darnos cuenta en nuestra vida y por supuesto en nuestra cada vez más mutilada y débil experiencia cultural. Esto no es solo una cuestión de cansancio físico; se ha convertido en un estado mental que ha transformado totalmente nuestra capacidad de atención, de interés, percepción y análisis. El maldito scroll nos ha casi obligado a consumir contenido en ráfagas; mientras que el arte requiere de nosotros precisamente lo que más nos cuesta dar. Tiempo, atención y energía mental.
Esta fatiga crónica es un fenómeno que no discrimina a nadie. Una plaga que afecta a creadores y espectadores, y genera un ciclo que se retroalimenta: por un lado, artistas exhaustos que luchan por mantener la profundidad crítica que, acaba siendo tan buscada como ignorada, mientras el público, que está igualmente agotado, apenas tiene la capacidad de procesar más allá de la superficie. Las capas de significado se pierden en una especie de nube mental de ruido, del que difícilmente recordamos algo y que se evapora irremediablemente en medio de la vertiginosa velocidad de la vida moderna. Todo tiene su consecuencia, y esto ha creado una nueva forma de percepción más fragmentada, donde el arte tiene que competir con un tsunami constante de estímulos.
Este agotamiento aún no ha terminado el proceso de convertirse en el acelerador de la transformación artística, y aunque lo contemporáneo está constantemente mutando, veo que no logra conectar del todo, ni adaptarse a una audiencia que ya no tiene la energía para descifrar manifiestos densos o contemplar con paciencia una instalación y que eso les lleve a otras reflexiones… y en la faceta creativa no hablo de adaptación, ni de simplificación, sino de una de «recalibración», por llamarlo de alguna manera, de cómo el mensaje crítico se debe transmitir al público, y a qué público. No tiene que gritar más fuerte que las notificaciones, sino en conectar con una audiencia que está agotada de tanto estímulo. Por eso pienso que el arte necesita urgentemente descubrir formas nuevas de colarse en los huecos de nuestra prostituida atención, generando vivencias que no nos exijan más, sino que nos hagan compañía, que en vez de dejarnos sin energía nos revitalicen y aporten algo valioso a través de lo que experimentamos. Antes consumíamos, ahora usamos y tiramos. Tenemos que reconocer que hemos construido una sociedad donde el valor no reside en la permanencia sino en la novedad.
El arte obviamente no puede escapar a esta lógica implacable del obsoletismo programado, ese culto moderno a lo descartable que ha permeado incluso en los espacios de creación más elevados, quién lo diría. Obras que se consumen como contenido, se digieren superficialmente y se desechan para dar paso a lo siguiente, perpetrando el aburridísimo ciclo de producción-consumo-olvido que empobrece significativamente nuestra relación con todo lo artístico. Realmente no sé si la falta de estímulos o la misma sobreestimulación ha erosionado nuestro sentido crítico; pero justamente en la era de la sobreestimulación, sufrimos de una inanición intelectual que nos deja incapaces de discriminar, evaluar o cuestionar.
Aceptamos todo directamente con la indiferencia disfrazada de apertura mental. Criticamos muchas cosas pero sin embargo, no cuestionamos mucho, y todo acaba siendo aceptado en un relativismo estético que, lejos de ser liberador, es el gran lastre para el pensamiento crítico. No me malinterpreten, ni me crucifiquen, pero admitamos que las galerías son los cómplices silenciosos que mantienen todo este status-quo. Es cierto que tienen y deberían tener la potestad para dictaminar qué está bien y qué no, pero luego en la práctica, su afán por sobrevivir en un mercado voraz, ha hecho que bajen el listón, orientándose al arte rápido, instagrameable, que genere likes, más que reflexiones. Así es como se termina por sacrificar la profundidad por la visibilidad momentánea.
Quizás la clave de todas estas cuestiones no esté en resistir ni luchar contra el cansancio, sino en aceptarlo como parte natural de nuestra experiencia contemporánea, cohabitar con él y utilizarlo como resquicio y punto de apoyo para buscar y explorar otras vías o formas de expresión artística. No se trata exactamente de mantener vivo el arte en un mundo exhausto, creo que es mejor redefinir en qué consiste ser crítico cuando el acto mismo de pensar detenidamente se ha convertido en un lujo al alcance de unos pocos.
[Imagen destacada: Galerías de arte CDMX]
Como curador, crítico de arte y art advisor, Suso Barciela basa su práctica en la creencia de que el arte es un poderoso catalizador para el cambio social y la reflexión crítica. Su enfoque curatorial se centra en crear diálogos entre el arte contemporáneo y los desafíos urgentes de nuestro tiempo. Siempre buscando nuevas formas de interpretación y conexión con el público, explorando cómo el arte puede resonar en contextos sociales y culturales específicos.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)