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El concepto de escena proviene de skené, que del griego podría traducirse por algo así como una choza: una construcción frágil que permitía a los sacerdotes cambiarse de indumentaria para los diferentes roles en los rituales dionisíacos. En el teatro primitivo, la escena, como espacio escénico, quedaba referida al lugar donde los actores cambiaban sus disfraces o máscaras. Un lugar más allá del límite del propio escenario.
Paradójicamente, por efecto de la metonimia, la escena evolucionó como el espacio para la interpretación, un plano acotado de la realidad en el que se proyectan algunas ideas que, una vez separadas, pueden comprenderse para dar sentido al conjunto. Una escena es un drama, una teatralización. Es una selección para la elaboración de un discurso.
Lo que no se ve en la escena, el espacio fuera de la escena, es el espacio obsceno: el lugar donde se esconden las obscenidades. Lo obsceno sería entonces todo aquello que hace que la escena se sostenga desde la invisibilidad, todo aquello que no está presente en el marco de representación, pero sin lo cual el resto no tendría sentido. Por ejemplo, todos los otros trabajos, obras, artistas, agentes, productores, interferencias, documentos, llamadas telefónicas, discusiones, dosieres, presupuestos o entrevistas que quedan fuera del marco de la escena.
En enero, La Capella comenzaba la celebración de su 25 aniversario de la mano de cinco comisarios que proponen hacer un recorrido en torno a Las Escenas que haya generado este espacio, entendiendo La Capella no tanto como un escenario, sino a la manera de la aquella skené primigenia; como un lugar generador de escenas, de escenas sucesivas, paralelas o constituyentes.
Estas escenas se presentan en una sucesión de exposiciones que agrupan los trabajos de las artistas que han pasado o que podrían haber pasado por este espacio. Se presentan seis escenas por medio de las obras, en diferentes combinaciones -escenificaciones- de relaciones entre piezas, o fragmentos de piezas. Un envite que convoca algunas preguntas, como por ejemplo si las escenas son las obras o son las personas, o bien las obscenidades. O si las escenas son las comunidades, o si la comunidad es una escena. Esto último parece demasiado problemático como para sostenerse.
Nosotras, aparentemente, nunca hemos formado parte de estas escenas que ha engendrado La Capella. Aunque tal vez sí, pues hemos escrito sobre exposiciones. O quizá por la mera cercanía de haber podido seguir los procesos de las que sí han estado presentes. De este modo, podríamos afirmar que hemos colaborado con algunas de las cosas que han acabado allí en uno u otro momento. O simplemente porque nos hemos acumulado como cuerpos deambulantes en inauguraciones, performances u otros acontecimientos que han tenido lugar, intra y extramuros. Pertenencia oblicua y desde la superficie. Una superficie que funciona como una especie de membrana que traspasa y aprehende un dogma en constante controversia. Algo que no está pero que está. Somos parte de lo obsceno de la escena. Y así, como cuerpos deseantes, hemos vuelto a caminar por este espacio lúgubre ocupado por una exposición imposible empeñada en abrir los posibles para pensar qué relación tiene con nosotras, con las otras y con lo de más allá.
Nos habíamos prometido no hablar en este texto de ninguna obra en concreto. Una convención previa a la escritura que se resquebraja ahora tras asistir a la lectura mediatizada La sonámbula de Ariadna Guiteras. Esta lectura se hace alrededor de una pequeña comunidad circunstancial de personas –todas mujeres ese día– reunidas en torno a una mesa, y hacía referencia a una escena anterior, muy anterior a los 25 años de existencia del programa de artes visuales. Se refería a la escena del espiritismo catalán que existió con fuerza a mediados y finales del s. XIX, y que estaba estrechamente vinculada a los movimientos anarquistas de la época. Durante la lectura, la voz de Ariadna transportaba las voces, los textos, las palabras de otras épocas hasta aquí, hasta una mesa ubicada en el centro de La Capella. La comunidad presente contactaba así con otras comunidades, que se hacían presentes a través de tecnologías como la voz, el wifi, el rotulador, la pantalla o el aguardiente. ¿Qué relación tiene este gesto de pensar los cuerpos porosos atravesados por las voces de unas médiums que vivieron hace doscientos años con el de invocar el origen del proyecto escenográfico cultural? ¿Y más concretamente con el de generar un relato que lo haga inteligible?
Por extensión, una escena se entiende como un ambiente o una esfera, un conjunto de circunstancias en las que se da una situación. Y a menudo tenemos la tentación de revisar estos ambientes para comprender si son singulares y por tanto productores de algo específico -algo así como un «arte catalán», «barcelonés» o incluso “emergente”-, o no. La prueba es que cada año hay algún evento celebratorio del contexto, que más allá de la revisión busca reconocer la comunidad en su ambiente, o tal vez incluso mediante la representación, generar comunidad. Y por ende, un afuera de la comunidad. Algunos ejemplos serían «Materia Prima» en el Centro de Arte Fabra i Coats del año pasado, o “La qüestió del paradigma” que tuvo lugar en 2011 en la misma Capella, o bien «Querer parecer noche» hace unos meses en el CA2M de Móstoles. Incluso el nuevo reordenamiento de la colección del MACBA podríamos decir que tiene la intención de pensar en relación a un contexto determinado y en un determinado relato de la historia localizada. En Fabra i Coats, en lugar de “escena” se proponía el concepto de «ecosistema» local de las artes visuales, y en Móstoles hablaban precisamente de la «salida de escena», y de la voluntad de escapar a la continuidad hacia la excentricidad, situándose –al menos desde el relato curatorial– en la oscuridad de la noche. ¿En lo obsceno tal vez?
Situarse en lo obsceno implica afrontar un reto: darle la vuelta a la trampa y demoler el cartón. Romper el proscenio y perforar la cuarta pared. Hacer añicos el fardo que encubre la escena o tachar aquello escrito sobre el papel. Estrenar lo ya mostrado. Celebrar lo ya visto. Exponerse. Exponer lo nunca expuesto. Convocar las voces que habitualmente no se escuchan. Desapoderar la escena: arrancarla de esos lugares propios que la aíslan, la codifican y la neutralizan, y así poder intrincarla de lleno en la realidad en la que está inscrita. Ir más allá de la tiranía de la visibilidad y de la misma idea de escena como algo a defender.
Si “hablar de la cultura ha estado siempre en contra de la cultura en tanto que ya contiene la captación, catalogación y clasificación que entrega a la cultura en manos de la administración”[1], ¿hablar de “la escena” podría volverse en contra de la escena a la que se refiere? Una escena, como esfera, define antes que nada un espacio para la visibilidad. Establece qué nombres propios y qué propuestas están o cuentan. Es decir, determina quiénes son los interlocutores válidos a través de los perfiles, expectativas o criterios de selección que permiten acceder a la visibilidad. ¿Pero y qué ocurre con lo que no se ve en la escena? ¿Qué hacer con lo que no cabe en ella o se pone en fuga? Rasgar la escena no es yuxtaponer diferencias sino asumir que no todo lo que está se ve y que no todos aquellos con quienes se cuenta pueden ser contados. Que es importante estar en la escena, pero también no estar. Que es importante ganar convocatorias, pero más aún no ganarlas. Rasgar la escena supone renunciar a la especificación de los perfiles, de las generaciones, de las cuotas, de los lugares o de las geografías porque los límites que imponen no solo no dan cuenta de la potencia permeable de lo que ocurre, sino que la mutilan y la asfixian. Ubicarse en lo obsceno radica en abrirse a las múltiples escenas posibles que entran y salen de la escena. Porque no se puede ver todo, ni queremos hacerlo.
(Fotografía: Marianne Blanco)
[1]Adorno y Horkheimer, Dialéctica de la Ilustración
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)