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Imaginemos que ni el nombre de una persona ni el de su lugar de nacimiento pudieran rechazar a quien llega a otra tierra necesitado de ayuda. Seamos aún más audaces: imaginemos que se abrieran los brazos antes, muchos antes, de que la lógica se ofuscara clasificando por nombres y procedencias. Frente a nosotros hay una persona que pide ayuda: eso es lo único importante. Si nuestra mentalidad actual recela ante tal audacia imaginativa, quizás ha llegado el momento de regresar a una historia transmitida y escrita en una lengua que muchos tacharían de “muerta” y que sin embargo mantiene vivos esos valores tantas veces a punto de expirar en nuestras sociedades modernas. La Odisea de Homero, que pervive bajo múltiples apariencias en el subconsciente colectivo, debiera haber entretejido también a nuestro imaginario, con hilos inquebrantables, el valor de la hospitalidad. Porque la Odisea se atreve a agasajar a un extranjero antes de preguntarle por su nombre y por su tierra.
«Comed y alegraos, que después de que os hayáis alimentado con estos manjares os preguntaremos quiénes sois». Así se dirige el rey de Esparta, Menelao, a dos viajeros que ha acogido desconociendo su identidad. Cuando uno de los servidores reales plantea expulsarlos, y que se marchen a otra parte, Menelao muestra su entereza al recordarle que «también nosotros, tú y yo, llegamos aquí después de comer muchas veces gracias a la hospitalidad de otras personas». Del mismo modo, cuando Odiseo naufraga en las orillas de una isla muy lejana, y es descubierto entre unos matorrales por la princesa Nausícaa, la muchacha, sin atemorizarse por su apariencia y sin conocer su identidad, llama a sus compañeras: «¿Por qué huis? Que este hombre no es un enemigo, que ha llegado aquí después de andar errante y ahora es preciso atenderle». Y así el náufrago es recibido con todos los honores por los habitantes de aquella isla, con manjares, vestidos, baños calientes, regalos, juegos deportivos, bailes y una flota que lo acompañará de vuelta a su tierra, sin que nadie sepa aún cuál es esa tierra ni qué lejos se encuentra, porque todos desconocen, aún, el nombre del extranjero: solo será su nostalgia, al escuchar una historia cantada al son de una cítara, la que lo impulsará a narrar ante todos su propia odisea. Ya lo dijo el rey de aquella isla, Alcínoo: «Como un hermano es el huésped y el suplicante para quien goce de sensatez, por poca que sea».
¿Seguimos “gozando de sensatez”, hoy en día? Los gestos de generosidad y de hospitalidad esparcidos por la Odisea cuestionan seriamente la noción, tan asentada, del progreso lineal de la Historia. Esos gestos son estrellas que, desde lo más antiguo de nuestra tradición cultural, y a través de la contaminación lumínica y acústica de nuestras noches, titilan en el cielo de hoy; titilan como una descuidada constelación que no dejara de advertir a nuestra modernidad que su engreído y vertiginoso avance tecnológico va en contra de su progreso ético. Y así, esa constelación de valores humanos permanece como guía de los navegantes que aún eleven a ella su mirada. Porque hay quienes atizan cotidianamente, en su fuero interno, el fuego de esas estrellas, y un día reúnen unos barcos, y se echan a la mar. Y sucede, así, que la hospitalidad navega en esos barcos; que todos los víveres que recibió Odiseo en tierra, son transportados ahora por mar; que esa flota que acompañó a Odiseo hasta Ítaca — y se ofreció a hacerlo sin conocer aún ni uno ni otro nombre— es hoy escolta del valor de la hospitalidad: un valor ahora náufrago en cualquier orilla, extraño en cualquier tierra a la que llega no para ser atendido, sino para atender, para entregarse por entero después de andar errante; un valor que camina por las fronteras como sobre una cuerda floja; un valor, el de la hospitalidad, sin tierra firme que con firmeza lo acoja, y que sin embargo encuentra su orilla, su tierra, su hogar y su fuerza en aguas internacionales, en cada nave, en cada tripulante, en cada una de las lenguas en que, entre el zozobrar de las olas, se pronuncia y escribe el desafío y el irrenunciable compromiso de la ‘hospitalidad’. En la antigua lengua griega, hay un vínculo que mantiene unidas las palabras para la ‘nave’ (ναύς [naus]) y para el ‘pensamiento’ (ναύς [nus]), porque las naves pueden ser «ligeras como las alas o como el pensamiento»; así le dijo una niña al naufragado Odiseo. Hoy, me asombro al percatarme de que esta imagen creada por los antiguos hablantes de la lengua griega vuelve a alumbrarse en la Flotilla de la Libertad: a bordo de esas embarcaciones surca las olas, plurilingüe, nuestro pensamiento y nuestra conciencia como civilización. Si en los primeros pasos de nuestra Historia, nos hicimos a la mar con naves y con palabras, y así se fue conformando esta civilización, ahora, en un momento de intolerable impunidad y de atropello de la dignidad humana, volvemos también a las olas; volvemos al canoso mar, de profundas corrientes. Ahora, la civilización es nuestra sensibilidad, conciencia y pensamiento (ναύς [nus]) a bordo de unas naves (ναύς [naus]) rumbo a Gaza.
[Imagen destacada: Detalle del «Fresco de las naves» de Akrotiri (isla de Santorini, Grecia), datado en torno al segundo milenio antes de Cristo]
Marina Eiriz Zarazaga (Sanlúcar de Barrameda, 2002) es una lectora que pide medio pan y un libro. Para afinar la conciencia se esmera diariamente en la práctica de la escritura, donde evoca, vincula y reelabora imágenes poéticas de la cultura grecolatina, que no concibe como un legado pretérito, sino, sobre todo, como un desafío de creatividad, sensibilidad y ética para quienes ahora vivimos. Es Graduada en Filología Clásica y en Lingüística por la Universidad de Cádiz, y Titulada en Enseñanzas Profesionales de Música en la Especialidad de Violín. Actualmente se deja asombrar por los campos de la filosofía crítica y la tradición clásica de las ideas sobre el lenguaje. Tiene el convencimiento de que, si algo es difícil, esa es una razón más para intentarlo.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)