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Cuando la soledad teje nubes en los bastidores de la infancia se desdibuja el eco de lo que no pudo ser y siempre será. El Sur nace en una habitación con vistas al olvido, a la niebla que baña una nación, a lo no vivido. La identidad construida desde el silencio, el vacío como espacio narrativo y la herencia emocional de quien aún sueña pueblan las entretelas de una historia entonada, a coro, por dos voces trenzadas: Adelaida García Morales y Víctor Erice.
Quien sostuvo el péndulo de las letras sabe que su oscilación no entiende de formas. Siempre conduce a lo que uno busca, con independencia de su aspecto. Literatura y cine, por ello, comparten un mismo sino: el lenguaje. Pese al carácter desigual de sus obras, la palabra se viste de axioma. Tan evidentes como infinitas son sus diferencias, pero su génesis -la voz y el anhelo de comunicar- es la misma. Buen ejemplo de ello es El Sur.
En el verano de 1981, Adelaida García Morales firmaba en Capileira un relato sobrecogedor. En la penumbra de su infancia, Estrella fluctúa por las asaduras del abandono. En la umbría del silencio, la memoria se cita con la muerte, sembrando dudas y sueños en los labrantíos de la ausencia. El sufrimiento peor, defendía Agustín, su padre, es el que no tiene un motivo determinado. Viene de todas partes y de nada en particular. Es como si no tuviera rostro. En este diálogo íntimo entre el deseo y la aprensión, la esperanza asoma trémula en cada línea, pero en el balcón de la culpa no caben más reproches. «Si he llegado a conocer alguna felicidad real ha sido precisamente en el silencio y la soledad más perfectos», sentenciaba Estrella. La tristeza y la amargura se presentan al lector como los cimientos de un cuento que mece la lobreguez de un encierro.
Esta novela breve sobre las confesiones de una niña a su difunto padre inspiró la adaptación cinematográfica de Víctor Erice. Si bien el director enriqueció el texto original en 1983, cierto es que la película atavía los vínculos intrafamiliares y el sufrimiento inefable de todos ellos. La omisión del hijo de Agustín con otra mujer, las agresiones de este a su propia hija o su negativa a que Estrella saliese al mundo son buena prueba de ello. «Aquella noche sentí que el tiempo era siempre destrucción», reconocía desolada en uno de los pasajes. Sin embargo, asuntos como el género, la construcción del yo, el suicidio o los relatos incompletos que definen nuestras biografías laten con fuerza en el seno de ambas fábulas, y en la práctica totalidad de los coloquios actuales.
El miedo, la rabia y las ansias de redención encuentran igualmente su resonancia en El Sur. «Sólo tu presencia me ayudaba a reconciliarme con aquel monstruo que ya veía yo aparecer en mi interior ante la mirada de mamá». No obstante, su voluntad por entender aquello que motivaba su aislamiento y el rechazo de cuantos la rodeaban aducía su razón de vivir: «por primera vez, creo que empecé a comprender algo de tu sufrimiento. Pero eso ya importaba poco, pues comprender no era suficiente para reconciliarme con tu existencia, ni con la de mamá, ni con la mía». Pero si algo orbita en el lienzo de su memoria es esa empatía, tan lozana como incondicional, que le arropaba cada una de las noches de aquellos años: «en este escenario fantasmal de nuestra vida en común ha sobrevivido tu silencio y también, para mi desgracia, aquella separación última entre tú y yo que, con tu muerte, se ha hecho insalvable y eterna».
En estos retratos de lo no dicho, la literatura y el cine se enraman con la identidad en un páramo donde el silencio cobra vida. El Sur despliega un tejido emocional sellado por la desconfianza, las heridas de la guerra y una soledad que espera su salvación en lo que no se cuenta. Estas oquedades narrativas, lejos de toda ajenidad, resuenan con fuerza en cavilaciones que atraviesan nuestro tiempo. Los relatos interrumpidos de la memoria, las construcciones fragmentadas del yo, los secretos del pasado y la necesidad de comprenderse a través de lo que no se nombra así lo testifica. Por ello, casi medio siglo después, su lectura y visionado se tornan indispensables. Pues, de acuerdo con Estrella, es curioso cómo aquello no visible, aquello que no existe realmente, nos hace vivir los momentos más intensos de nuestra vida.
[Imagen destacada: Fotograma del film El Sur (1983), dirigido por Víctor Erice]
Iván Baena González (Madrid, 1995) es historiador, escritor y divulgador cultural. Su trabajo explora la construcción identitaria, la memoria colectiva y el pensamiento contemporáneo. Por ello, concilia el análisis filosófico y sociológico con la crítica cultural. Ha publicado un libro y colabora en diversas obras colectivas y revistas como Qué Leer, Ábaco, Culturamas o Moon Magazine. Actualmente es profesor de Geografía e Historia.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)