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Spotlight

07 agosto 2025

Nelken

oda a la inocencia perdida en un jardín del edén prohibido

Al igual que en otras piezas del Tanztheater Wuppertal Pina Bausch, la ambivalencia de los sentimientos, la aspereza afectuosa y el cariño amargo están presentes en Nelken (Claveles), interpretada a finales de julio en el Burgtheater de Viena como parte del festival ImpulsTanz. El escenario, cubierto por miles de claveles, esboza un jardín del edén contemporáneo en el que la inocencia, la sensualidad y el deseo se entrelazan en un equilibrio precario; un paraíso endeble que lentamente se irá erosionando a medida que transcurre la función.

De la pureza a la perturbación

Cargando cada uno su silla, los intérpretes entran con cuidado, como si pisaran con sumo respeto un refugio virgen, fértil y vulnerable. Suena el pasaje de Richard Tauber: “Schön ist die Welten, wenn das Glück dir ein Märchen erzählt (El mundo es bonito cuando la felicidad te cuenta un cuento)”. Algunos se acercan a los espectadores y, con aire conspirativo, los sacan de sus asientos. Una mujer llora como una niña y se reprende como adulta, poseída por una madre interior que exige autocontrol. Desde ese inicio, Nelken establece su tono ambiguo –con frecuentes regresiones a la niñez–, suspendido entre ternura e inquietud. A través de una dramaturgia antiargumental y rapsódica el Tanztheater Wuppertal evidencia que la pérdida de la inocencia no es un suceso puntual, sino una herida permanente.

Nelken arranca sin dramatismo y, con suavidad, sumerge al espectador en una intimidad afectuosa. El amor y la inocencia perdida son los conceptos esenciales en esta incursión al interior de los deseos. Sin embargo, en este edén restringido, con su atmósfera alegre y paradisiaca, la candidez convive con la amenaza. El tema The Man I Love, traducido a lengua de signos por Reginald Lefebvre, impregna la obra de un anhelo sordo y persistente a través de una interpretación nostálgica y conmovedora. Que lo haga un hombre desde el estreno en 1982 no es un gesto menor, Nelken es una declaración afectiva donde ternura y deseo no conocen género ni barreras sensoriales o comunicativas. En ese acto se condensa la utopía amorosa que emana de la pieza.

Entre el juego y la perplejidad

La coreografía alterna momentos de alegría espontánea con imágenes turbadoras: hombres vestidos de niñas que saltan, olisquean de manera compulsiva los claveles destrozándolos, chicos que lloran forzadamente tras frotarse cebolla por la cara, dos hombres que intercalan un beso en la mejilla del otro seguido de una bofetada… Y sin embargo, en medio del desconcierto, también emergen instantes de belleza extrema: el latido del corazón amplificado por un micrófono, Andrey Berezin rociando la sala con dos ambientadores como si fuera una avioneta fumigadora, Simon Le Borgne desafiando al público con la destreza de sus pasos de danza clásica…

Nelken avanza con el típico ajetreo escénico calculado de Pina Bausch. Juegos como un, dos, tres, escondite inglés se suceden con la lógica onírica de una pesadilla gratificante, entrelazados con fragmentos musicales de Schubert, Lehár, Gershwin, Armstrong o Sophie Tucker. Cada escena roza la anterior sin voluntad de resolución, componiendo una constelación de estados emocionales que oscilan entre candor y desesperación, ternura y extrañamiento, nostalgia y distorsión. El jardín, al principio idílico, va mostrando sus fisuras: no todo está permitido en este edén restrictivo.

Vaivenes y ondulaciones: la dramaturgia quebradiza de Nelken

Este mar de ocho mil claveles de seda bordados a mano hacía presagiar unas expectativas desbordantes, pronto mermadas por una dramaturgia irregular y una estructura a veces titubeante. La obra se abre con sosiego y un tono de aparente felicidad, pero la tensión no tarda en aflorar. Conforme progresa la representación se perciben desequilibrios en ritmo y estructura temporal que afectan su cohesión. Algunos pasajes sin música prolongan la acción más de lo necesario, diluyendo la tensión dramática y enfriando su progresión. Nelken acusa una escasez de escenas propiamente coreográficas y adolece de un mayor acompañamiento musical que refuerce su desarrollo. En este montaje, el gesto y la acción teatral predominan sobre la danza física, lo que en algunos pasajes priva a la obra de la energía corporal que caracteriza otras piezas de Bausch.

En este caos milimétricamente orquestado, los performers masculinos aparecen a menudo travestidos de niñas, con vestidos y comportamientos caricaturescos. Un vigilante autoritario custodia las fronteras, a veces sombrías, de este paraíso perdido, exigiendo pasaportes y humillando a los interrogados. Los ladridos de dos perros en escena refuerzan la sensación de que no todo está permitido en este edén artificial. El clímax innegable de la pieza combina frenéticos bailes corales en sillas con las acrobacias de cuatro especialistas de escenas de acción entre los gritos de desesperación de Blanca Noguerol. La danza grupal se aleja y se acerca al proscenio con agilidad; un ingenioso efecto zoom y contrazoom que genera en el espectador la ilusión de estar manipulando un teleobjetivo, mientras se deja invadir con satisfacción por un vértigo contundente y embriagador.

El abrazo como último consuelo

Durante la representación, Naomi Brito entra y sale de escena ataviada con un culotte blanco, tacones y acordeón, pero no es hasta el final que interpreta la danza de las estaciones al son de la música de Louis Armstrong. A este gesto se suman los demás, fundiéndose en un movimiento colectivo mágico que conecta la danza-teatro con los ciclos de la naturaleza. En el tramo de clausura, los bailarines invitan al público a levantarse y ensayar juntos el gesto del abrazo, para mezclarse después con los espectadores y regalarles abrazos de verdad. Con las manos elevadas y formando un arco sobre la cabeza, algunos explican con ingenuidad por qué quisieron ser bailarines. La obra concluye como una foto de clase de danza infantil imaginaria: todos juntos, posando tiernamente, con los brazos en couronne.

A lo largo de 110 minutos, Nelken fluye con un ritmo vacilante, a veces festivo; otras, desolador. Fusión de belleza visual y poderosos contrastes emocionales, es la manifestación poética de un microcosmos utópico donde la sensualidad, la inocencia y la fragilidad conviven en una extraña armonía. Entre claveles pisoteados y gestos suspendidos, insinúa que la felicidad —delicada y contradictoria— puede compartirse. Con todo, mantiene con firmeza su idea central: la inocencia perdida no se puede recuperar. Aunque podamos seguir abrazándonos, las cicatrices permanecen inalterables en ese edén interior que —como el amor— florece, se marchita y vuelve a renacer.

Paco Arteaga es una periodista 360º: hace fotos y vídeos, escribe, traduce, edita en CMS (WordPress, Storyblok) y en Photoshop, optimiza SEO, corrige y administra dos blogs: Berlinamateurs.com y Withinflorence.com. Le atrae el arte en todas sus manifestaciones. Porfolio: www.paconeumann.com

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