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Ese verano, frente al mar, pensé en Benno von Archimboldi, el niño-alga, buceando con los ojos abiertos. Todo ese inicio me pareció idílico. Recuerdo la impresión de leerlo por primera vez: su infancia ligera, casi onírica, como en la escena del bosque de Laminaria digitata que lo hace llorar de emoción. La inmersión se vuelve pasaje: el mar no separa mundos, los enlaza. Inmediatamente después aparece su primer sueño: un alga nunca antes vista. Creí entonces que el sueño hacía presente lo no visto, en una suerte de presentificación husserliana. Más tarde sueña con su padre ante el Báltico, preguntándose dónde está Prusia, en una pérdida de raíces que pensé como desorientación histórica, geopolítica e identitaria, un desarraigo weiliano. Esa pregunta sobre Prusia resonaba como la imposibilidad de fijar fronteras cuando el horizonte está habitado por quienes partieron y permanecen en la orilla. Comprendí que los sueños de Archimboldi en 2666 no son ornamentos psicologistas, sino técnicas de percepción de lo oculto; lo visible aparece como montaje donde se superponen capas de duelo y violencia… excepto en aquel primer sueño de niñez.
A partir de ahí, todos resultan inquietantes. Pensaba, por ejemplo, en el de la cripta en penumbra: la risa que no se oye, la recitación antes del sacrificio, un único no-riente que llora. Todo tan espectral que el sentido se ofrece como figura en sombra. Me hizo pensar en una escritura con imágenes. Como cuando aparece la marcha de la madre de Ansky hacia la muerte, la figura de Ansky reducida a un ser sin nombre y la culpa del joven Archimboldi por un asesinato que no cometió. Sentí que lo que surge allí no es recuerdo ni porvenir verificable: la responsabilidad imposible, la desubjetivación de la víctima y el llanto al despertar muestran cómo el sueño no explica lo real, sino que lo asedia con espectros, obligando a convivir con una deuda insoluble. Pensaba también que esos sueños funcionan como escenarios que orientan decisiones, al modo en que ocurre en ciertas comunidades indígenas. Así, el de Crimea activa la figura espectral por excelencia: el doble. Archimboldi gira al cadáver y descubre su propio rostro, no el de Ansky. Intuí que la muerte del doble opera como purga, pues al despertar recupera la voz. Esa irrupción encarna un tuché lacaniano: lo espectral deja de ser imagen para inscribirse en lo real, restituyendo la voz.
Siguiendo esa línea, consideré el sueño de la huida por el Dniéper hasta el mar Negro: Archimboldi nada entre restos, cruza una corriente de sombras, llega a la orilla donde el cuaderno de Ansky se deshace y, al despertar, decide abandonar Kostekino. Pensé que podía leerse como un pasaje al “acto” lacaniano: caída fuera de la escena del Otro precipitada por la irrupción de lo real (el cuaderno reducido a pulpa), corte de la cadena significante que impulsa la salida de la ciudad que había quedado varado. Sin embargo, el último sueño me resulta el más perturbador: la escena sexual intempestiva, atravesada por la irrupción de ojos flotantes, presencias sin cuerpo que comparecen como restos. Pensé que su proliferación desajusta la aritmética del sentido: tres pares aún reconocibles, madre y hermanas, frente a cinco imposibles. Lo sentí como una apertura hacia un tiempo espectral donde genealogía y exceso se confunden. Allí no se instala el orden del símbolo ni la certeza de la percepción, sino el “quizás” que Derrida asocia al revenant: lo que retorna sin garantía y obliga a habitar la indecidibilidad. El sexo mismo queda desrealizado, convertido en montaje de apariciones, y pensé que revelaba cómo todo goce está atravesado por lo que nunca se presenta del todo y cuya mirada persiste como resto inquietante. Al final sentí que los sueños configuran variaciones de un mismo principio epistémico: lo real sólo se ofrece como resto, huella o rumor, y la violencia deviene inseparable del saber, como si conocer fuera siempre habitar un régimen de espectral-brutalidad: la escena sacrificial, la culpa por un crimen no cometido, la figura sin nombre, la proliferación de restos… Todo me hizo pensar que sus sueños me hacen entender que conocer significa exponerse a lo que nunca termina de presentarse plenamente: saber entre espectros, soñar con restos, vivir bajo la mirada de aquello que no se va. Recordé entonces la frase de Ansky sobre la revolución: no era la que tenían en mente, no era un sueño sino una pesadilla, “la pesadilla que se esconde tras los párpados del sueño”.
[Imagen destacada: Petra Feriancová. FILTRATING/ SELF-RENEWAL/ MIMETIC BODY, (con Roberta Zábojník), 2024, Antigua planta de tratamiento de aguas residuales, Praga. Foto: Ondrej Polak]
Tiago de Abreu Pinto es comisario y escritor. Doctor en Historia del Arte por la Universidad Complutense de Madrid, con una tesis centrada en la agencia de relaciones públicas Readymades Belong to Everyone. Ha comisariado exposiciones en galerías, instituciones, y bienales, y ha participado en numerosos programas internacionales de comisariado. En España ha sido galardonado con el premio Se Busca Comisario de la Comunidad de Madrid. Como escritor ha publicado varias novelas cortas centradas en artistas, además de una serie de textos narrativos en catálogos.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)